La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
La historia de los magos y la profecía... vista con los ojos de María
El siguiente texto corresponde a un pequeño libro del cardenal Angelo Comastri titulado: L'atessa del Messia. Profeti e profezie, Milano 2013, pp. 49-57. Forma parte de una colección sobre diversos momentos de la vida de Jesís. Recojo otros textos en esta misma sección en los que el autor imagina las diversas escenas narradas en el evangelio desde la vivencia y los ojos de la propia María. La traducción es mía.
· A menudo me detenía a mirar el niño y decía: «¡Es Dios!». Y experimentaba un sentimiento de vértigo: ¡me parecía que todo el universo estuviese encerrado en ese frágil niño! «¡Es Dios! –repetía– ¡y es mi hijo!».
¿Cómo era posible? Mi joven vida había entrado en contacto con el Eterno, se había emparentado con el Omnipotente, había estado absorbida en el torbellino del Altísimo: del Creador del cielo y de la tierra. Me arrodillaba y rezaba en silencio y adoraba: adoraba a Dios… ¡mi hijo!
Lo acariciaba y me preguntaba: «¿Qué sucederá? ¿Cómo hará para explicar quién es? ¿Cómo hará para contar su origen y su misión? ¿Quién le creerá?». Lo acariciaba y casi quería protegerlo. Pero en seguida entendía que él era mi protección: y, entonces, me arrodillaba y besaba el gran misterio que había entrado en mi pequeña historia de joven mujer.
· Una tarde, algunas personas que venían de Jerusalén esparcieron la voz de que habían llegado a la ciudad tres grandes personajes… con camellos y servidumbre: buscaban el rey de los judíos que, según ellos, había nacido en aquellos días.
Venían del Oriente, de Mesopotamia, de la región de los dos grandes ríos: venían de la tierra de donde tiempo atrás había venido Abrahán. Habían visto una estrella: eral la señal que esperaban… y se habían puesto en viaje.
Cuando se espació esta noticia en Belén, alguno pensó en mi hijo. Pero la gente es a menudo incrédula y desconfiada… y muchos decían: «¡Son las historias habituales que se cuentan! Pensad un poco… acaso un rey puede nacer en un establo. ¡Si son rosas… florecerán! [expresión típica italiana: “si hay algo más ya se verá”, podría traducirse en este caso] ¡No perdamos tiempo! Vayamos a hacer pacer nuestras ovejas y ganemos el pan para nuestras familias».
Yo sabía que había eclosionado una espléndida rosa, pero no quería forzar los tiempos de Dios: quería hacer su voluntad y quería caminar humildemente por su camino.
Pero me llegó una noticia que me dejó perpleja. Herodes se había mostrado interesado en lo que decían los “Magos” y quería información detallada. Herodes era un zorro desconfiado y malo. ¿Por qué quería saber más de esto? ¿Por qué estaba interesado en tener noticias sobre el rey niño?
En Jerusalén todos hablaban de estos “expertos de las estrellas”, que buscaban el rey de los judíos. Todos se preguntaban: ¿quién será este rey? ¿Dónde nacerá? ¿Habrá nacido ya?
· Un buen día vi a José que venía a mi encuentro todo jadeante. «María –me decía–, están llegando tres grandísimos personajes, vestidos de modo maravilloso. Buscan a Jesús». No tuvo tiempo de acabar, cuando de repente vi un cortejo solemne que se estaba dirigiendo hacia la modestísima habitación, en la cual habíamos encontrado alojo después del nacimiento en el establo.
Los tres personajes me miraron fijamente. Tuve la impresión de que experimentaban un cierto temor: yo tenía al niño entre los brazos e instintivamente lo apreté al pecho para protegerlo también… de las miradas.
¡Pero aquellos hombres se arrodillaron, mientras los siervos depositaban a mis pies… oro… incienso… y mirra! ¿Qué sentido tenían estos dones? ¿Por qué el oro de rey? ¿Por qué el incienso reservado a Dios? ¿Por qué la mirra usada para embalsamar a los muertos?
No podía entender y… entonces… dije en el secreto de mi corazón: «¡Señor, yo soy tu sierva! Llévame donde quieras: ¡yo te seguiré, yo seguiré al niño venido del misterio!».
Los tres personajes se entretuvieron poquísimo tiempo: parecía que hubieran venido de lejos para ver… para adorar… para llenarse los ojos y el corazón del rostro… de mi frágil niño. Fue una gran alegría para mí… su madre.
· Pero pocos días después de la partida de los Magos me llegó una noticia, que me hirió como una espada. En el pequeño mercado y a la fuente pasaba de boca a oreja esta información que venía de Jerusalén: «¡Herodes está furibundo! Esperaba que los Magos le dieran cualquier noticia sobre el niño nacido en Belén… y en cambio aquellos astutos se han desvanecido furtivamente. Nadie sabe nada de ellos. ¡Quién sabe qué reacción tendrá el rey! Conociéndolo… hay que esperarse cualquier cosa».
Cuando me refirieron esto, tenía la clara impresión que estaba por llegar un violento temporal: aquel que hace temblar los cedros del Líbano y levanta la arena del desierto modificando completamente el escenario de las dunas.
Herodes, de hecho, explotando la alianza con Roma, había usurpado el trono a la dinastía de los Asmoneos. Después, para dar cierta legitimidad a su atropello, había desposado a la princesa asmonea Mariamna; y había impuesto como sumo sacerdote al hermano de Mariamna, Aristobulo.
Pero el castillo se derrumbó, porque Herodes estaba devorado por el orgullo y veía rivales por todos lados. Cuando se dio cuenta de que el sumo sacerdote Aristobulo era amado por el pueblo, lo eliminó haciéndole ahogar en el baño público por criminales adecuadamente invitados. Hecho horrible que todos conocían, pero que contaban en voz baja.
Herodes se volvió siempre más suspicaz, siempre más cruel. Se dio cuenta de que Mariamna guardaba en el corazón mucho rencor por la muerte de su hermano y, entonces, tomó la decisión de matar también a su mujer: este delito tuvo un gran eco. Recuerdo que, en Nazaret, esta noticia vino traída por algunas personas provenientes de Jerusalén. Decían: «¡Herodes ha montado otra! Ha matado también a la mujer: ¿a quién le tocará ahora?». Y enseguida llegó el turno de nuevos homicidios. De hecho los hijos de Herodes y de Miramna querían vengar la sangre de la madre. Pero Herodes no perdió tiempo e hizo matar a sus dos hijos, después de una farsa de proceso en el cual estuvieron acusados de conspiración para apropiarse del reino.
· Yo sabía todas estas cosas… y sabía de qué era capaz Herodes. ¿Y si ahora sus sospechas fueran dirigidas hacia mi hijo? ¿Y si el orgullo le hubiera hecho estallar la decisión de una nueva masacre? Dios mío, ¡qué miedo!
No pasó mucho tiempo… y José, despertándose en el corazón de la noche, me dijo con voz temblorosa: «María, tengo todavía en los oídos la voz de un ángel que me ha dicho: “Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle”» (Mt 2, 13).
Me lo esperaba… Sin embargo me sentí agitada por esta noticia. Recogimos las pocas cosas que teníamos y escapamos en la noche: ¡como prófugos, como maleantes, como gente peligrosa! Intentad pensar qué puede experimentar el corazón de una madre, cuando le dicen: «¡Quieren matar a tu hijo!».
Mil “por qué” se acumulaban en mi alma y llenaban las interminables noches y los peligrosos días de la fuga… hacia Egipto. Me preguntaba: «Pero si este niño será grande y será llamado hijo del Altísimo… ¿por qué debe escapar? Si este niño, así como me ha dicho el ángel, está destinado a ocupar el trono de David y está destinado a reinar por siempre sobre la casa de Jacob… ¿por qué inicia tan miserablemente su carrera?».
Me venían a la mente las palabras de Jeremías, el cual, volviéndose a Dios, se había expresado con coraje así: «Tú llevas la razón, Yahveh, cuando discuto contigo; no obstante, voy a tratar contigo un punto de justicia: ¿Por qué tienen suerte los malos y son felices todos los traidores?» (Je 12, 1).
Cómo me parecían dramáticamente ciertas las palabras del profeta. Recordé también el lamento del profeta Habacuc, que había hecho a Dios la pregunta que consume a todos los buenos, perseguidos en toda época: «Señor, muy limpio eres de ojos para mirar el mal; ver la opresión no puedes. ¿Por qué ves a los traidores y callas cuando el impío traga al que es más justo que él?» (Hab 1, 13). Y me parecía que el impío Herodes estuviera por engullir de verdad al inocente niño, llovido del cielo en medio de la maldad humana.
El viaje hacia Egipto fue largo, lleno de insidias, con paradas largas y forzadas. Los salmos me alimentaban de esperanza y me daban una mirada que iba más allá de los dramáticos acontecimientos que estaba viviendo. El salmo 37 me parecía que había sido escrito justamente para mí. Y lo repetía, mientras el viento soplaba y levantaba la arena del desierto obligándome a cubrir al niño para proteger sus pequeños ojos, que comenzaban a ver las primeras fealdades de la historia humana.
Repetía estas maravillosas palabras del santo rey David: «No te acalores por causa de los malos, no envidies a los que hacen injusticia. Pues aridecen presto como el heno, como la hierba tierna se marchitan. Un poco más, y no hay impío, buscas su lugar y ya no está; mas poseerán la tierra los humildes, y gozarán de inmensa paz» (Ps 37, 1-2. 10-11).
Será así, repetía dentro de mí. Pero sentía impetuosas y amenazadoras las palabras del salmo 73, mientras el asno caminaba con fatiga por los insidiosos caminos: «Por poco mis pies se me extravían, nada faltó para que mis pasos resbalaran, celoso como estaba de los arrogantes, al ver la paz de los impíos. No, no hay congojas para ellos, sano y rollizo está su cuerpo; no comparten la pena de los hombres, con los humanos no son atribulados. Por eso el orgullo es su collar, la violencia el vestido que los cubre» (Ps 73, 2-6).
Me parecía el retrato de Herodes: orgulloso, violento, cruel. Y yo me sentía pequeña, sentada sobre un humilde asno, acompañada de José, que presentaba signos evidentes de cansancio, mientras un frágil niño se escondía entre mis brazos y todo el mundo se desenfrenaba contra él.
Una tarde, mientras estábamos sentados alrededor del fuego y consumíamos las pobres provisiones que llevábamos de Belén, me salió del corazón el final del Salmo: «Pero a mí, que estoy siempre contigo, de la mano derecha me has tomado; me guiarás con tu consejo, y tras la gloria me llevarás» (Ps 73, 23-24).
Dije en voz alta estas palabras. José me miró y comentó: «¡Será así, María!». Yo advertí el viento de Dios que soplaba en mi alma y añadí con serena confianza: «Juró Yahveh a David, verdad que no retractará: El fruto de tu seno asentaré en tu trono» (Ps 132, 11).
Sobre el trono estaba Herodes, sobre el trono estaba el emperador, sobre el trono habrían sentados tantos otros tiranos, pero todos terminarían… porque uno solo es el Señor: ¡y era mi hijo!
La adoración de los Magos, Gentile de Fabiano (1423)
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