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GALILEA

En la celebración de una boda en Caná de Galilea realizó Jesús el primer milagro. En aquella región, dice el evangelio, dio Jesús comienzo a sus señales, manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos (Jn 2,11). Dios siempre sorprende: no sólo eligió para nacer una pequeña aldea de un extremo del Imperio Romano, sino que decidió pasar su juventud e iniciar su vida pública en la región más despreciada del antiguo Israel: aquella que contaba entre sus habitantes con el mayor número de paganos: la Galilea de los gentiles. Baste de ejemplo el hecho de que uno de los mismos apóstoles, Natanael, reaccionará con asombro cuando su amigo Felipe le diga que ha encontrado al Mesías en aquellas tierras: «¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?» (Jn 1,46).

Ciertamente, la sabiduría divina es distinta de la humana. Este fin de semana viajaba a España para apadrinar a una niña llamada, precisamente, Galilea. Galilea tiene poco más de un par de meses, pero su vida ha sido ya toda una aventura. A los pocos meses de embarazo los médicos vieron en las ecografías que algo no iba bien para ella: el excesivo tamaño del pliegue nucal era un inequívoco indicio de que Galilea nacería con numerosos defectos cromosómicos e incluso podía tener malformaciones físicas. Los médicos dictaron la sentencia acostumbrada en estos casos: la recomendación a los padres de aplicar la pena de muerte a su propia hija. Ciertamente la sentencia no se pronuncia de esa manera, porque las palabras son importantes, muy importantes, y no se habla nunca de muerte ni de ser humano ni de hija, sino de interrupción, de feto y de problema. Pero… interrumpir una vida lleva consigo la muerte; de un feto de la especie humana no se conoce ningún caso que haya dado lugar a un perro, un gato o alguna otra especie; y, finalmente, sí, los hijos siempre dan problemas. Pero… las palabras son importantes.

Galilea tuvo suerte y sus padres, entendiendo que la sabiduría humana no siempre está acorde con la Verdad, se negaron a seguir el dictamen de los médicos. Sólo ellos saben el dolor con que vivieron los siguientes meses del embarazo y las lágrimas que derramaron; el sufrimiento psicológico al que algunos médicos y enfermeras del hospital les sometían cuando tenían que acudir a revisión, acusándoles incluso de ser malos padres por llevar adelante ese embarazo y permitir que su hija sufriera el día de mañana.

Galilea tuvo suerte porque en esos momentos difíciles sus padres encontraron apoyo no sólo en Dios, sino también en personas cercanas. Personas que rezaron, pero también les escucharon, alentaron y abrazaron. Una de las menos importantes (lo digo sin falsa humildad) era yo. Pero a mí y no a otro le pidieron que fuera el padrino de bautizo de Galilea. Y acepté.

El nuevo año 2014 nos trajo por adelantado el nacimiento de Galilea y… el “feto problemático” resultó como era de esperar (perdonar la ironía) una niña de la misma especie que los padres y con cuatro kilos de peso. Ciertamente Galilea presentaba un pequeño pliegue nucal fuera de lo común, pero… sorpresa… ninguna malformación física y aparentemente sin rasgos de ningún síndrome genético grave. Galilea aparentemente era tan “normal” como la hija que el médico de ese hospital decidió tener porque sería “perfecta”, según los cánones del mundo actual. Unos cánones, por cierto, que no hubieran dejado nacer a artistas como el cantante italiano Andrea Bocelli; la ganadora en 2009 del concurso Britain´s Got Talent, Susan Boyle; o la ganadora del concurso Tú sí que vales 2009, Miriam Fernández. Todos ellos han contado públicamente que sus madres fueron animadas a abortar como mejor solución ante los problemas que presentaba el feto durante el embarazo.

Es un hecho evidente que existe un significativo porcentaje de error en el diagnóstico prenatal (conozco varios casos); y que éste sería bastante más alto si, en lugar de que se aplicasen indiscriminadamente las sentencias de muerte en los hospitales, se ofreciera más ayuda y acompañamiento a los padres y madres de tantas y tantas Galileas.

Para ello, hace falta un giro copernicano como el que el tocayo Galileo Galilei llevó a cabo con el astro Sol en la estructura del universo: poner la vida de los más indefensos y despreciados en el centro de la sociedad. Para ello hace falta aplicar un poco de la sabiduría divina y también aprender de la propia experiencia humana, porque muchos de los “monstruos” que algunos quieren evitar que vean la luz del mundo han generado alrededor suyo infinitamente más amor del que han sido capaces de generar con su vida los "perfectos" verdugos que quisieron acabar con ellos. Sé que no es fácil afrontar el cuidado de estas personas, pero sí tengo la certeza de que son personas capaces de engendrar amor y de que hay muchas personas dispuestas a amarlas. Basta con visitar alguna vez un Cotolengo como el que tenemos en Valencia.

Yo no sé cuál será el diagnóstico final de Galilea. Todavía están haciéndole pruebas y algunos problemas digestivos que presenta quizá sí o quizá no tengan relación con un problema cromosómico. Pero sí sé que Galilea es una niña preciosa y que sería igual de preciosa si hubiera nacido con más problemas genéticos o físicos; y que en todo caso sus padres se merecen un monumento.

El pasado sábado 15 bautizamos a Galilea en la pequeña capilla del hospital. Paradojas de la vida: en el mismo lugar en el que la sentenciaron a muerte, Galilea renacía con Cristo a una vida nueva: la de los hijos de Dios. Un Padre que no hace acepción de personas y cuyos cánones de perfección son absolutamente diversos a los de una gran mayoría de personas de nuestro tiempo. La sabiduría divina es distinta de la sabiduría humana, pero la humana está llamada a penetrar en ella. Tiene capacidad para ello; para descubrir que la vida de todo ser humano desde el momento de su concepción hasta su muerte es un verdadero milagro digno de protegerse.

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