La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
La Burguesía de las ciudades
El Manifiesto de Marx, publicado en 1847, sitúa en el siglo XVIII el inicio de la «lucha contra el absolutismo feudal» y atribuye a la burguesía, en la historia, «un papel esencialmente revolucionario». Pero estas proposiciones son inaceptables para cualquier historiador serio en la actualidad.
Si queremos atenernos a los hechos históricos, y no justificar nociones a priori, debemos reconocer que el nacimiento y la expansión de la burguesía coinciden exactamente en el tiempo con la gran expansión del régimen feudal. Es en los primeros años del siglos XI cuando aparece en los textos la palabra «burgués»; y es durante el período propiamente feudal (siglos XI-XII-XIII) cuando tiene lugar la creación de ciudades nuevas, la constitución de municipios, la redacción de los estatutos de las ciudades, etc.
Si hubo «luchas de clases», éstas se produjeron precisamente en el interior y en el seno mismo de esta burguesía de las ciudades, en las que cierto número de comerciantes más ávidos o más hábiles que otros derribaron, aquí y allá, las barreras opuestas al acaparamiento, al monopolio, a todo lo que proporciona beneficios inmoderados. Además, estas luchas intestinas tuvieron como consecuencia, en la mayoría de los casos, que las ciudades perdieran su autonomía, y ello en el mismo momento (entre los últimos años del siglo XIII y el final del XV) en que se debilita también la cuasi autonomía del dominio señorial. En Francia, el gran vencedor fue el rey; se convierte en un monarca a principios del siglo XVI, en el momento en que en Occidente, un poco en todas partes, se constituyen las naciones, en que el Estado, el poder público, vuelve a tener la importancia que había tenido en la Antigüedad romana. Al tomar el poder con la Revolución, la burguesía no destruyó el «feudalismo», sino el Antiguo Régimen que ella había contribuido en gran parte a crear, pero que la mantenía aparte del poder político.
Por otro lado, una imagen típica de las ciudades medievales es que estaban siempre en guerra. Pero es interesante comparar con la imaginación la suerte de París. Esta ciudad no conoció ningún sitio entre el de los normandos de 885-887 y los disturbios de mediados del siglo XV bajo Étienne Marcel: más de cuatrocientos años pasaron sin que la ciudad fuera tocada por las guerras o los desórdenes internos; si se pone en paralelo lo sucedido en París desde 1789 hasta nuestros días, es inútil insistir en el balance de las revoluciones sucesivas, los sitios y las ocupaciones extranjeras… ¡Sin olvidar el cólera del siglo XIX y la gripe española del XX!
En el siglo XIV, gracias al debilitamiento de la nobleza, los campesinos poseen prácticamente la tierra que cultivan. Pero, sobre todo, a partir del siglo XVII en Francia (del XVI en Inglaterra), el modo de transmisión de la tierra evoluciona. A partir del Antiguo Régimen la tierra cultivable fue objeto de compraventa, cosa que no era, salvo de una forma extremadamente limitada, en los tiempos medievales. Así se ve cómo, sobre todo cerca de las ciudades, los que poseen el dinero –comerciantes, parlamentarios, funcionarios reales– compran tierras, mientras que se reduce la parte del campesino, que en lo sucesiva estará mal protegido.
La Esclavitud: Una conquista perdida
Es curioso ver que en los manuales de historia apenas se señale la desaparición progresiva de la esclavitud a partir del siglo IV así como su brusca reaparición a comienzos del siglo XVI. Sorprende que no se haya denunciado este enorme fallo de una sociedad, la renacentista, que se ha puesto como ejemplo. En cambio, ha habido indignación por la servidumbre medieval, tan característica de aquellos siglos oscuros en los que se dice que reinaban la ignorancia y la tiranía.
El hecho es que no hay una medida común entre el esclavo y el siervo medieval. Porque el primero es una cosa y el segundo un hombre. El sentido de persona humana entre los tiempos antiguos y el tiempo medieval conoció una mutación, lenta porque la esclavitud estaba profundamente anclada en las costumbres de la sociedad romana en particular, pero irreversible. Y, en consecuencia, la esclavitud, que es quizá la tentación más profunda de la humanidad, ya no podrá practicarse después con plena buena conciencia.
La sustitución de la esclavitud por la servidumbre es sin duda el hecho social que subraya mejor la desaparición de la influencia del derecho romano y de la mentalidad romana en las sociedades occidentales a partir de los siglos V y VI. El derrumbe del imperio romano dio paso a las costumbres originales de los diversos pueblos de occidente. Estos pueblos célticos y germánicos no conocían más que una forma muy suave de esclavitud: por esto el siervo medieval es una persona, tratada como tal; su amo no tiene sobre él este derecho de vida y de muerte que le reconocía el derecho romano. Por otra parte, mucho más que una categoría jurídica determinada, la servidumbre es un estado, ligado a un modo de vida esencialmente rural y vinculado a la tierra; obedece a los imperativos agrícolas y ante todo a esa necesaria estabilidad que implica el cultivo de una tierra. En la sociedad que vemos nacer en los siglos VI y VII, la vida se organiza en torno al suelo nutricio, y el siervo es aquel de quien se exige la estabilidad: tiene que permanecer en la hacienda, está obligado a cultivarla, a labrar, sembrar y también a cosechar; pues, si bien le está prohibido abandonar estar tierra, él sabe que tendrá su parte de la cosecha. Dicho de otro modo, el señor de la hacienda no puede expulsarle, como tampoco el siervo puede marcharse. Este vínculo íntimo del hombre y la tierra en la que vive es lo que constituye la servidumbre, pues, por otro lado, el siervo tiene todos los derechos del hombre libre: puede casarse, fundar una familia, y su tierra pasará a sus hijos cuando muera, lo mismo que los bienes que haya podido adquirir. Señalemos que el Señor, aunque evidentemente en una escala muy distinta, tiene las mismas obligaciones que el siervo, ya que no puede vender ni enajenar su tierra, ni abandonarla.
La situación del siervo es, como se ve, radicalmente diferente de la del esclavo, que no tenía derecho a casarse, ni de fundar una familia, ni de prevalecerse en nada de la dignidad de la persona humana: es un objeto que se puede comprar o vender y sobre el cual el poder de otro hombre, su amo, no tiene límites.
Una vez sentado esto, es evidente que la condición de siervo no debía ser muy envidiable y que liberar a los siervos era una obra pía. En una sociedad muy jerarquizada como era la de la Edad Media la condición de siervo implica una situación inferior.
Con la servidumbre pasaba lo mismo que con toda restricción a la libertad del hombre: considerada soportable mientras es una contrapartida impuesta por la necesidades vitales, se vuelve intolerable a partir del momento en que el hombre puede asegurarse la subsistencia por sí mismo. El campesino podía considerar positivo el hecho de vivir en una hacienda de la que no se le podía expulsar; pero cuando pudo ganarse la vida en otra parte, si se sentía más dotado para recorrer los caminos y comerciar, prefería la libertad. Es lo que pasó sobre todo cuando se produjo la expansión urbana, a partir de finales del siglo X y durante el XI; los que se encontraban reunidos en el territorio de una ciudad nueva perteneciente a un señor pedían, en primer lugar, poder ir y venir libremente, facultad negada a los siervos e indispensable para los comerciantes.
Cualesquiera que hayan sido las ventajas y los inconvenientes, hay una gran diferencia entre esta servidumbre medieval y el renacimiento de la esclavitud que se produjo bruscamente en el siglo XVI en las colonias de América. Ahí se trata realmente de esclavitud, de personas consideradas y tratadas como cosas, vendidas y transbordadas como cargamentos de mercancías ordinarias. Es incluso este retorno a la esclavitud determinado por la expansión colonial lo que caracteriza al período clásico. Y no se ve que el humanismo, tan honrado en la época, haya prestado ninguna atención a esa porción de la humanidad a la que se esclaviza como en la Antigüedad.
Sin embargo, parece fuera de duda que la renovada influencia de que gozaba la Antigüedad tuvo un papel en la justificación de este comercio injustificable. Y todavía habría que evocar aquí los grandes genocidios, que se producirán, es cierto, sobre todo en el siglo XIX, empezando por la aniquilación metódica de los indios de América del Norte.
Mujeres con más mando y cultura de lo que se piensa
· En el ámbito regio es interesante notar que mientras que en la Edad Media una Leonor de Aquitania o una Blanca de Castilla dominan realmente su siglo, ejercen el poder sin discusión en caso de que el rey esté ausente, enfermo o muerto, tienen su cancillería o su campo de actividad persona, la mujer de los tiempos clásicos es relegada a un segundo plano; ya no ejerce influencia si no es clandestinamente y se encuentra, sobre todo, excluida de toda función política o administrativa. Incluso es considerada, y esto sobre todo en los países latinos, incapaz de reinar, de suceder al feudo o al dominio e incluso en algunos lugares de ejercer un derecho cualquiera sobre sus bienes personales.
· Sobre la supuesta hostilidad de la Iglesia a la mujer se han dicho y dicen múltiples tonterías del tipo: «Hasta el siglo XV la Iglesia no admitió que la mujer tuviera un alma». Basta responder que entonces durante siglos se habría caído en la contradicción de haber bautizado, confesado y admitido en la Eucaristía unos seres sin alma. En ese caso, ¿por qué no a los animales? Es extraño que los primeros mártires venerados como santos hayan sido mujeres y no hombres: santa Inés, santa Cecilia, santa Ágata y tantas otras.
Recordemos que algunas mujeres (a las que nada designaba particularmente por su familia o su nacimiento, ya que procedían de todas las capas sociales) gozaron en la Iglesia, y por su función en la Iglesia, de un poder extraordinario en la Edad Media. Algunas abadesas eran señores feudales cuyo poder era respetado igual que el de los demás señores; algunas llevaban el báculo como el obispo; administraban a menudo vastos territorios con pueblos, parroquias… Por sus funciones religiosas, ciertas mujeres ejercen, incluso en la vida laica, un poder que muchos varones podrían envidiarles hoy en día.
Por otra parte, observamos que un buen número de las religiosas de esta época son mujeres extremadamente instruidas, que habrían podido rivalizar en saber con los monjes más letrados de la época. Es sorprendente constatar que la enciclopedia más conocida del siglo XII, Hortus delicarum, emana de una religiosa, la abadesa de Herrade de Landsberg. Destacan también las obras de la célebre Hildegarda de Bingen. Hasta el siglo XIII los conventos de mujeres son lo que siempre habían sido desde que san Jerónimo instituyó el primero de ellos, la comunidad de Belén: centros de oración, pero también de ciencia religiosa, de exégesis y de erudición.
Pero hay algo más sorprendente. Si uno quisiera hacerse una idea exacta del lugar que ocupaba la mujer en la Iglesia de los tiempos feudales, tiene que preguntarse qué se diría en nuestro siglo XX de unos conventos de hombres colocados bajo el magisterio de una mujer. Esto es lo que realizó con pleno éxito y sin provocar el menor escándalo en la Iglesia, Robert de Arbrissel en Fontevrault, durante los primeros años del siglo XII. Decidió fundar dos conventos, uno de hombres y otro de mujeres; entre ellos se levantaba la Iglesia, que era el único lugar en el que monjes y monjas podían encontrarse. Ahora bien, este monasterio doble fue puesto bajo la autoridad, no de un abad, sino de una abadesa. Ésta, por voluntad de su fundador, tenía que ser viuda, con la experiencia del matrimonio. Añadamos que la primera abadesa, Petronila de Chemillé, que presidió los destinos de esta orden de Fontevrault, tenía 22 años. No se ve que hoy semejante audacia tuviera la menor posibilidad de plantearse siquiera.
Si se examinan los hechos, la conclusión se impone: durante todo el período feudal el lugar de la mujer en la Iglesia fue sin duda diferente del lugar del hombre, pero fue un lugar eminente, que por otra parte simboliza perfectamente el culto, eminente también, rendido a la Virgen entre todos los santos. Y apenas sorprende que la época termine con un rostro de mujer: el de Juana de Arco, la cual, dicho sea de paso, en los siglos siguientes nunca habría podido obtener la audiencia y suscitar la confianza que a fin de cuentas obtuvo.
En el extremo final del siglo XIII se produce un endurecimiento con respecto a la mujer. Se decide la clausura total y rigurosa para las monjas de las diversas órdenes y se las excluye de la universidad. El movimiento se precipita cuando a principios del siglo XVI el rey de Francia adquiere influencia en el nombramiento de las abadesas y abades. El mejor ejemplo es el de Fontevrault, que se convierte en un asilo para las antiguas amantes del rey.
· ¿Qué decir respecto a las mujeres campesinas o habitantes de la ciudad, madres de familia o que ejercían un oficio? Mediante documentos tomados de la vida cotidiana se puede reconstruir la historia real, que se nos aparece muy diferente de las canciones de gesta o de las novelas de caballería. El cuadro que se desprende del conjunto de estos documentos presenta para nosotros más de un rasgo sorprendente, ya que vemos, por ejemplo, que las mujeres votan igual que los hombres en las asambleas urbanas o en las de los municipios rurales. El voto de las mujeres no se menciona expresamente en todas partes, pero esto puede ser porque no se veía necesario. En las actas notariales es muy frecuente ver a una mujer casada que actúa por sí misma, por ejemplo, abriendo una tienda o un comercio, y ello sin tener la obligación de presentar ninguna autorización marital. Finalmente, las listas de la talla, cuando se han conservado, como es el caso de París a finales del siglo XIII, muestran una multitud de mujeres que ejercen oficios: maestra de escuela, médico boticaria, yesera, tintorera, copista, miniaturista, encuadernadora, etc.
A partir del siglo XVI la influencia creciente del derecho romano no tardará en confinar a la mujer en lo que ha sido, en todos los tiempos, su dominio privilegiado: el cuidado de la casa y la educación de los hijos. Hasta el momento en que también esto le será quitado por la ley, pues, con el Código de Napoleón, ya ni siquiera es dueña de sus bienes propios y desempeña en su hogar más que un papel subalterno.
La Vergüenza de la Inquisición
· Si bien siempre ha habido brujos, brujas y, más aún, historias de brujos y brujas; si bien este mundo parece estar unido en nuestra mente de un modo unívoco a la oscura Edad Media, los primeros procesados mencionados expresamente en los textos franceses no tuvieron lugar sino hasta el siglo XV en la región de Tolosa; después se conoce, en 1440, el célebre proceso de Gilles de Rais (acusado de magia más que de brujería propiamente dicha). El interés por la brujería crece sensiblemente en el siglo XVI. Con el siglo XVII –el siglo de la Razón– el número de procesos de brujería se eleva en proporciones insensatas. Apenas hay región francesa en la que no se pueda evocar algún proceso célebre. Además los casos más célebres de brujería sucedieron en la propia Corte, la de Luis XIV. Ninguna región de Europa se libró de ello, tanto los protestantes (Inglaterra, donde las primeras ejecuciones tuvieron lugar durante el reinado de Isabel I en el siglo XVI, Alemania, e incluso Suecia y América del Norte) como las católicas. El Papa Urbano VIII, en 1637, recomendaba prudencia en la persecución de brujos y brujas. Pero ello no impidió que en Burdeos, en 1718, todavía tuviera lugar el último de los procesos de brujería conocidos, que terminó en la hoguera.
A estos desbordamientos de superstición basta oponerles la mentalidad de los tiempos feudales tal como se expresa, por ejemplo, en Juan de Salisbury, obispo de Chartres en el siglo XII, que decía: «El mejor remedio contra esta enfermedad (la brujería) es atenerse firmemente a la fe, no prestar oídos a esas mentiras y no detener la atención en tan lamentables locuras». Hay aquí materia de reflexión para los que tienen tendencia a unir unívocamente el adjetivo medieval con el término oscurantismo.
· Otro ámbito es el de las persecuciones religiosas de la Edad Media. Para entenderlas hemos de tener presente que en los tiempos feudales el vínculo entre profano y sagrado es hasta tal punto íntimo que las desviaciones doctrinales toman una importancia extrema hasta en la vida cotidiana. Para tomar un ejemplo citado a menudo, el hecho de que los cátaros negaran la validez del juramento afectaba a la esencia misma de la vida feudal, hecha de contratos de hombre a hombre y basada precisamente en el valor del juramento. De ahí la reprobación general que provoca la herejía; ésta rompe un acuerdo profundo al que se adhiere el conjunto de la sociedad, y esta ruptura les parece de una extrema gravedad a los que son testigos de ella. Todo incidente de orden espiritual parece, en este contexto, más grave que un accidente físico.
La Inquisición, en muchos aspectos, fue la reacción de defensa de una sociedad para la cual, con razón o sin ella, la preservación de la fe parecía tan importante como en nuestros días la de la salud física. Aquí tocamos con el dedo lo que constituye la diferencia entre una época y la otra, es decir, las diferencias de criterios, de escala de valores. Y en historia es elemental empezar a tenerlas en cuenta, e incluso respetarlas, pues de lo contrario el historiador se transforma en juez. Ello no impide que la institución de la Inquisición sea para nosotros el elemento más chocante de toda la historia de la Edad Media.
El término inquisición significa indagación. La palabra empieza a tomar un sentido jurídico cuando en 1184 el papa Lucio III, en Verona, exhorta a los obispos a investigar activamente a los herejes para evaluar la progresión del mal en sus diócesis. Pero esto no es más que una recomendación precisa tocante al ejercicio de un derecho que el obispo siempre ha tenido. En aquella época los herejes pululan sobre todo en el sur de Francia y en Italia. Los más numerosos son los que se designaban a sí mismos con el nombre de catharoi, los puros. Se puede resumir la doctrina cátara diciendo que se basa en el dualismo absoluto: el universo material es la obra de un dios malo, sólo las almas han sido creadas por un dios bueno; de ahí se sigue que todo lo que tiende a la procreación es condenable, el matrimonio en particular; los adeptos más puros de la doctrina ven en el suicidio la perfección suprema. Es una religión con dos niveles; están los perfectos, que observan la doctrina en todo su rigor: continencia absoluta, prohibición de hacer la guerra y de prestar juramento, abstinencia severa; mientras que los demás, los simples creyentes, se comportaban más o menos como querían; la condición de su salvación era la absolución, el consolamentum, que debía recibir de un perfecto antes de morir.
El primero que piensa en combatir militarmente a los herejes que pululan por sus dominios es el conde de Tolosa Raimundo V. Sin embargo, su hijo, Raimundo VI, considera a los herejes de un modo muy distinto del de su padre. Cuando en 1208 el papa le envía un legado, lo despide con amenazas que encuentran un eco, pues el legado es asesinado dos días más tarde. Entonces será cuando el Papa Inocencio III predicará la cruzada exhortando a los barones de Francia y de otras partes a tomar las armas contra el conde de Tolosa y los demás herejes del Mediodía.
Se declara la lucha, pero, contrariamente a lo que a menudo se ha dicho, los herejes, ya sean perfectos o simples creyentes, no viven en modo alguno en la clandestinidad. Circulan y predican a la luz del día, se multiplican los coloquios y los encuentros con los que intentan devolverlos a la ortodoxia, en particular con esos frailes mendicantes que Domingo de Guzmán llama a la predicación de la sana doctrina y a la práctica de una pobreza integral y que se convertirán en 1215 en los hermanos predicadores.
Todo cambia cuando se instaure más tarde, en 1231, la Inquisición pontificia. La iniciativa corresponde al papa Gregorio IX, que prevé la institución de un tribunal eclesiástico destinado especialmente a la investigación y el juicio de los herejes. La asimilación de los dominicos a la Inquisición viene de que el mismo Gregorio IX confía la Inquisición, cuando la instituye en 1231, a los frailes predicadores, que eran muy populares; pero a partir de 1233 les adjunta la principal de las otras órdenes mendicantes, la de los franciscanos.
Sobre la Inquisición se han dicho todo tipo de exageraciones poco respetuosas con las fuentes documentales. Las penas generalmente aplicadas son el emparedamiento, es decir, la prisión (se distingue entre la «pared estrecha», que es la prisión propiamente dicha, y la «pared ancha», que es una residencia vigilada) o, más a menudo aún, la condena a efectuar peregrinaciones o a llevar una cruz de tela cosida en el vestido; la pena de fuego es minoritaria en relación a las otras. En los lugares en que sus registros se han conservado, como en Tolosa, los de los años 1245-1246, se observa que los inquisidores pronuncian una condena de prisión en un caso de cada nueve de promedio y de pena de fuego en un caso de cada quince, mientras que los demás acusados son puestos en libertad o condenados a penas más ligeras.
Para el creyente –y la inmensa mayoría es creyente en la Edad Media– la Iglesia está perfectamente en su derecho de ejercer un poder de jurisdicción: en cuanto guardiana de la fe, este derecho le ha sido siempre reconocido. De ahí, por ejemplo, la aceptación general de sanciones tales como la excomunión o el entredicho. Sin embargo, la guerra contra los herejes meridionales y la institución de la Inquisición contrastan claramente con estas sanciones eclesiásticas por cuanto implican un recurso a la fuerza, al poder temporal, «al brazo secular». Esto era en la Iglesia un hecho inhabitual. Los papas a quienes se deben estas medidas: Inocencio III y Gregorio IX, eran unos apasionados del derecho romano. A pesar de la absoluta claridad del Evangelio en cuanto a la separación de los poderes, Inocencio III y Gregorio IX recurrieron ambos al poder temporal para preservar al espiritual. Dicho de otro modo, optaron por la facilidad; y nunca, tal vez, en el transcurso de la Historia la solución fácil se ha revelado mejor como lo que es: no una solución, sino la puerta abierta a nuevos y temibles problemas.
Es verdad que no podían valorar las consecuencias de sus decisiones, dictadas por la impaciencia y por la búsqueda de la eficacia inmediata, pero también, de modo más sutil, por esta tendencia al autoritarismo que desarrolla inevitablemente la práctica del derecho romano. Por otra parte, la sinceridad de su celo religioso no por ello es menos indudable: Inocencio III es el que supo discernir, en medio de una multitud de tendencias muy diferentes, que pretendían devolver a la pobreza evangélica a una Iglesia que tenía urgente necesidad de ello, el celo auténtico de Domingo de Guzmán y Francisco de Asís. En cuanto a Gregorio IX el año 1231, en el que instituye la Inquisición, es también el año de la bula Parens scientarum, con la que confirma y formula los privilegios de la universidad de París y asegura su independencia con respecto al rey y también a los obispos o sus cancilleres; en suma, define y reconoce la libertad de la investigación filosófica y científica. Podemos ver aquí un ejemplo patente de las ambigüedades de la historia, en la que, contrariamente a la imagen que se presenta de ella tan a menudo, es bien difícil distinguir a los «buenos» de los «malos».
La institución de la Inquisición no dejaba de presentar un lado positivo en aspectos concretos de la vida. Sustituía el procedimiento de acusación por el procedimiento de investigación. Pero sobre todo, en una época en que el pueblo no está dispuesto a tomarse a broma a los herejes, introduce una justicia regular. Anteriormente, en muchos casos la justicia laica o incluso la cólera popular infligía las peores penas a los herejes.
Quizás era inevitable que un día u otro se instituyeran tribunales regulares, pero estos tribunales se distinguieron por una dureza particular a causa del renacimiento del derecho romano: las constituciones de Justiniano ordenaban, en efecto, dar muerte al hereje. Y es para hacerlas revivir por lo que Federico II, al convertirse en emperador de Alemania, promulga en 1224 unas nuevas constituciones imperiales que, por primera vez, estipulan expresamente la condena a la hoguera para el hereje endurecido. Resulta así que la Inquisición, en lo que tiene de más odioso, es fruto de las disposiciones tomadas a su llegada al trono por un emperador en el que se ha querido ver con satisfacción al precursor de los «monarcas ilustrados»; un emperador que, por otra parte, era un escéptico y que pronto fue excomulgado.
Al adoptar la condena a la hoguera, al instituir como procedimiento legal el recurso al «brazo secular» para los relapsos, el papa acentuaba el efecto de la legislación imperial y reconocía oficialmente los derechos del poder temporal en la persecución de la herejía. También bajo la influencia de la legislación imperial, la tortura iba a ser autorizada oficialmente –cuando había indicios de culpabilidad– a mediados del siglo XIII.
Todo este aparato legislativo contra la herejía, el mismo poder temporal no iba a tardar en volverlo contra el poder espiritual del papa. Durante el reinado de Felipe el Hermoso, las acusaciones contra Bonifacio VIII, Bernard Saisset, los templarios o Guichard de Troyes se apoyan en este poder para perseguir a los herejes que se le reconoce al rey. Más que nunca, la confusión entre poder espiritual y poder temporal actúa en beneficio de este último. La consecuencia de este hecho fue que la Inquisición del siglo XVI, que en lo sucesivo estará enteramente en manos de los reyes y emperadores, iba a producir un número de víctimas sin proporción con las que hubo en el siglo XIII. En España se llegará al extremo de servirse de la Inquisición contra los judíos y los moriscos, lo que equivalía a apartarla completamente de su finalidad, ya que estaba destinada a detectar a los herejes, es decir, a los que, perteneciendo a la Iglesia, se volvían contra ella.
· La Inquisición es sin duda alguna uno de los puntos más oscuros de la vida de la Iglesia. Pero no es menos cierto que se han cargado las tintas sobre ella muchas veces de un modo interesado y falaz[3]. Curiosamente, en nuestros días son muchos los que aluden a la Inquisición para defender sus posturas contra la libertad de otros, en especial la religiosa. Se da así la paradoja que algunos heraldos del progreso y la libertad actúan como inquisidores que si bien no queman no dejan de hacer la vida insoportable a los demás.
¿Qué época puede, mejor que la nuestra, comprender la Inquisición medieval, a condición de que transpongamos el delito de opinión del terreno religioso al terreno político? Todas las exclusiones, todos los castigos, todas las hecatombes parecen estar justificadas para castigar o prevenir desviaciones o errores respecto a la línea política adoptada por los poderes en ejercicio. Y en la mayoría de los casos no basta con marginar al que sucumbe a la herejía política, hay que convencerlo; de ahí los lavados de cerebro y los internamientos interminables que debilitan en el hombre la capacidad de resistencia interior.
Cuando uno piensa en el espantoso balance, en el derroche insensato en vidas humanas –peor aún que el de las dos «grande guerras»…– con los que se han saldado las revoluciones sucesivas y el castigo de los delitos de opinión en nuestro siglo XX, cabe preguntarse si en este terreno del delito de opinión la noción de progreso no queda en entredicho. Para el historiador del año 3000, ¿dónde estará el fanatismo? ¿Dónde, la opresión del hombre por el hombre? ¿En el siglo XIII o en el XX?