La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
La anunciación... vista con los ojos de María
El siguiente texto corresponde a un pequeño libro del cardenal Angelo Comastri titulado: L'annunciazione. Il "sì" di Maria, Milano 2013, pp. 49-57. Forma parte de una colección sobre diversos momentos de la vida de Jesús. Recojo otros textos en esta misma sección en los que el autor imagina las diversas escenas narradas en el evangelio desde la vivencia y los ojos de la propia María. La traducción es mía.
· Vivía en mi pequeña casa de Nazaret. Nazaret era un pueblo minúsculo: nadie lo conocía y no tenía el honor de ser recordado en la Biblia… ni siquiera una sola vez.
Éramos tan pobres: las casas estaban formadas por una gruta excavada en la roca y por otra estancia delimitada por tres paredes construidas en el exterior de la gruta. En aquel tiempo no existían lujos ni comodidades; y había para todos mucho sacrificio de la mañana a la tarde.
Aquellos años fueron bellos para mí. No es verdad que el sacrificio hace infelices a las personas; es más, os garantizo que es más fácil estar contentos cuando cada día se paga lo que se come… con el sacrificio del trabajo.
Yo era pobre, pero era feliz porque veía a Dios en las estrellas de la noche y en la luz del día; veía a Dios en las flores que perfuman en silencio para no romper el recogimiento; veía a Dios en las personas sencillas que encontraba en la vida: a todos regalaba un saludo y una sonrisa y me sentía más rica que una reina. Los salmos me confortaban recordándome que «lo poco del justo vale más que la mucha abundancia del impío» (Ps 37, 16). Yo experimentaba la verdad de estas palabras.
· Por la tarde me paraba a menudo a meditar y mi pensamiento se detenía largamente sobre las promesas que Dios había hecho a mi pueblo. Recordaba las palabras solemnes de la Torá: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar» (Gn 3, 15).
Me preguntaba: ¿Quién será esta mujer extraordinaria? Y la descendencia de esta mujer que pisará la cabeza de la serpiente… ¿quién será? No podía imaginar lo que sucedería: rezaba, esperaba, invocaba, me abandonaba confiadamente entre los brazos de Dios.
Una vez, leyendo una página del profeta Isaías, escuché como mi corazón comenzaba a latir fuertemente: no entendía el por qué. Volví a leer las palabras del profeta: «Volvió Yahveh a hablar a Ajaz diciendo: «Pide para ti una señal de Yahveh tu Dios en lo profundo del seol o en lo más alto». Dijo Ajaz: «No la pediré, no tentaré a Yahveh». Dijo Isaías: «Oíd, pues, casa de David: ¿Os parece poco cansar a los hombres, que cansáis también a mi Dios? Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una virgen está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7, 10-14).
Me detuve aquí: me parecía que el corazón se me salía del pecho. Y lentamente comencé a repetir: «Una virgen está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». Sabía que Emmanuel quiere decir: «Dios con nosotros»: estas palabras se me aparecían como maravillosas y misteriosas al mismo tiempo. ¿Quién puede entender el proyecto de Dios?
¿Quién será este niño? ¿Y quién será la madre de este hijo? ¿Y cuando se cumplirá esta palabra profética? Espontáneamente afloró en mis labios la invocación de Isaías: «¡Ah si rompieses los cielos y descendieses - ante tu faz los montes se derretirían» (Is 63 ,19).
· Meditaba y oraba en el silencio y en la pobreza de mi casa, cuando inesperadamente vi una gran luz y un personaje jamás visto se inclinó delante de mí. Experimenté un sobresalto en el corazón y habría querido gritar: «¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué quieres de mí?».
Pero él me sonrió y dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28).
«¡Alégrate!», me había dicho aquel personaje desconocido, que había entrado inesperadamente en mi casa y en mi vida. «¡Alégrate!». De repente me vino a la mente el hecho de que la invitación a la alegría precede los grandes anuncios mesiánicos. Los conocía bien y velozmente los revisé en el silencio de mi corazón.
¿Se estaban quizás cumpliendo estas palabras? ¿Había, quizás, llegado el momento soñado por los profetas y en toda la larga historia de mi pueblo? Recordaba las palabras de Zacarías: «Grita de gozo y regocíjate, hija de Sión, pues he aquí que yo vengo a morar dentro de ti, oráculo de Yahveh» (Za 2, 14).
Pero me parecían enormes, como rocas, las palabras que seguían a la invitación a la alegría y, de algún modo, me impedían alegrarme: «¡Llena de gracia!». ¿Quién era esta mujer llena de gracia? ¿Era yo? ¡Era yo! Sentí la sangre latiendo fuerte en mis venas y experimenté una sensación de extravío, de desproporción, de turbación.
Miré al personaje y entendí que era un ángel venido del cielo: ¡venido de Dios! ¡Dios había pensado en mí! Dios había enviado un ángel… ¡a mí, a mi casa, donde ningún personaje de este mundo se habría dignado a entrar!
El ángel se dio cuenta de mi turbación, es más, leyó en el corazón y rápidamente dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 30-33).
Comenzaba a entender. La mujer anunciada por Dios después del pecado del hombre… ¡era yo! La virgen que debería concebir un hijo y lo habría de llamar Emanuel ¡era yo! ¡Iba a convertirme en madre, en la madre esperada desde siglos: esperada por Dios y esperada por la humanidad!
¡Qué trepidación! Me sentía pequeña, me sentía desproporcionada, me parecía estar en el vórtice de una inesperada tempestad, que cambia todo el escenario en pocos segundos.
De pronto me acordé que en el secreto de mi alma desde hacía tiempo había madurado la decisión de permanecer virgen, de ser toda de Dios, de dedicar a Él la totalidad de mi afecto… y esperaba el momento para hablar de ello con José. Pero, en estos momentos, todo estaba precipitándose de un modo inesperado.
Desde pequeña me habían tocado el corazón las palabras que Dios dirige a Oseas: «Yo quiero amor, no sacrificio» (Os 6, 6). Y había tomado la decisión de dar mi amor a Dios. Me había sobresaltado cuando había leído el rollo de Isaías: «Tu esposo es tu creador» (Is 54, 5). Y también: «Porque como se casa joven con doncella, se casará contigo tu creador, y con gozo de esposo por su novia se gozará por ti tu Dios» (Is 62, 5). Me había reconocido en estas palabras… Pero ahora sucedía algo que me superaba, que me ponía en discusión, que daba la vuelta completamente a mis proyectos.
Tuve la fuerza de decir: «¿Cómo es posible? ¿Cómo se cumplirá esta palabra que, viniendo de Dios, no puede poner en crisis otra palabra que yo he sentido que venía de Dios? Ayúdame a entender, para que yo pueda decir ese sí que el Señor quiere de mí».
El ángel me miró como si estuviese esperando mi objeción y me entregó, como una cándida flor, la respuesta que había ya recibido de parte de Dios: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
Estas palabras abrían delante de mí horizontes ilimitados: me parecía ahogarme en un mar inmenso y, con los ojos, pedí al ángel ayuda. ¿Qué significaba: «el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra»? Y, sobre todo, que sentido dar a estas palabras enormes: «El que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios»?
El ángel me envolvió de luz y después añadió: «Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 36-37).
¿Isabel será madre? Sabía que mi prima deseaba ardientemente un niño, pero en estos momentos la edad era marchitada… Todo sueño de maternidad había caído como las hojas en otoño. Y, en cambio ¡Isabel sería madre! Ninguna palabra es imposible para Dios. Mi corazón se llenó de alegría y sin excitación dije: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
En aquel momento me pareció que todos los pájaros volvían a cantar; me pareció que el cielo quedaba limpio y libre de toda nube; me parecía que el aire quedaba perfumado como los prados de Galilea al inicio de la primavera.
Era feliz de haber dicho sí a Dios y entendía que se iniciaba una nueva página en mi vida y en la vida de la humanidad.
· Mientras decía mi sí, el ángel desapareció. Miré alrededor: mi casa no se había transformado en una villa… era todavía humilde y pobre. Miré a mis pies: el pavimento no se había transformado en mármol como los pavimentos del palacio de Herodes… sino que aún estaba hecha de la misma tierra pisada por los pasos cotidianos de mi fatiga.
Miré mis vestidos; no eran de lino y de púrpura como los de las mujeres ricas, de los cuales había oído hablar cuando iba a sacar agua a la fuente. Todo era como antes. ¿Qué había cambiado? Había cambiado mi vida: dentro de mí había entrado el cielo infinito. En mi seno se había concebido el milagro más estrepitoso de todos los tiempos: el Eterno había comenzado a vivir en el tiempo. El omnipotente se había hecho pequeño, pequeño… hasta esconderse en los pliegues de mi joven carne.
· Pero ¿a quién podía contar aquello que me había sucedido? ¿Quién me habría creído? Tomé una decisión: ¡voy a casa de Isabel! He dicho que soy sierva y quiero serlo hasta lo más hondo. Viviendo el amor, estoy segura de escuchar a Dios: él me tomará de la mano y me guiará por sus caminos.
Y me puse en seguida en viaje: y entendí que, desde ese momento, toda mi vida sería un viaje, un largo viaje.
La anunciación, Fra Angelico (1425-1428)
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