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Ni el Renacimiento fue tan luminoso

 ni la Edad Media tan oscura

El texto presente está realizado espigando con libertad en diversas partes del libro Para acabar con la Edad Media, obra de una de las más prestigiosas académicas de historia de la época medieval, la francesa Régine Pernoud.

         ¡Es tan fácil manipular la Historia, consciente o inconscientemente, para el uso de un público que no la conoce! Todos los días, o casi, tenemos testimonios de ello en la televisión. Cuando los acontecimientos narrados son lo bastante recientes como para que su deformación en la pantalla pueda rectificarse, el daño es poco. Pero cuando un autor ataca la cuestión albigense, por ejemplo, ¿cuántos están en condiciones de protestar? Puede, alegremente, hacer vivir veinte años más a un santo Domingo, confundir a un determinado personaje con otro y componer un tejido de errores que deja atónito al especialista, al que no le quedará otro recurso que una crítica meramente confidencial en una revista erudita. La Edad Media es una materia privilegiada: se puede decir de ella lo que se quiera con la casi certeza de que nadie lo desmentirá. La vida del medievalista se podría consumir corrigiendo errores, pues casi siempre los hechos, los textos de la época, desmienten las leyendas acumuladas desde el siglo XVI y difundidas sobre todo a partir del XIX. Los mil años que se integran bajo la denominación de Edad Media han quedado registrados en el sentir común de la gente como una época de guerras, hambres, epidemias, incultura y oscuridad; mientras que el Renacimiento supuso el comienzo esperanzador de una época de luz y razón.

 

            Fue, precisamente, a mediados del siglo XVI cuando fue utilizada por primera vez la palabra Renacimiento por parte del italiano Giorgio Vasari, considerado uno de los primeros historiadores del arte. Para la mentalidad de aquel tiempo (y también la de los tres siglos siguientes) había habido dos épocas de luz: la Antigüedad y el Renacimiento. Y, entre ambas, una «edad media», un período intermedio, un bloque uniforme, «siglos toscos», «tiempos oscuros».

 

«Las Artes y las Letras, que parecían haber perecido en el mismo naufragio que la sociedad romana, parecieron florecer de nuevo y, después de diez siglos de tinieblas, brillar con un nuevo esplendor». Así se expresa, en 1872, el Dictionnaire général des lettres, una enciclopedia entre muchas otras de finales del siglo XIX.

 

            El estudio de la historia permite situar exactamente la noción de progreso, tan exaltada desde el desarrollo de la ciencia en los últimos siglos. Generalmente se tiene del progreso una idea muy elemental. Como escribe Lewis Mumford, se tiende a pensar que, si las calles de nuestras ciudades estaban sucias en el siglo XIX, debía de estar seiscientas veces más sucias seiscientos años antes. ¡Cuántos estudiantes creen de buena fe que los que pasó en el siglo XIX, por ejemplo el trabajo de los niños en las fábricas, había existido siempre y que sólo la lucha de clases y el sindicalismo de finales del siglo XIX libraron a la humanidad de esa tarea! Para el historiador, el progreso general está fuera de duda, pero no lo está menos el hecho de que no se trata nunca de progreso continuo, uniforme y determinado. La humanidad avanza en ciertos aspectos y retrocede en otros, y ello tanto más fácilmente cuanto que determinado impulso que parece un progreso en un momento dado parecerá después una regresión. En el siglo XVI no se dudaba en absoluto de que la humanidad estaba progresando, sobre todo desde el punto de vista económico; muy pocas personas tomaron conciencia de que, como clamaban Las Casas y algunos otros frailes dominicos del Nuevo Mundo, este progreso económico se llevaba a cabo restableciendo la esclavitud con un gigantesco movimiento de reacción y de que, por consiguiente, un paso adelante aquí puede pagarse con un paso atrás en otro sitio. La humanidad progresa indiscutiblemente, pero no de manera uniforme ni en todas partes.

 

 

          De la inspiración a la imitación

 

         Lo que caracterizó al Renacimiento fue el redescubrimiento de la Antigüedad. Todo lo que cuenta entonces en el mundo de las artes, de las letras y del pensamiento manifiesta este mismo entusiasmo por el mundo antiguo. Recordemos que en Florencia Lorenzo de Médicis celebraba todos los años con un banquete el aniversario del nacimiento de Platón, que Dante tomó a Virgilio por guía en los Infiernos, que Erasmo honraba a Cicerón como a un santo. El movimiento había comenzado en Italia, antes incluso del siglo XV; se propagó por Francia sobre todo en el siglo siguiente, y se extendió más o menos por Occidente, por toda Europa.

 

Ahora bien, si examinamos en qué consistía exactamente este Renacimiento del pensamiento y de la expresión antiguos, resulta en primer lugar que no se trataba sino de cierta Antigüedad, la de Pericles para Grecia y, para Roma, la que se inspira en el siglo de Pericles. O sea, el pensamiento y la expresión clásicos, y sólo ellos: los romanos de César y de Augusto, no los etruscos; el Partenón, pero no Creta o Micenas; la arquitectura, a partir, de entonces, es Vitrubio, la escultura, Praxíteles.

 

Por otro lado, si consultamos las fuentes de la época, textos o monumentos, se pone de manifiesto que lo que caracteriza al Renacimiento del siglo XVI y hace que esta época sea diferente de las que le precedieron, es que establece como principio la imitación del mundo clásico.

 

El conocimiento de este mundo ya se cultivaba. ¿Cómo no recordar aquí la importancia que toma, en las letras, el Arte de amar de Ovidio a partir del Siglo XI, o también, en el pensamiento, la filosofía aristotélica en el siglo XIII? El simple sentido común basta para hacer comprender que el Renacimiento no habría podido producirse si los textos antiguos no hubieran sido conservados en manuscritos copiados una y otra vez durante los siglos medievales[1].

 

Lo que era nuevo en el Renacimiento era el uso que se hacía, si se puede decir así, de la Antigüedad clásica. En lugar de ver en ella, como anteriormente, un tesoro por explotar (tesoro de sabiduría, de ciencia, de procedimientos artísticos o literarios en el que se podía beber indefinidamente), se les ocurrió considerar las obras antiguas como modelos que había que imitar. Los antiguos habían realizado obras perfectas; habían alcanzado la Belleza misma. Por consiguiente, cuanto mejor se imitaran sus obras, más se tendría la seguridad de alcanzar la Belleza.

 

 

           Hoy nos parece difícil admitir que la admiración deba llevar, en el arte, a imitar formalmente lo que se admira, a erigir en ley la imitación. Esto es, sin embargo, lo que se produjo en el siglo XVI. Para expresar la admiración que sentían por los filósofos antiguos, un Bernado de Chartres, en el siglo XII, exclamaba: «Somos enanos subidos a las espaldas de gigantes». Pero no por ello dejaba de concluir que, llevado así por los antiguos, podía «ver más lejos de ellos». Pero lo que cambia en la época del Renacimiento es la manera misma de ver. Rechazando la idea de «ver más lejos» que los antiguos, se rehúsa considerarlos de otro modo que como los modelos de toda belleza pasada, presente y futura. Fenómeno por lo demás curioso en la historia de la humanidad: tiene lugar en el momento en el que se descubren inmensas tierras desconocidas, otros océanos, un nuevo continente.

 

Lo que hoy sorprende –sin quitar nada a la admiración que pueden provocar el Partenón y la Venus de Milo– es que semejante estrechez de miras haya podido tener fuerza de ley durante casi cuatro siglos. Sin embargo, fue así: la visión clásica, la que se impuso en Occidente casi de modo uniforme, no admitía otro esquema ni otro criterio que la Antigüedad clásica.

 

Lo extraño de esta estética renacentista es su carácter exclusivo y absoluto, que implicaba el anatema sobre la Edad Media. Todo lo que no era conforme con la plástica griega o latina era rechazado sin piedad. La imitación de la Antigüedad condenaba a la destrucción los testimonios de los tiempos «góticos» (desde Rabelais, el término se empleaba con el significado de «bárbaro»). Estas obras eran demasiado numerosas y habría sido demasiado caro destruirlas todas, por eso ha subsistido mal que bien un gran número de ellas; pero es sabido que en el siglo XVII se editó un libro que pretendía guiar y aconsejar útilmente a los que querían destruir los edificios góticos, que, con demasiada frecuencia, en las ciudades reexaminadas según el gusto de la época, estropeaban la perspectiva.

 

En el caso de la pintura cabe decir que la pintura gótica y románica horrorizaba hasta tal punto a los siglos clásicos que en muchos casos no se encontró otra solución que recubrir con enlucido los frescos románicos o góticos, o romper los vitrales para sustituirlos por cristales blancos.

 

En el siglo XVI, las letras, al igual que las artes, no escapaban al postulado de la imitación; también en este campo había que conformarse a las reglas fijas del género grecorromano. No podía haber otras formas literarias que las de la Antigüedad: odas, elegías… Se había tolerado el soneto en la medida en que era una adquisición del siglo XV que había obtenido sus cartas de nobleza en Italia, país venerado a causa de la Urbs antigua. Se mantenía una separación rigurosa entre los géneros: comedia por una parte, tragedia por otra. Y para ésta, considerada «noble», era obligatorio ir a buscar los temas en la Antigüedad.

 

 

           Arquitectura Medieval: Un sentido creador al servicio de las funciones

 

            No es exagerado decir que en la época románica, como en la época moderna, la arquitectura se concibe siguiendo unas normas semejantes casi en todas partes. De tal forma que parece haberse llegado a cierto acuerdo, conscientemente o no, sobre unas medidas o módulos de base, con arreglo a unas planes más o menos deliberados. El ejemplo más claro es el de las abadías, en las que la disposición de los edificios es en todas partes la misma, en respuesta a las necesidades de la vida en común: capilla, dormitorio, refectorio, claustro y sala capitular, con variantes que corresponden a los modos de vida de las diversas órdenes: casitas de los cartujos, granjas y «fábricas» cistercienses, etc. Nunca, sin duda, la arquitectura habrá respondido más a unos esquemas comunes a través de la variedad de las poblaciones; nunca habrá sido más marcado su carácter funcional, ya se trate de construcciones religiosas o de fortalezas; son las necesidades de la liturgia en un caso, y de la defensa en el otro, las que dictan las formas arquitectónicas.

 

Así, en toda Europa y el Próximo Oriente, se ven edificios románicos parecidos. Desde el más humilde –pequeñas iglesias rurales o capillas de los templarios construidas sobre un simple plano rectangular, con un ábside semicircular que marca el coro, e incluso un presbiterio plano: es el esquema inicial, que responde a la doble necesidad de lugar de culto y de lugar de reunión– hasta la vasta iglesia de peregrinación dotada, alrededor del coro, del deambulatorio que permite la circulación y al que se incorporan las capillas irradiantes donde los sacerdotes que están de paso dirán su misa, la triple nave a la que corresponde la triple portada, las tribunas que permiten alojar a la multitud, etc. Del mismo modo que las diferenciaciones que aparecerán con la arquitectura gótica nacen esencialmente de desarrollos técnicos como la invención del crucero de ojiva y del arbotante. Del mismo modo que la arquitectura de los castillos está ligada a la evolución de la táctica de los asedios y al progreso del armamento.

 

           Siendo esto así, sin embargo, ¿de dónde viene que cada edificio se presente en una singularidad que impide absolutamente confundirlo con otro del mismo tipo? De un monumento al otro todo el arte románico se ve reinventado. El constructor ha sabido poner su sentido creador al servicio de las funciones necesarias, de las que nacen formas a la vez parecidas y sin cesar renovadas. Para él todo era pretexto para la creación, todo lo que su visión le sugería se convertía en tema de ornamento.

 

 

·            El ornamento es inseparable del edificio y crece con él, en una armonía casi orgánica. Entendámonos: no se trata de decoración ni adorno, sino de lo que expresa este término de ornamento cuando se dice que la espada es el ornamento del caballero. Por ornamento se puede entender ese aspecto necesario de la obra útil que emociona –lo que en sentido etimológico significa: poner en movimiento–. Todo lo que el hombre concibe debe concebirlo en esplendor. De ahí el tiempo dedicado a esculpir una clave de bóveda o un capitel, según lo que su imaginación sugería al tallista, sin salirse, sin embargo, del lugar asignado a una u otro en el edificio. De ahí, aún más, el color que animaba antaño toda la obra entera, aunque fuese una catedral, tanto en el exterior como en el interior.

 

El ornamento, por otra parte, y sobre todo en el arte románico, no se dispensa sino con una extrema economía, en los puntos de encuentro de las líneas o los volúmenes, en los vanos (ventanas, puertas,…), en las cornisas.

 

Y, finalmente, está tomado de algunos temas muy simples. Unos cuantos motivos, siempre los mismos, que por otra parte se encuentran en otras civilizaciones, parecen haber constituido como el alfabeto plástico de una época en la que no existía en absoluto la preocupación de representar la naturaleza, el hombre y la vida cotidiana como tales, pero en la que el rasgo más humilde, el toque de color más modesto significaban una realidad distinta y animaban una superficie útil comunicándole algún reflejo de la belleza del universo visible o invisible. Estos motivos recorren toda la creación románica, indefinidamente renovados, a veces semejantes a sí mismos como esas espigas o «cintas plegadas» que subrayan incansablemente las arcadas, a veces desarrolladas hasta el punto de dar nacimiento a vegetaciones aberrantes y a seres monstruosos.

 

Las únicas representaciones que retienen la atención del pintor o del escultor son las de la Biblia, ella misma es el vasto repertorio de imágenes que ha recibido el hombre, junto con el universo visible (una y otra, la Escritura santa y la Creación, eran consideradas entonces como «las dos vestiduras de la Divinidad»).

 

             Sólo a partir del siglo XIII la visión cambia y, bajo la influencia renovada de Aristóteles, se desarrolla una estética de las formas y las proporciones.

 

 

           Las letras medievales: otro ámbito de creación

 

               Tanto en las artes como en las letras, en la Edad Media no se cesó de beber en las fuentes de la Antigüedad, sin considerar por ello sus obras como arquetipos, como modelos, tal y como sucediera a partir del siglo XVI.

 

En el ámbito de las letras también podemos constatar la misma capacidad de creación en la época medieval. Basta hojear cualquier manuscrito, o incluso un simple documento de la época: la perfección de la escritura, de la compaginación, del sello que la autentifica, nos hacen palpar lo que puede ser una obra perfecta. Perfecta porque fue verdaderamente creación. El que la hizo se identificaba con su obra, de manera que entre sus dedos se convertía en una obra maestra. Una letra ornamentada de los manuscritos medievales basta para revelar lo que puede ser la creación artística en la época románica. Cada copista, cada iluminador, toma una simple inicial, en su forma esencial, legible, reconocible, y la hace suya y desarrolla, por decirlo así, sus posibilidades internas. La operación puede llegar a una especie de vértigo; una letra se convierte en un verdadero laberinto de follajes y líneas entrelazadas, otra da origen a una animal que termina en una cara de hombre, a un hombre convertido en monstruo, en ángel o demonio; sin embargo, no se ha traicionado a la letra, ésta permanece, pero recreada sin cesar. Y esto es sin duda lo que caracteriza al arte románico (y también al gótico, a pesar de los excesos que marcan su fin): el respeto a la función esencial en un perpetuo redescubrimiento de las posibilidades que encierra.

 

              A lo largo de la Edad Media vieron la aparición y el desarrollo de la epopeya francesa, la invención de un género nuevo, el de la Novela, desconocido en la Antigüedad clásica, y, finalmente, el nacimiento de la lírica cortés, que enriqueció con un tono nuevo el tesoro poético de la humanidad[2].

 

              Por otro lado, la Alta Edad Media vio difundirse el libro en forma en que se presenta aún en nuestros días, el codex, instrumento por excelencia de la cultura; la imprenta podrá prestar los servicios que ha prestado sólo gracias a esta invención del libro.

 

            Sólo unos pocos especialistas conocen los grandes nombres que ilustran las letras durante la Alta Edad Media, pero esto no significa que éstas no ofrezcan ningún interés. Un poco de curiosidad por la materia permitiría reconocer la eclosión de una inspiración original y de sorprendentes capacidades de invención en autores como Virgilio el Gramático o Isidoro de Sevilla, Aldelmo, o Beda el Venerable entre los siglos VI-VIII. Puede decirse que la obra de Isidoro de Sevilla (560-636) contiene en germen la esencia de la cultura de los siglos románicos y góticos. El hecho de que en su obra enciclopédica cite innumerables autores antiguos implica que tenía sus obras a mano; esto da una idea del inmenso saber del que Sevilla fue centro en esta Alta Edad Media. A menudo se olvidan estos detalles cuando se habla de las traducciones de Aristóteles que harán después, en España, los filósofos árabes: nunca habrían podido emprender semejante tarea en Sevilla, como por lo demás, en Siria y en otras regiones del Próximo Oriente, si no hubiesen encontrado allí las bibliotecas que habían conservado las obras de Aristóteles, y ello mucho antes de su invasión, es decir, por lo que a España se refiere, antes del siglo VIII.

 

 

·           Fue igualmente en esta época cuando se elaboró el lenguaje musical que será el de todo Occidente hasta nuestro tiempo. En efecto, la actividad poética y musical es entonces intensa gracias a la creación de múltiples himnos y cantos litúrgicos, y es sabido que el canto llano o canto gregoriano, durante mucho tiempo atribuido al Papa Gregorio el Grande, data del siglo VII.

 

            Por otro lado, el nombre del poeta en los tiempos feudales era el trovero, el que encuentra, trovador –dicho de otro modo: el inventor–. El término inventor toma aquí su sentido fuerte, el que adopta cuando se habla del inventor de un tesoro, o de la fiesta de la Invención de la Santa Cruz. Inventar es poner en juego a la vez la imaginación y la investigación, y es el inicio de toda creación artística o poética. A las generaciones actuales esto les parece evidente. No obstante, durante cuatrocientos años se impuso el postulado contrario con parecida evidencia.

 

            En la Edad Media el teatro se práctico desde fecha muy temprana en todas partes. Lo vemos nacer en un contexto litúrgico: muy pronto se dramatizaron las escenas de la Biblia, del Evangelio sobre todo. Se hace mención de ello en un texto que data del año 933 en relación a la noche de Pascua. Estas paraliturgias se desarrollaron después para conmemorar en general las festividades del año. El teatro está ligado, pues, a una función sagrada, a una celebración mediante la cual se expresa la vida interior. Pero tiene también un valor educativo, y por esto se practica ampliamente en las escuelas y en la universidad.

 

           

 

 

 

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[1] Es cierto que a menudo se ha evocado, para explicar este «redescubrimiento» de autores antiguos, el saqueo de Constantinopla por los turcos en 1453, el cual, en especial, habría tenido por resultado el desplazamiento a Europa de las bibliotecas de autores antiguos conservadas en Bizancio; pero, cuando se examinan los hechos, se ve que esto no intervino más que en una escala ínfima y no fue en modo alguno determinante. Por tomar un ejemplo, la biblioteca del Mont-Saint-Michel poseía en el siglo XII textos de Catón, el Timeo de Platón (en traducción latina), diversas obras de Aristóteles y de Cicerón, extractos de Virgilio y de Horacio…

[2] A finales del siglo VI se manifiesta la primera expresión de esta lírica cortés con Fortunato, que dirige a Radegunda, fundadora del monasterio de la Sainte-Croix de Poitiers, así como a la abadesa Inés, unos versos latinos en los que ya se expresan los sentimientos que animarán la poesía de los trovadores y los troveros del siglo XII. Este soplo desconocido proviene esencialmente de una mirada nueva sobre la mujer, a quien el poeta se dirige en lo sucesivo con una ternura llena de respeto. Así, en este mundo que se nos describe como un palenque en el que la barbarie se enfrenta con la tiranía y recíprocamente, nace este sentimiento de una extrema delicadeza que hará de la mujer, para todo poeta, su «señor», una señora feudal.

 

 

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