HOMILÍA JUEVES SANTO
«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Así introduce el evangelista Juan la escena de la Última Cena: «Habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el extremo». Es impresionante. ¡Qué palabras podrían reflejar mejor todo aquello que vamos a vivir durante estos días: la Pascua, el paso de Cristo a través de la muerte que nos ha liberado de la esclavitud del pecado mediante su resurrección y ha hecho de nosotros el pueblo de los hijos de Dios, una gran familia!
Como familia nos reunimos todos en la casa del Padre para revivir a lo largo de estos tres días el acontecimiento más grande de la historia. Un acontecimiento «tan decisivo para la salvación del género humano —diría el Papa Juan Pablo II—, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes»[1] en aquel instante. ¿Cómo? Dejando su huella viva, real y perenne en el sacramento de la eucaristía y en la ley del amor fraterno. De ambas cosas nos ha hablado hoy la liturgia de la palabra.
A través de san Pablo hemos recordado la cadena de la tradición eucarística que de eslabón a eslabón nos mantiene unidos a la noche en la que Jesús iba a ser entregado y tomando pan, lo partió entre sus discípulos y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros (en beneficio vuestro)»; «este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto… en memoria mía». Cada vez que los sacerdotes repetimos estas palabras es el mismo Cristo, Él, el Hijo de Dios que se encarnó en las entrañas de la Virgen María y vivió entre nosotros, el que de un modo misterioso, pero real, se hace presente bajo las especies del pan y del vino con humildad sublime.
Porque el amor de Dios es paciente, no presume; no se irrita; no lleva cuentas del mal… todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor de Dios no pasa nunca (cf. 1Co 13,4-8).
El amor de Dios…, hermanos míos, en aquella misma cena se hizo ley para nosotros: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35).
Y como las palabras a veces no son suficiente, el mismo Jesús «se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla con se había ceñido» (Jn 13, 4-5). Aquel gesto interpreta la vida entera de Jesús, su paso por nuestra historia y el sentido de su huella.
Como tantas y tantas cosas en la vida de Cristo, este momento asusta a Pedro y nos asusta a nosotros. Todo un Dios que se arrodilla a nuestros pies y nos sirve como el más humilde de los siervos… «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?». No lo entiendo y, en cierto modo, como a Pedro, me da miedo. Porque, si me dejo lavar por Cristo, me comprometo con él, a seguirle tal y como él me invita, y no me veo con fuerzas para ello.
Pero Jesús me dice: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Entonces con Pedro, aún a sabiendas de mi debilidad, sólo puedo responder: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza». Quizás algún día aprenda la lección. Mientras tanto, hoy seré yo quien le imite a él, en nombre suyo, haciendo el lavatorio de los pies, para comprometeros también a vosotros.
[1] Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 11.