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Pecadores en quienes el Señor ha puesto los ojos

·          Según advertía una famosa inscripción griega en la entrada del antiguo templo de Apolo en Delfos, la verdadera sabiduría comienza por el conocimiento de uno mismo. Por sorprendente que esto pueda parecer en una época como la nuestra, aquella máxima del Templo de Delfos no se refería tanto a descubrir las grandezas de la propia personalidad (que las tenemos) cuanto a tomar conciencia de nuestras limitaciones y miserias (que también las tenemos). En esta meditación vamos a detenernos precisamente a considerar con sencillez y humildad quienes somos: con nuestras miserias y grandezas. Y lo vamos a hacer de la mano del Papa Francisco.

 

            A los pocos meses de su elección el Papa concedía una entrevista a las revistas de su orden religiosa: la Compañía de Jesús. Cuando la leí me impresionó mucho y, al mismo tiempo, me emocionó la respuesta que el Papa daba a la primera de las preguntas que le planteaban: «¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?». «Yo soy un pecador –respondió el Papa–. Esta es la definición más exacta. Y –añadía de un modo significativo para que quedará claro lo que quería decir– no se trata de un modo de hablar o un género literario. Soy un pecador». Sí amigo mío… cada uno de nosotros es un pecador y no es un modo de hablar.

 

  • la soberbia nos hace pensar que somos mejores o superiores a los demás. El soberbio no admite la crítica o la corrección, porque él posee la verdad. O se hace lo que él dice o se niega a colaborar. Le cuesta pensar bien de los demás y, en cambio, exige admiración hacia su persona. ¡La soberbia muchas veces es reflejo de una inseguridad a la hora de afrontar los propios miedos o problemas!;

  • la avaricia nos hace llevar un libro de cuentas de todo y para todos; nos hace estar sujetos a pequeñas cosas materiales. ¡La persona que se deja dominar por la avaricia es incapaz de disfrutar de la vida!;

  • la lujuria nos lleva a valorar superficialmente a los demás; y a no saber amar ni hacer sentir felices e importantes a las personas que están a nuestro lado. ¡La lujuria nos incapacita para establecer relaciones saludables con otras personas!;

  • la ira nos hace airarnos a la mínima con el que tenemos a nuestro lado; nos hace ver siempre segundas o terceras intenciones inexistentes en aquello que nos dicen otras personas; o esperar siempre que sea el otro el que se decida a pedirnos perdón. ¡Qué difícil es la convivencia con la persona que se deja dominar por la ira!;

  • la gula nos lleva a huir del sacrificio y a pensar fundamentalmente en nuestro propio bienestar. El goloso realiza sólo aquellas tareas que le gustan o en las que encuentra placer: lo que le apetece. ¡La persona que se deja dominar por la gula anula progresivamente su libertad!;

  • la envidia nos lleva a vivir la vida como si de una competición se tratara, queriendo ser el primero en todo y comparándonos continuamente con los que nos rodean: mi hermano, mi amigo, mi jefe, mi compañero de trabajo, etc. ¡Qué angustiosa resulta la vida de la persona que se deja dominar por la envidia!;

  • la pereza nos hace afrontar la vida bajo el papel constante de víctima, quejándonos continuamente y echando las culpas a los demás mientras que las heridas del otro nos resultan indiferentes y nosotros vivimos instalados en la tibieza y la mediocridad, sin detenernos a pensar qué podemos estar haciendo nosotros mal. ¡Qué vida más estéril la de la persona que se deja dominar por la pereza!

 

             La huella del pecado es una realidad bien patente en cada uno de nosotros. El apóstol Pablo lo expresa muy claramente: «No logro entender lo que hago; pues lo que quiero no lo hago; y en cambio lo que detesto lo hago. (…) Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7, 15.19). Creo que todos podríamos hacer nuestra esa frase. Es posible que nunca te hayas detenido a considerar los siete pecados capitales de este modo, pero hoy es un buen momento para hacerlo. Al final del día quizá entiendas mejor aquella respuesta que Jesús dirigió a los escribas y fariseos que querían apedrear a una mujer sorprendida en adulterio (Jn 8, 1-11): «El que esté sin pecado que tire la primera piedra». «Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos». Lee y medita, por favor, este pasaje en algún momento del día; identifícate con aquellos que llevan una piedra en la mano, porque realmente tantas veces la llevamos y estamos dispuestos a lanzarla contra alguien.

 

·          Si entramos dentro de nosotros mismos con sinceridad nos daremos cuenta de que, efectivamente, somos pecadores, sí… pero, hay algo más… algo que todavía es mucho más importante descubrir y tener siempre presente bajo cualquier circunstancia. Volvamos a la entrevista con el Papa Francisco. Decía él: «Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no se trata de un modo de hablar o un género literario. Soy un pecador». Pero su respuesta no acaba aquí, sino que continua con las siguientes palabras: «Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos. Soy alguien que ha sido mirado por el Señor. Mi lema, ‘Miserando atque eligendo’ [“mirándolo con amor y eligiéndolo”, a propósito de una interpretación que hacía san Beda, el Venerable, de la actitud de Cristo en el momento de la vocación de san Mateo], es algo que, en mi caso, he sentido siempre muy verdadero»[1].

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

«Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos». ¡Qué hermosura de definición de uno mismo!; ¡qué belleza llegar a conocerse de esta manera, con esta sencilla pero profunda verdad! Quisiéramos mirarnos a nosotros mismos como si fuéramos casi ángeles. Pero nada más falso; somos pecadores… Pero al mismo tiempo el Señor ha puesto sus ojos en cada uno de nosotros: ojos de misericordia y ánimo, de amor y fortaleza. La persona que tiene grabada a fuego en su corazón esa mirada afronta la verdad de sí mismos no desde la angustia o el temor, sino desde la esperanza y la fuerza de la gracia.

 

 

·          Esa mirada profunda y misericordiosa de Cristo es nada más y nada menos la piedra sobre la que se asienta la Iglesia entera; es la mirada que salvó al apóstol Pedro y con él a toda la Iglesia.

 

A través de los evangelios nos damos cuenta de que Pedro era un hombre de carácter recio, impulsivo y apasionado; un tipo “echao pa lante”, podríamos decir. Por eso no nos extraña su reacción durante la noche de la Última Cena en el momento en el que Jesús anuncia que va a ser entregado por uno de ellos. Pedro exclamará: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y hasta la muerte» (Lc 22, 33). La realidad, sin embargo, como el mismo Jesús le anuncia, será bien distinta: unas pocas horas más tarde, esa misma noche, ante las acusaciones de unos humildes criados de la casa del sumo sacerdote, la firme decisión de Pedro se derrumba y acaba negando a su Maestro por miedo a que unos simples criados le reconociesen como discípulo suyo. ¡Pedro, el primero entre los apóstoles, la piedra sobre la que tenía que levantarse la Iglesia, es un traidor!

 

En el preciso instante en el que niega a Cristo por tercera vez los guardias sacan a Jesús al atrio de la casa y un gallo canta… Jesús vuelve su rostro hacia Pedro y lo mira… Lo ha buscado deliberadamente, no para hacerle un reproche, sino para levantarle de su caída, para animarle e impulsarle a caminar por la vida conduciendo a la grey que le ha sido encomendada desde la firmeza de la fe en la misericordia de Dios. Pedro recordó las palabras que el Señor le había dicho. Salió afuera de la casa y lloró amargamente (Lc 22, 54-62). Experimentó en su interior la peor de las sensaciones: la de la indecorosa traición a Aquel a quien amaba; pero experimentó también la más bella de las sensaciones: la de saberse perdonado y amado por Alguien bajo cualquier circunstancia.

Desde ese instante la piedra sobre la que tenía que edificarse la Iglesia descubrió su verdadera identidad: Más allá de su carácter impulsivo, decidido y valiente, Pedro era sobre todo «un pecador en quien el Señor había puesto los ojos».

 

Aprender que «Dios sabe encontrar en nuestro fracaso nuevos caminos para su amor»[2] era una lección necesaria para poder llevar a cabo la misión evangélica que se le había encomendado: ser testigo de la esperanza; una lección necesaria para que no buscara arrancar la cizaña del campo del Señor antes del tiempo de la siega (Mt 13, 28s) e impedir que otros como Dimas, el buen ladrón, estén con Cristo en el Paraíso (Lc 23,43). Pedro, la Iglesia entera, cada uno de sus miembros, nosotros, está llamado a prolongar con su vida la mirada misericordiosa de Dios en el tiempo y el espacio.

 

 

·          Cuántas veces he podido experimentar yo en el ejercicio de mi ministerio sacerdotal a través del sacramento de la confesión esa maravillosa realidad gozosa y liberadora de la que habla san Pablo a los cristianos de Roma: «dónde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20). ¡Cuántas personas han llorado ante mí como Pedro, al descubrir junto al dolor de sus pecados la misericordia infinita de Dios! ¡Cuánta cizaña se ha convertido en trigo, empezando por mí mismo!

 

            Somos pecadores en quienes el Señor ha puesto sus ojos misericordiosos. No rechacemos nunca esa mirada (porque se puede rechazar; basta recordar al joven rico o a Judas) y no privemos nunca de ella a los demás. Te invito a que eches un vistazo a este video y a que en algún momento del día te detengas a meditar el salmo 129. Ambos reflejan bien aquello de lo que hemos estado hablando en este tiempo de oración: la conciencia de nuestro pecado y la misericordia divina gracias a la cual somos reconciliados en el amor de Dios junto al deseo de que todo Israel sea redimido de sus delitos.

 

Salmo 129

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.

Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos.

 

    Gracias, Señor, por tu mirada, que tantas veces me levanta y me llena de esperanza.

 

Raúl Navarro Barceló        

 

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[1] A. Spadaro, Intervista a Papa Francesco, Revista La Civiltà Cattolica, Quaderno N°3918 del 19/09/2013

[2] Benedicto XVI, Homilía de la misa celebrada en el santuario de Mariazell (8-9-2007).

Vocación de san Mateo, M. Caravaggio (1599-1600).

 

Iglesia de san Luis de los franceses, Roma.

 

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