APRENDIENDO A ORAR (Homilía Domingo XVI TO)
· Acabamos de escuchar (Mc 6, 30-34) que los discípulos de Jesús regresan de esa primera misión evangelizadora a la que habían sido enviados. Al encontrarse con el Maestro no pueden menos que «contarle todo lo que habían hecho y enseñado». Le hablarían de las grandes experiencias que habían vivido, de cómo habían hablado a los demás de aquello que ellos habían aprendido de él, de las curaciones que ante sus ojos y en nombre de Dios habían tenido lugar; pero también de algún que otro desengaño ante alguno del público que acabó yéndose sin hacerles caso o de la tristeza ante algún enfermo o endemoniado al que no pudieron curar. Sea como sea, los discípulos sienten la necesidad de compartir con Cristo todo aquello que está en su corazón: sus alegrías y sus tristezas, sus anhelos y sus preocupaciones.
«Jesús les dijo: Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco» y compartir todas estas cosas. Y, efectivamente, «se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado».
· ¿Qué nos puede enseñar a nosotros esta escena? Algo fundamental en la vida cristiana: la importancia de la oración, la necesidad de compartir un tiempo de intimidad con el Señor; de saber contemplar nuestra historia de la mano de Dios, para poder hacer las paces con aquello que nos ha causado dolor, saborear la belleza de nuestras buenas obras y unirnos a aquellos que comparten nuestro caminar por la vida.
¿Cómo se ora?, me pregunta a veces la gente. Una vez vi una viñeta en la que aparecía dibujado un hombre arrodillado en un banco de la Iglesia, rezando. La secuencia tenía cuatro imágenes en las que progresivamente se decía: - Querido Dios. – (en blanco) – Bueno, ya sabes. –Amén.
A veces, la oración es así de sencilla y más que con palabras se articula sencillamente con miradas sinceras y profundas, como la relación en una pareja que ha compartido muchos años de vida en común y sabe llenar el silencio de gestos y miradas de entrega y cariño. Pero esto es más un punto de llegada que de salida y muchas veces necesitamos, como los apóstoles, establecer un diálogo de palabras con Dios.
Orar, sencillamente, es hablar con Dios; «tratar de amistad —diría santa Teresa—, estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama»[1]. Tratar de amistad… abrirle nuestro corazón, compartiendo en un lugar tranquilo nuestras alegrías, preocupaciones, tristezas, deseos, etc. Orar es saber reconocer con gratitud lo que hemos recibido, con humildad lo que no hemos aprovechado y buscar con amor el bien de los demás.
Precisamente a este respecto el Papa Francisco ponía el ejemplo la oración del apóstol Pablo en cuyas cartas se puede observar que su oración estaba llena de personas concretas a las que llevaba dentro de su corazón (cf. Flp 1,4.7)[2]. También nosotros podemos llenar nuestro corazón de nombres concretos con necesidades concretas y hablarles al Señor de ellos.
Permitidme que acabe ofreciéndoos una de las oraciones que más me ha impresionado. La encontré en un libro de peticiones que había a la entrada del oratorio de la Clínica de la Universidad de Navarra. Iba yo a escribir algo y no pude vencer la tentación de leer lo que habían escrito antes otras personas. El último que había escrito algo, por el tipo de letra y las faltas gramaticales que presentaba, debía ser un niño. Escribió lo siguiente: «Gracias Dios mío, porque ha salido bien la operación de mi hermano y que se recupere y haga una vida normal, que mis padres no sufran lo de él y vivan tranquilos y en paz. Dame tu luz Señor y tu amor para ponerme bien y poder ayudar a los demás, no quiero que pienses en ordenes mias sino suplicas que quiero que oigas y podre ser algo de ayuda para ti tambien en la tierra hacia los demas. Quiero tener mi salud en equilibrio y mis demas amistades que la tengan tambien. Un saludo y un abrazo pa ti. Padre del cielo gracias por oirme. Que Dios nos bendiga. Vicente. 20-1-2007».
Después de leer esto entendí mejor porqué el Señor dijo aquello de que para entrar en el Reino de los cielos hacía falta hacerse como niño (Mc 10,14s). Ojalá que cada uno de nosotros aprendamos a abrir nuestro corazón a Dios con esta sencilla profundidad al menos unos minutos cada día. Estoy seguro de que nuestro corazón lo agradecerá. Así sea.
[1] Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, VIII, 5.
[2] Cf. Francisco, Exh. Evangelii Gaudium, 281.