La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
El nacimiento de Jesús... visto con los ojos de María
El siguiente texto corresponde a un pequeño libro del cardenal Angelo Comastri titulado: La nascita di Gesú. La luce tra le tenerbre, Milano 2013, pp. 45-56. Forma parte de una colección sobre diversos momentos de la vida de Jesú. Recojo otros textos en esta misma sección en los que el autor imagina las diversas escenas narradas en el evangelio desde la vivencia y los ojos de la propia María. La traducción es mía.
· Había transcurrido tres meses enteros en la casa de mi prima, yendo a la fuente, lavando los paños, preparando una canastilla para el futuro niño y, sobre todo, rezando, amando y esperando el cumplimiento de aquello que el ángel me había dicho de parte del Señor.
Mientras tanto también mi maternidad comenzaba a ser evidente… Pero era la hora de volver a Nazaret. Apenas tuve la alegría de ver al niño de Isabel, de escuchar a Zacarías, que había recuperado milagrosamente la voz y enseguida había exclamado: «Tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos» (Lc 1, 76).
Mientras volvía a Nazaret, meditaba estas palabras: «Tú, niño, prepararás los caminos del Señor». Juan había sido mandado por Dios para preparar el camino a mi hijo, que no era sólo mi hijo: ¡era Hijo de Dios!
· Pero, llegada a Nazaret, me esperaba una prueba terrible. Las personas me miraban con sospecha y me interrogaban con malos ojos. Parecía que dijeran: «¿Qué has hecho? ¿De quién es este hijo? ¿No te avergüenzas, malvada?».
¿A quién podía decir: «¡Es hijo mío… y de Dios!». ¿Quién me habría creído? La cosa era demasiado grande, casi increíble. También mi familia estaba en crisis y también José vivió un momento dramático: conocía mi rectitud, conocía los sentimientos de mi corazón… y no sabía explicarse que había sucedido.
Esperé que pasase la tormenta escondiéndome entre los brazos de Dios: callaba y sufría; sufría y esperaba… Pera estaba segura de que Dios me levantaría sobre alas de águila y me llevaría a tierras de paz. Medité lentamente el salmo 18, que cuenta la historia de David, mi antepasado, que se encontró en medio de una tempestad de enemigos: Dios le había socorrido y lo había liberado. Me hacían tanto bien estas palabras: «Él extiende su mano desde lo alto para asirme, para sacarme de las aguas profundas; me libera de un enemigo poderoso, de mis adversarios más fuertes que yo. Me aguardaban el día de mi ruina, pero Yahveh fue un apoyo para mí; me sacó a espacio abierto, me salvó porque me amaba» (Ps 18, 17-20).
Y así fue. Un ángel apareció en sueños a José y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21).
Después del sueño todo cambió. Y un nombre, Jesús; un misterio, Jesús; una presencia, Jesús; un esperado, Jesús; comenzó a llenar mi vida y la vida de José: «Se llamará Jesús: porque él salvará a su pueblo de sus pecados». ¡Era mi hijo! ¡Qué gran misterio!
· Un día, como un rayo en el cielo despejado, vino una orden del emperador Augusto: «Se hacía el censo de todos los pueblos sujetos a Roma».
¡Roma! El nombre de esta ciudad infundía temor: de Roma venían las terribles legiones que habían conquistado el mundo, de Roma venían los pesados impuestos que hacían llorar a los pobres, de Roma venían las órdenes, de Roma venía la orden de hacer el censo de todo el imperio. Sin poder presentar objeciones. ¡Roma!
Roma estaba lejos, y sin embargo cerca; era un sueño, sin embargo por todos lados se sentía el peso de su orden y se veían las insignias de su poder. No se podía desobedecer a Roma: era necesario partir.
Nosotros éramos originarios de Belén, el pueblo de nuestro antepasado David; y por tanto debíamos ponernos en viaje para ser registrados en aquel lugar: el lugar de nuestras antiguas raíces. José, una noche, con cara triste, me susurró: «María, debemos partir. Debemos ir a Belén. Necesitaremos días y días de camino. Para ti he provisto adquirir un asno: yo caminaré delante y vigilaré tu seguridad. Te protegeré, María. ¿Te ves capaz de afrontar este viaje?».
Miré a José y apoyé mis manos sobre el vientre, que custodiaba mi tesoro: el tesoro de toda la humanidad. Y dije: «José, debemos partir. En el libro del profeta Miqueas están escritas estas precisas palabras: «Mas tú, Belén de Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti ha de salir aquel que ha de dominar en Israel, y cuyos orígenes son de antigüedad, desde los días de antaño» (Mi 5, 1). José, el emperador no lo sabe: mientras ordena, él obedece. Obedece un designio de Dios. Partamos».
Nos pusimos en camino con las primeras luces de la mañana: otras familias se unieron a nosotros y otras las encontramos en el camino. Parecíamos hojas arrastradas por el viento; parecíamos granitos de arena al borde del camino. Y, sin embargo, estábamos en el centro del camino, en el centro de la historia, pero con el paso de la humildad y de la suavidad y de la pobreza: el paso típico de Dios.
Caminábamos. ¡Qué lejos estaba Belén! ¡Y yo esperaba el niño! Caminábamos. El viaje me supuso tanto cansancio, tanto miedo, tanta humillación y… tanta fe. Caminábamos. Y finalmente llegamos a Belén.
Dentro de mí a menudo decía: «En tus preceptos tengo mis delicias, no olvido tu palabra» (Ps 119, 16). Y la Palabra que el ángel me había entregado algunos meses antes era mi brújula en el camino.
· Era de noche cuando llegamos a Belén: la oscuridad siempre da miedo. Me consolaba pensando en lo que había escrito el rey David, que había sido pastor en los alrededores de Belén: «Tu palabra es antorcha para mis pies, luz en mi sendero» (Ps 119, 105).
Pero la oscuridad permanecía y comenzaba a hacer frío, porque Belén está a 700 metros sobre el nivel del mar. José y yo esperábamos que cualquier pariente nos abriera la puerta de casa: esperábamos confiadamente encontrar un poco de calor, un poco de corazón, un gesto de amistad, una pizca de piedad.
José golpeaba la puerta y pedía: «¿Tenéis un rincón para mi esposa, que espera un niño? Para mí no es necesario, permanezco fuera con mi asno». Me miraban y decían: «Pobrecilla. Se ve que está cansada. Probad más adelante: nosotros aquí no tenemos puesto». Íbamos más adelante y hacíamos la misma petición con voz implorante: «¿Tenéis un rincón en la casa o un rincón en el establo? Nosotros somos pobres y nos contentamos con poco». Pero todos tenían pronto una excusa, todos tenían el espacio ocupado: por el egoísmo. ¿Qué hacer? ¿Dónde ir? ¡Oh, cómo he sentido en ese momento toda la dureza y la frialdad del corazón humano!
José y yo nos encontramos solos en medio de la calle, y la noche se hacía siempre más oscura. Yo veía las lágrimas salir de los ojos de José: en silencio. El dolor se unía al cansancio y el cansancio se unía a la humillación: era nuestra cena… de pobres.
Bajé lentamente y fatigosamente del asno, pero no alcanzaba a andar: sentía que el momento estaba próximo. Me senté en tierra, abajé la cabeza, lloré sin pronunciar ni una palabra, mientras la sangre palpitaba fuerte en mis sienes. ¡Ser rechazados es horrible! ¡Estar solos es terrible! Pero una certeza me acompañaba y me acariciaba: «Oh Dios, los pasos de mi vida errante tú los has contado, ¡recoges mis lágrimas en tu odre!», ¿no están acaso escritas estas palabras en tu libro? (Sal 56, 9).
Y dentro de mí susurraba: «No estamos solos, está el Señor. No lo veo, pero está. Creo, creo, creo… Y me dejo conducir por él». Y me pareció volver a ver la luz del día de la anunciación, me pareció volver a sentir las dulces palabras del ángel en mi corazón; tal y como sucede en primavera en los alegres prados de Galilea, brotaron las mismas palabras de aquel día bendito: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Y fuimos a buscar una gruta: una gruta abandonada por los pastores… tan numerosos en Belén. Y allí nació mi hijo, ¡allí nació Dios! Porque no había lugar para quien ha creado cada corazón, no había amor para acoger al Amor. El establo fue el único don que la humanidad hizo a mi hijo: a mi Dios, al Dios verdadero, al Dios del universo. ¡El establo! ¡Sólo el establo: para Él!
Pero, inesperadamente, la gruta se llenó de luz: una luz que no cegaba, una luz que infundía alegría, una luz que parecía un abrazo de paz… Y escuché un canto jamás oído, un canto de voces bellísimas que, desde lo alto, hacían llover sobre la pobre gruta estas palabras perfumadas de Paraíso: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace» (Lc 2, 14).
Los hombres no se habían dado cuenta de aquello que había sucedido y, entonces, intervinieron los ángeles para despertar los corazones cargados del vacío de tantas esperas inútiles y de tantas esperanzas engañosas.
Y entonces una sorpresa, que me llenó el corazón de inmensa emoción: vi asomar de entre la oscuridad de la noche y entrar en la luz del establo a un pastor, otro pastor, todavía otro y otro y otro… y después algunas ovejitas que silenciosamente se tumbaron a mis pies junto a sus corderillos: parecía que quisieran rezar y adorar, en reparación de lo que los hombres no eran capaces de hacer.
Pero un pastor, quitándose el sombrero, se adelantó y me dijo: «Es verdad aquello que nos ha sido dicho. Hace poco una luz nos ha envuelto, mientras vigilábamos nuestros rebaños en el corazón de la noche. Y un ángel nos ha entregado este mensaje: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”» (Lc 2, 10-12).
Y los pastores se adelantaron con dignidad, con respeto, con los ojos que brillaban como estrellas, con las manos llenas de humildes dones para mi niño. ¡Qué emoción! Es verdad cuanto dice el profeta Isaías: «Yo –dice el Señor– no te olvidaré nunca. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada» (Is 49, 15-16). Y mi corazón de joven madre exclamó: El Señor escribirá en el libro de los pueblos: «Allí nació éste». Y danzando cantarán: «Están en ti todas mis fuentes» (Ps 87, 6-7). En Belén había nacido la esperanza para todos los pueblos. En Belén había nacido cada uno: yo había nacido con mi hijo, porque él había nacido a fin de que todos naciéramos a una nueva vida.
· Belén está muy próxima a Jerusalén: después de cuarenta días subimos al Templo, como prescribía la Ley del Señor.
Llevábamos con nosotros dos tórtolas como ofrenda: la ofrenda de los pobres, que no pueden comprar un cordero. Y presentamos al niño del misterio… al misterio de Dios. Sentíamos que algo extraordinario se cumplía a cada paso nuestro, pero no podíamos entender hasta el fondo el designio del Altísimo. Del Altísimo uno se fía: y basta.
Tenía al niño apretado a mi pecho, así como hacen todas las madres, cuando un hombre, de nombre Simeón, vino a mi encuentro y alargó los brazos para cogerme al niño. Instintivamente estaba para huir, quería defender a mi pequeño; pero sentí que podía fiarme y, entonces, abrí mis brazos y entregué mi “tesoro” a aquel hombre desconocido, que sin embargo me parecía conocer.
El hombre pronunció palabras inolvidables y dijo, con una alegría que salía de los ojos antes que de la voz: «Ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos; luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 29-32).
Después se puso serio, su rostro pareció estar atravesado por una nube inesperada y añadió con voz temblorosa: «Este niño quebrará la historia: o con él o contra él. Este niño será la línea divisoria: todos deberán hacer las cuentas con él, porque él es el último don de Dios: o se le acoge o se le rechaza».
¡Temblé! ¿Cómo puede una madre permanecer indiferente en lo que respecta a su propio hijo? Volví a tomar al niño entre mis brazos como para defenderlo, pero Simeón, «el desconocido-conocido», me miró intensamente y me dijo: «¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 1, 35). Si una espada estaba preparada para mí… ¿qué estaba preparado para él, mi hijo? Aquella espada se me clavó en el corazón: inmediatamente. De hecho una espada anunciada es una espada que hace daño… inmediatamente. Pero tuve la fuerza de decir dentro de mí: «Yahveh es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma; me guía por senderos de justicia, en gracia de su nombre. Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado, ellos me sosiegan» (Ps 23, 1-4).
Estaba ya en el valle oscuro del dolor, pero no tenía miedo.
No había lugar para quien ha creado cada corazón; no había amor para acoger al Amor.