top of page

Arte y Fe

El regreso del hijo pródigo

·       Uno de los grandes genios de la pintura barroca: el holandés Rembrandt (1606-1669), se inspiró en el pasaje evangélico de la parábola del hijo pródigo para realizar una de sus obras más famosas. Mediante la técnica del claro-oscuro y el tenebrismo el artista supo plasmar con profundidad en el lienzo el momento del encuentro entre el hijo pródigo y su padre. Su obra ha servido de inspiración a numerosos escritores espirituales, entre ellos quizás el más conocido sea su compatriota Henri Nouwen.

 

    Rembrandt fue uno de los pintores que más desarrolló el género del autorretrato. Durante toda su vida, pintó 80 cuadros y 20 aguafuertes sobre sí mismo. La evolución de su vida quedó reflejada en su pintura: desde el momento en el que era un joven orgulloso y con ambiciones, hasta convertirse en un anciano marcado por el peso de la vida y sus sufrimientos.

Dicen que Rembrandt se representó a sí mismo en la obra de El hijo pródigo en el joven con el cabello rapado y arrodillado ante el padre (signos de arrepentimiento) y, al mismo tiempo, descansando en el abrazo misericordioso de éste. Del autorretrato como joven y triunfador, de cabello rizado y mirada desafiante al que le sonríe la fortuna, a esta imagen penitente media un abismo y una vida entera.

 

Para comprender mejor su cuadro El regreso del hijo pródigo es importante conocer algo de su itinerario vital. Rembrandt, como joven pintor, fue muy popular en Ámsterdam y con gran éxito. A los 26 años ya era un artista célebre, con encargos para hacer retratos de toda la gente importante de su tiempo. Se puede decir que se lo tenía un poco creído y su arrogancia y su afán por discutir eran conocidos en los círculos más destacados de la sociedad de los que participaba.

 

Sin embargo, su vida gradualmente empezó a sufrir golpes duros: primero perdió un hijo, después perdió a su hija mayor, después perdió a su segunda hija, después perdió a su esposa, después la mujer con la que convivía terminó en un hospital mental, después se casó con una segunda mujer, que murió, después perdió todo su dinero y su fama y, justo antes de morir, murió su hijo Tito.

 

Teniendo en cuenta las abrumadoras perdidas y muertes que sufrió, es fácil imaginar que Rembrandt podía haberse convertido en una persona amargada, enojada y resentida. Sin embargo, después de haber perdido todo, pintó casi al final de su vida (1665-1667) uno de los cuadros más intimistas de todos los tiempos: El regreso del hijo pródigo, en el que muestra de una manera sublime la respuesta a su sufrimiento, una respuesta captada en lo más íntimo de su ser: la misericordia de Dios. No se trata de un cuadro que pudiera haber pintado cuando era un joven de éxito. No, ese cuadro solo fue capaz de pintarlo después de que sus pérdidas y sufrimientos lo dejaron vacío para recibir plena y profundamente la piedad de Dios. Rembrandt pudo hacer suyas las palabras con las que prácticamente acaba el diálogo de Job con Dios: Antes «yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5)[1].

 

Las grandes dimensiones del lienzo (2,5m x 2m) son las propias de una pintura destinada a ocupar un lugar en una iglesia. Sin embargo, a la muerte del pintor nadie lo reclamó. Hecho infrecuente en un pintor que trabajaba siempre por encargo, por lo que se supone que lo realizó por iniciativa propia. En 1766 fue adquirido por la Zarina Catalina la Grande e instalado en la Residencia de los Zares en San Petesburgo, capital de la Rusia Zarista, en lo que hoy es el Museo Hermitage.

 

No hay que olvidar tampoco que en el ámbito protestante el arte de tema religioso se trataba de forma distinta a como lo hacían los pintores del ámbito católico, pues aquellos se inspiraban directamente en la Biblia siguiendo la línea de la libre interpretación afirmada por la Reforma protestante.

 

 

·          El barroco gusta de buscar en su representación el momento de máximo dramatismo. Así el cuadro de El hijo pródigo se centra en el momento en el que el hijo ingrato, que pidió a su padre la parte que le correspondía de la herencia y la ha malgastado, regresa a la casa paterna. Regresa cuando ya no le queda absolutamente nada. Pero será entonces y sólo entonces, al experimentar la desbordante misericordia del padre, cuando descubrirá realmente la identidad del padre.

 

            Las lágrimas y sufrimientos de Rembrandt abrieron sus ojos para entender el amor de Dios. ¿Cómo ilustrar a un Dios que nos ofrece la libertad, que al mismo tiempo es consciente del sufrimiento que nos ocasiona el pecado y que espera nuestro regreso? A través de un padre anciano que ha llorado tanto por su hijo perdido que casi termina ciego. Pero al mismo tiempo nada, ni lágrimas ni cegueras, le impide el reconocimiento de su hijo que vuelve a casa. En su mirada hay gozo y emoción. Acoge sin pedir explicaciones, sin exigir nada.

 

El hijo, harapiento y casi descalzo, esconde su rostro, sin atreverse siquiera a mirar a su padre. Se deja acoger, abrazar y perdonar. Aparece desposeído de todo, excepto de su espada colgada a la cadera, que constituye un símbolo de su origen noble. En medio de su degradación, él se aferró a su filiación, se reconoció como hijo de su padre y descubrió que esa era su mayor dignidad.

 

            Por otro lado, es importante detenerse en las manos del padre. «A primera vista muy poca gente nota que hay dos manos diferentes, una de hombre (la dela izquierda) y otra de mujer (la de la derecha). Rembrandt sabía que la Divinidad no era sencillamente un hombre que mira la creación desde el cielo, y comprendió algo sobre el Creador, algo que Jesús quiso que nosotros supiéramos. Él experimentó al Dios de Jesús como el Único con todos los mejores rasgos que caracterizan a los padres y a las madres. Rembrandt sacó la mano de la mujer de un cuadro anterior sobre la novia judía. Ella tiene unas manos delicadas, dulces y tiernas, que nos dice quién es ella como mujer: protectora, afectuosa y hasta excesiva en el amor. La mano del hombre es la del mismo Rembrandt. Nos dice quién es él como padre: apoyo, defensor y libertador.  Después de una larga vida en la que tuvo que vivir la muerte de sus dos esposas y de todos sus hijos, Rembrandt comprendió las profundidades del tener y del desprenderse, de ofrecer libertad y protección, de lo que es la maternidad y la paternidad. Por eso, hacia el final de su vida fue capaz de pintar esa imagen de Dios. (…) Fijaos en la capa. Es como un arco gótico, muy protectora. Es como las alas de una mamá pájaro rodeando a sus crías. «Al cobijo de tus alas me refugio hasta que pase la tormenta que destruye» (Salmo 57,1). El toque de la bendición en los hombros del hijo adulto es, en su perfección, un toque de maternidad y paternidad»[2].

 

El mismo Papa Francisco en la bula de convocación del jubileo aludía a esta idea diciendo: «La misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón»[3].

 

Es significativo también el paralelismo entre las manos del padre y las plantas de los pies del hijo. Al pie desnudo y herido del hijo corresponde la mano femenina; mientras que el otro, calzado con la sandalia, está en relación con la mano varonil. Parece como si una de las manos de Dios protegiese la parte más vulnerable del hijo, mientras que la otra potenciase la fuerza del hijo y lo impulsara a avanzar en la vida.

 

 

·          En el cuadro se representan dos grupos de personajes. A la derecha, el abrazo entre el padre y el hijo pequeño, y detrás y a la izquierda, cuatro espectadores u observadores de la escena: dos hombres y dos mujeres. El fondo es oscuro a fin de que resalte más la escena principal a través del claro-oscuro. Destaca en el cuadro la luz centrada sobre el abrazo entre los protagonistas de la escena, pero también aparece iluminado uno de los cuatro espectadores, el que surge en el extremo izquierdo, que es el hijo mayor.

 

Es curioso que, tal como lo representó Rembrandt, padre e hijo mayor se parecen mucho. Los dos tienen barba y lucen largas túnicas rojas; la luz proyectada sobre el rostro del hijo mayor conecta muy directamente con la cara iluminada del Padre. Parecen tener mucho en común, y sin embargo, la actitud que muestran ante “el regreso” es muy diferente. La rigidez e inmovilismo del hijo mayor queda acentuada por el largo bastón que sostiene en sus manos, cerradas sobre sí mismas. No muestra deseo de acercarse, se sumerge en la oscuridad, creando un espacio central vacío en el cuadro que crea tensión.

 

Lo que Rembrandt está retratando es otro hijo perdido. A pesar de que permaneció en casa y cumplía sus obligaciones en su corazón era cada vez más desgraciado y menos libre, porque también se había alejado de su padre. La dureza de su expresión muestra su queja, su imposibilidad para la alegría. Su postura revela que había desaparecido la comunión con su padre y su hermano, que se había convertido en un extraño para los suyos, aunque no se hubiese marchado. El está tan necesitado de volver a casa como el hermano pequeño, y sin embargo, no es capaz de correr a abrazar a su padre y arrodillarse ante él, sino que permanece impenetrable y enjuto, a pesar de la ternura de las palabras paternas que él escuchará: «Todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31).

 

 

·          Ante la parábola del hijo pródigo, lo fácil es buscar la identificación con uno de los hijos, dejando a Dios el evidente papel de Padre. Sin embargo, el pintor, captando la esencia de la parábola, consiguió que la atención del espectador recayera en el padre. Rembrandt, mostrando al Padre en su dimensión vulnerable, nos hace percatarnos de que nuestra vocación es la de ser como el Padre.

 

            El lienzo no sólo muestra un perdón sin límites, también constituye una prueba de que el hijo infiel (sea el menor o el mayor), sigue siendo heredero, y por tanto, sucesor del Padre, destinado a entrar en el lugar del Padre y a ofrecer las mismas manos dispuestas a recibir sin condiciones. Ninguna parábola como esta ilustra la realidad de la conversión y de una misericordia que no significa sólo una mirada compasiva hacia el mal, sino que es un abrazo capaz de extraer el bien de cualquier forma de mal. Esta mirada compasiva y este abrazo redentor Dios ha querido que se prolonguen en el tiempo a través de la Iglesia, a la que ha hecho depositaria del poder de perdonar los pecados de los hombres y reconciliarlos no sólo con Dios, sino también con los demás y consigo mismos. «Dios nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón», decía el Papa Francisco en su primer Ángelus.

 

 

 

________________

 

[1] Cf. H.J.M. Nouwen, Esta noche en casa. Más reflexiones sobre la parábola del hijo pródigo, Boadilla del Monte 42013, pp. 39-41.

[2] Ídem, pp. 161-163.

[3] Francisco, Bula Misericordiae Vultus, n. 6.

 

bottom of page