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MULTIPLICAR LA MISERICORDIA

· En Roma cuentan que, cuando el gran arquitecto Bramante presentó los planos de la nueva Basílica de san Pedro del Vaticano, tuvo la ilusión de que fuera su hijo mismo quien los llevara en su propia mano al Papa Julio II. Éste quedó muy satisfecho del trabajo del artista y, para corresponderle, abrió un cofre con monedas de oro y le dijo al pequeño: —Mete la mano y coge. Pero el chaval, que no tenía ni un pelo de tonto, con bastante desvergüenza replicó: —Yo no. Coja su santidad, que tiene la mano más grande.


Este tiempo de Pascua que estamos viviendo nos recuerda precisamente que al ser humano se le ha dado el tesoro de la gracia y la misericordia divinas a través de las grandiosas manos de Dios Padre: Jesucristo y el Espíritu Santo.

No son nuestras manos ni nuestros actos los que nos han abierto la puerta a la vida eterna, sino la entrega y la obediencia del Hijo de Dios en la cruz. No es nuestra fuerza la que es capaz de derribar los muros del pecado, el juicio o el rencor de nuestro corazón, sino la fuerza del Espíritu Santo que hace nuevas todas las cosas.


· No son nuestras manos... pero el evangelio de este domingo nos enseña que ese tesoro de la gracia y la misericordia divinas que hemos recibido no nos ha sido dado para que lo guardemos debajo de un colchón, sino que Dios cuenta también con nuestras manos para multiplicarlo haciendo partícipes de él a los demás: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».


Estas palabras de Jesús acompañan toda la historia de la Iglesia y son el sostén de su misión: anunciar y hacer presente el Reino de Dios, al mismo Jesucristo. No deja de ser significativo el hecho de que el primer poder dado a los apóstoles, la primera tarea recibida de Cristo resucitado, sea aquella de perdonar, de acoger con misericordia a aquel hombre o mujer que busca la paz en su corazón: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».


Defendiendo el sacramento de la penitencia San Ambrosio diría: «Lo que más quiere el Señor es que sus discípulos puedan hacer, y que por sus discípulos sean hechas en su nombre, las cosas que Él mismo hacía en la tierra». Sí… hacer las mismas cosas que hizo Jesús. Dios quiere que su misericordia encuentre eco a través de cada uno de nosotros. A los sacerdotes se nos ha dado el hermoso don de perdonar los pecados de un modo sacramental, pero todos y cada uno de nosotros estamos llamados a hacer presente el tesoro de la gracia y la misericordia divinas a través de nuestra vida, especialmente, acogiendo y ayudando a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales.


Permitidme que os recuerde ese elenco de obras de misericordia corporales y espirituales que un día nos enseñaron en el catecismo: Por un lado, visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los encarcelados, sepultar a los muertos. Por otro lado, enseñar al que no sabe, aconsejar al que lo necesita, corregir al que se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al afligido, sufrir con paciencia los defectos del prójimo, pedir a Dios por los vivos y difuntos.



· La primera lectura de los Hechos de los apóstoles describía el espíritu de fraternidad que reinaba en las primeras comunidades cristianas en las que «nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. (…) Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno». ¡Qué hermoso sería que ese espíritu de fraternidad reinara entre nosotros! Fruto no de ser personas ejemplares e inmaculadas, sino, más bien como Tomás o como Pedro, personas que, a pesar de ser incrédulos y cabezudos, nos hemos visto desbordados y conquistados por el amor misericordioso de Cristo, al que le hemos oído decir: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13, 34).


Ya lo decía Ambrosio: «Lo que más quiere el Señor es que sus discípulos puedan hacer, y que por sus discípulos sean hechas en su nombre, las cosas que Él mismo hacía en la tierra».

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