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El padre de la misericordia

·   En este tiempo de meditación te invito a conocer un poco mejor el rostro de ese Dios al que quizás deseas volver sin saber muy bien cómo o al que ya amas y precisamente por ello quieres conocerlo mejor. Estoy seguro de que ya has escuchado muchas cosas sobre él, pero permíteme que te lo presente, porque en ocasiones la concepción que tenemos de Él puede estar algo deformada, tal y como sucede con esas imágenes que ofrecen los espejos cóncavos o convexos propios de las ferias: muestran a la persona que está frente a ellos, sí, pero distorsionando la realidad.

 

    Con frecuencia sucede que se nos presenta a Dios cayendo en un doble extremo: o bien como un Padre bonachón e indolente que acaba comportándose con indiferencia ante cualquier cosa que hace su hijo, o bien como un Padre gruñón para el que todo está mal y no deja pasar una mientras te vigila atentamente.

 

Cualquier persona creyente, al hablarte de Dios, te dirá sin duda alguna que Dios es bueno. Pero lo cierto es que si Dios es bueno, una de las cualidades que debe de poseer al mismo tiempo es la de la justicia. Un Dios arbitrario o indiferente ante el abuso de los poderosos y el sufrimiento de los inocentes carecería en realidad de bondad y de amor; sería un Dios cruel.

 

Ahora bien, un Dios bueno y justo tampoco puede ser identificado con un policía que escudriña tus pasos y tus acciones esperando a que te equivoques para echarte el guante y ajustarte las cuentas. Porque un Dios así, sencillamente, no habría dotado al hombre de libertad.

 

 

·   Entonces, ¿cómo es en realidad Dios? Esa pregunta sólo la puede responder el mismo Dios. El misterio que cubre la infinita distancia que existe entre Dios y el hombre sólo puede ser desvelado por Aquél que es al mismo tiempo verdadero Dios y verdadero hombre: Jesús, el Cristo.

 

Sus acciones y sus palabras nos han revelado la intimidad del ser de Dios; intimidad que el apóstol Juan sintetizaría en una única palabra: Dios es amor (1Jn 4, 8.16). Pero como las simples palabras muchas veces no son capaces de expresar la densidad del contenido que ellas mismas encierran, Cristo se sirvió de parábolas para mostrarnos de un modo más profundo cómo es Dios.

 

Permíteme que escoja una de esas parábolas, bien conocida por todos: la del hijo pródigo (Lc 15, 11-24), que en realidad debería llamarse parábola del padre de la misericordia. Te invito a releerla al tiempo que te ofrezco algunos comentarios para comprender mejor su significado (la cursiva corresponde al texto del evangelio). Un consejo: lee sin prisas, pensando en lo que vas leyendo, rumiándolo en tu interior.

 

Les dijo Jesús a los fariseos y escribas que murmuraban entre ellos porque se acercaban a él los publicanos y pecadores [personas alejadas de Dios, sí; pero que buscan en Cristo una respuesta a sus inquietudes, preocupaciones y anhelos]:

 

Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna” [el hijo quiere trazar su vida al margen del padre]. El padre les repartió los bienes [el padre no presenta resistencia frente a la elección del hijo. Se ajusta a la decisión del hijo con suma humildad].

 

No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano [el hijo se aleja del padre], y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.

 

Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad [empieza a sufrir las consecuencias de su actitud, un vacío se apodera de él. La miseria a la que llega el hijo es tan grande que…]. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos [en la cultura antigua compartir la comida era signo de comunión de vida. Dado que el cerdo era considerado un animal impuro por los judíos, el texto refleja hasta dónde había caído en su degradación el joven hijo; hasta el punto de desear encontrarse en la misma condición que los cerdos]; y nadie le daba de comer [el mundo que tragó con avidez todas sus energías y riquezas no es capaz de ofrecerle un poco de verdadero sustento vital].

 

[Entonces aquel joven hizo un stop y reflexionó sobre su vida. Muchas veces la conversión empieza con un resorte “egoísta”: uno se encuentra mal y quisiera estar mejor]. Recapacitando, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. [Entonces repasó su vida: sin introducir cortes, sin suprimir aquellas partes que le disgustaban, sin olvidar tampoco aquellas de las que se sentía más orgulloso. Al hacerlo tomó conciencia de que la raíz profunda del mal en el que se encontraba era el hecho de haber vivido su vida centrado sólo en sí mismo. Vivir al margen de su padre le había llevado a perder el sentido, la belleza y la fuerza de su propia vida]. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.

 

[Todo aquello que bulle en su cabeza se traduce en un gesto concreto] Se puso en camino adonde estaba su padre [Sin esta decisión efectiva, el cambio quedaría en un simple deseo piadoso y no se traduciría en la apertura a una posible vida nueva].

 

Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió [el padre es el padre de la esperanza, que confía siempre en la vuelta del hijo]; y, echando a correr [es él, el padre, el que sale al encuentro; derribando las barreras que el hijo podría haberse creado o imaginado en su interior], se le echó al cuello y se puso a besarlo [toma la iniciativa; le quiere hacer saber al hijo que le había abandonado que él siempre lo ha amado. Lo ama con un amor gratuito: no como respuesta al mérito del hijo, sino simplemente porque es su hijo].

 

Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. [El hijo necesita confesar ante el padre su pecado]. Pero el padre [no le da tiempo al hijo ni siquiera a terminar su confesión] llama a los sirvientes y les dice: “Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”.

 

[La reacción del padre a la vuelta del hijo es por encima de todo la alegría. Cada uno de esos gestos son expresión evidente de su gozo. Todo habla de una fiesta excepcional en la que el hijo es revestido de su dignidad de hijo. Esta es la alegría que estalla en el cielo por un solo pecador que se convierte (Lc 15, 10). Esta es la alegría de Dios. Un Dios que está contento, aunque primero ha sufrido realmente por su hijo que estaba perdido. En ese instante como en ningún otro —esto amigo/a lector es de capital importancia—, en el momento en el que él experimentó el amor misericordioso del padre, el hijo tomó verdadera conciencia tanto del inmenso amor de su padre como de su propia ingratitud y egoísmo (de su pecado); entonces comprendió quien era verdaderamente su padre y quien era él].

 

 

·  Retomemos ahora la pregunta que nos ha traído hasta aquí: ¿Cómo es en realidad Dios? La respuesta se encuentra en ese abrazo que acabas de imaginar en tu mente y en tu corazón. Un abrazo que Rembrandt, un pintor holandés del siglo XVII, imaginó y plasmó con una belleza y una profundidad únicas en uno de sus cuadros [1].

El regreso del hijo pródigo, Rembrandt (h. 1669)

Museo del Hermitage, San Petersburgo.

Haz click en el cuadro, si quieres saber más sobre él.

El artista dibujó al hijo arrodillado, en actitud de petición de perdón, y al padre de pie frente a él, apoyando sus dos manos sobre el cuerpo del hijo. Unas manos que, curiosamente, difieren la una de la otra. La izquierda, sobre el hombro del hijo, es una mano varonil, fuerte y musculosa, que parece tirar del hijo y transmitirle fuerza. La derecha, sobre la espalda, en cambio, es más fina, suave y tierna; es una mano femenina que acaricia, consuela y conforta.

 

Es significativo también el paralelismo entre las manos del padre y las plantas de los pies del hijo. Al pie desnudo y herido del hijo corresponde la mano femenina; mientras que el otro, calzado con la sandalia, está en relación con la mano varonil. Parece como si una de las manos de Dios protegiese la parte más vulnerable del hijo, mientras que la otra potenciase la fuerza del hijo y lo impulsara a avanzar en la vida.

 

 

    ¿Cómo es en realidad Dios?, nos preguntábamos. Como suele suceder en las cuestiones de fe, la respuesta se obtiene a través de la unión de lo que aparentemente al mundo se le presenta como contrario. Dios es misericordioso y, al mismo tiempo, exigente; comprensivo y justo; es un Padre que exige…, pero lo hace no porque sea una especie de juez severo, sino porque quiere lo mejor de nosotros mismos. Dios, en definitiva, es alguien que te quiere como eres, pero te sueña mejor de lo que eres.

 

    Amigo/a, para encontrarte con Dios, debes —como el hijo de la parábola— aceptar que estás hecho de barro, pero al mismo tiempo debes reconocerte como hijo/a amado de Dios; descubrir que te ha sido dado el don de la filiación divina, no como algo conquistado por mérito alguno, sino por gracia, por puro don de Dios, cuya misericordia es más fuerte que nuestra infidelidad y cuyo amor llega hasta el extremo (Jn 13, 1), hasta el abrazo en la cruz. A lo largo de los siglos tantos y tantos cristianos descubrieron con asombro esta realidad y, al hacerlo, se llenaron de gozo, porque la alegría que brota de la fe cristiana tiene su fuente precisamente en el perdón.

 

El Papa Francisco nos decía en su primera Exhortación Apostólica: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia» (Exh. Apos. Evangelii Gaudium, 3).

 

    Acabo con una frase que un anciano montañés le respondió a un joven viajero que le preguntó: «¿Usted cree que Dios vive en estas montañas que nos rodean?». Le contestó el anciano: «Dios vive en los lugares en los que le dejan entrar». Espero que este tiempo de oración te haya servido para comenzar a abrirle a Dios tu corazón.

 

Raúl Navarro Barceló        

 

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[1] Cf. H. J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, Boadilla del monte 2005, pp. 107s.

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