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ELOGIO DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

Esta tarde presidí la eucaristía en el Pontificio Colegio Español en el que resido aquí en Roma junto a otros hermanos sacerdotes. Comparto con todos vosotros la homilía de esta tarde (dirigida a sacerdotes), con la esperanza de que a todos nos ayude a amar más el hermoso don que Cristo nos dio. · «Si quieres, puedes limpiarme», le suplica con humildad y de rodillas el leproso a Jesucristo. «Sintiendo lástima –comenta el evangelista–, extendió (Jesús) la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero: queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio». Es una escena realmente hermosa… llena de ternura y misericordia; una escena con la que fácilmente podemos identificarnos todos y cada uno de nosotros, y además hacerlo de un modo doble: tanto con el leproso, porque conscientes de nuestro pecados nos sentimos impulsados a acercarnos a Cristo en la confesión; como con el mismo Cristo, porque, configurados con él por el ministerio sacerdotal, también nosotros ofrecemos la curación de la lepra del pecado y esponjamos el corazón de piedra de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Frente a aquellos que negaban la autoridad eclesial del perdón de los pecados, san Ambrosio escribió un libro titulado De Paenitentia, en el que con diversos argumentos defiende dicho poder. Uno de los argumentos que a mí más me gusta, aunque quizás sea el menos académico, es el siguiente: «Lo que más quiere el Señor es que sus discípulos puedan hacer, y que por sus discípulos sean hechas en su nombre, las cosas que Él mismo hacía en la tierra. (…) El mismo que era luz del mundo, concedió a sus discípulos que fuesen luz del mundo por la gracia» . Hermanos sacerdotes, ¡qué hermosa misión se nos ha confiado: hacer las mismas cosas que hizo Jesús, ser luz del mundo por la gracia, perdonar! · Yo creo que precisamente el sacramento de la confesión es un lugar privilegiado para hacer presente el amor de Cristo, un lugar único para experimentar de manera viva la acción del Espíritu Santo en las personas. No sé si muchos de vosotros habéis tenido la oportunidad de acoger en confesión a “pecadores de primera clase”, podríamos decir: gente que ha cometido abortos, incluso varios, se ha intentado suicidar, ha asesinado, ha estado metido en los mundos de la droga, etc. Como consiliario de Cursillos de Cristiandad yo tuve la oportunidad de encontrarme varias veces con este tipo de “leprosos” a los que yo llamaba “tsunamis” y la verdad es que es una gozada increíble confesar a una de estas personas: ver cómo la luz de Dios va penetrando y sanando poco a poco sus oscuras historias, la alegría que sienten al encontrarse con un Dios que no les juzga, sino que les ama y perdona; la paz que experimentan cuando escuchan las palabras de la absolución; el abrazo que, bañados en lágrimas, te dan espontáneamente después de decirles: «Puedes ir en paz». ¡Es una pasada! Es cierto que estos no son los casos más frecuentes que un sacerdote suele encontrarse en el confesionario de su parroquia. Un día Hilary me contaba su primera experiencia con el sacramento de la penitencia. Estaba en su país y fue a visitar enfermos. En la primera casa que entró le pidieron que les escuchara en confesión. El penitente le dijo: «Padre, soy un hombre mayor y no tengo pecados. Pero querría que me diera la absolución». Para Hilary era su primera confesión y en el seminario no le habían dicho qué hacer en una situación así, porque se supone que la confesión es para perdonar los pecados. Si no hay pecados, ¿qué hacer? Bueno, pues le dio la absolución. ¿Os imagináis quién fue la segunda persona a la que Hilary confesó? La esposa del hombre anterior, que por supuesto tampoco tenía ningún pecado y sólo quería la absolución. Seguro que todos nosotros hemos vivido una situación parecida en más de una ocasión y eso a veces nos puede llevar a pensar que no merece la pena dedicar mucho tiempo a sentarnos en el confesionario. Pero la realidad es que con esas buenas personas la confesión nos ofrece una oportunidad de oro para ayudarles a exigirse más; a no conformarse con una vida normalita, sino a buscar con anhelo la santidad. Por otro lado, ¡qué hermoso es encontrarse en el confesionario con una persona que busca ciertamente la santidad y está tan cerquita de Dios! Cómo nos ayuda a nosotros mismos a crecer en el amor a Dios y al prójimo el percibir la sensibilidad de esas personas, experimentar su docilidad al Espíritu Santo y su humildad. Ellas, sin saberlo, hacen realidad las palabras de la carta a los hebreos que escuchábamos en la primera lectura: «Animaos los unos a los otros, día tras día, mientras dure este «hoy», para que ninguno de vosotros se endurezca, engañado por el pecado». Sí, esas personas nos ayudan a darnos cuenta que tantas veces nuestro corazón se está endureciendo, que a veces somos más pelagianos de lo que creemos y que nos olvidamos de que sin la gracia de Dios nada podemos, porque también nosotros somos “leprosos” necesitados de que Dios limpie nuestros pecados. · Al poco tiempo de ser sacerdote, una de esas personas, una mujer mayor que ya apenas se veía y a la que yo no conocía, al acabar la confesión, me dijo: «Gracias por ser sacerdote». En esta eucaristía, yo, en unión con todos vosotros, le doy gracias a Dios por habernos llamado al sacerdocio, a hacer las cosas que Él mismo hacía en la tierra, a perdonar, a ser luz del mundo por la gracia.

Raúl Navarro

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