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Lecciones sobre la Mesa de la Palabra

·             El relato de los discípulos de Emaús resume y describe el camino catequético-litúrgico seguido en el seno de la comunidad de la comunidad cristiana para reconocer a Cristo vivo y resucitado: la explicación de la Escritura prepara a los discípulos para el encuentro con Cristo en la comunión eucarística. El desarrollo de la narración nos lo describe gráficamente. Los ojos de los discípulos no podían reconocer a Jesús resucitado. Era necesaria una mirada especial para reconocerlo en la fracción del pan.

 

Las palabras con las que se describe este último gesto nos evocan la Eucaristía de la Iglesia primitiva. Con ello Lucas quiere recordar a los miembros de su comunidad que al romper el pan (Hch 2,42.46; 20.7.11) el encuentro con el resucitado era siempre posible, como les ocurrió a los discípulos de Emaús, y como ha ocurrido a tantas personas a lo largo de los siglos.

 

·         También nosotros nos encontramos con el Señor en la Eucaristía. La celebración eucarística está constituida por dos partes bien definidas: la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística. Antes, a través de los ritos iniciales, nos preparamos para recibir a Cristo presente en la Palabra y en el sacramento. Al final de la Misa, el rito de conclusión finaliza la celebración y nos abre al testimonio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A estas dos partes fundamentales de la misa nos solemos referir bajo la imagen de las dos mesas: la mesa de la Palabra, en la que Cristo nos habla y nos instruye en la vida cristiana y la mesa de la Eucaristía, en la que el Señor se nos da como alimento para que podamos llevar adelante nuestra propia vocación bautismal. La palabra es como el diagnóstico del médico, que nos revela nuestra enfermedad. La mesa de la eucaristía la medicina mediante la que Dios nos sana y fortalece. San Pablo decía de la Ley que nos enseñaba nuestro pecado, pero no nos ofrecía la salvación. La gracia de Cristo sí lo hace.

 

·             El objetivo de este artículo es aprender cómo está organizada la lectura de la Biblia dentro de la liturgia y ofrecer algunas pautas para proclamarla de modo adecuado. Pero este objetivo requiere de un conocimiento previo importante: una breve introducción sobre el mismo libro de la Biblia y una explicación sobre la construcción del año litúrgico como eje dinamizador de la liturgia. Los dos elementos, en definitiva, que conforman la expresión “liturgia de la Palabra”.

 

 

I. Introducción a la Biblia.

 

·      Lo primero que hay que subrayar es que, aunque la Iglesia tiene como punto de referencia o norma fundamental la Biblia, «la fe cristiana no es una “religión del Libro”» (CEC 108). La referencia y norma básica para el pensamiento y la actuación de un cristiano no es un texto escrito, sino una persona viva: Jesucristo, con quien se entra en comunión en el seno de la Iglesia. La Biblia fuera de la Tradición viva de la Iglesia, es como un pez fuera del mar, algo muerto, que tiende a interpretarse de manera absurda.

 

El cristianismo —como bien señalaba san Bernardo— es la religión de la “Palabra de Dios”; donde Palabra no se dice de “un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo”, del Hijo de Dios (cf. CEC 108). Cristo es el culmen y la plenitud de la Revelación de Dios al hombre: aquél en quien adquiere rostro el Dios de Israel; «el rostro de la misericordia del Padre»[1]. Él es la meta hacia la que se encamina la historia de la salvación del pueblo judío y, al mismo tiempo, el foco de luz desde el que ésta se ilumina, y del que ofrecen un testimonio perenne los libros del Nuevo Testamento[2].

 

 

·       Un pasaje del evangelio de Juan pone perfectamente de manifiesto esta realidad (Lc 4,16-21). Se trata de una escena que tiene lugar en la sinagoga de Nazaret. Jesús lee un texto del profeta Isaías donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor». Entonces enrolló el volumen y, con una autoridad que superaba los límites de cualquier interpretación, refirió esas palabras a sí mismo y a su misión: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Jesús establece un vínculo directo entre Él y la Escritura: Él mismo se presenta como el punto de referencia intrínseco y la clave de interpretación de las palabras sagradas[3]. Esta referencialidad de la Escritura a Cristo la explicaba hermosamente el Papa Benedicto XVI del siguiente modo: «Hay palabras en el Antiguo Testamento que permanecen, por decirlo así, todavía sin dueño. (…) El texto podría referirse a esta o aquella persona, (…), pero el verdadero protagonista de los textos se hace aún de esperar. Sólo cuando él aparece, la palabra adquiere su pleno significado»[4]. Y ¿quién es ese protagonista esperado? Cristo. Por otro lado, en los relatos del NT «se describe una historia que explica la Escritura y, viceversa, aquello que la Escritura ha querido decir en muchos lugares, sólo se hace visible ahora, por medio de esta nueva historia»[5].

 

            En definitiva, en cuanto palabra de Dios, la Biblia encierra el “misterio” divino que se ha ido revelando progresivamente al hombre a lo largo de la historia y ha encontrado su culmen y plenitud en Cristo.

 

 

·      La Biblia no es como una novela o un manual, que se escriben en un pequeño período de tiempo por una o unas pocas personas concretas desde el principio hasta el final. La Biblia es más bien el eco de la historia de Dios con su pueblo que se ha ido registrando por escrito a lo largo de los siglos bajo la acción del Espíritu Santo.

 

Esto se entiende mejor si nos detenemos a considerar el origen etimológico del término mismo de «Biblia». Este sustantivo en singular deriva en realidad de un sustantivo plural (neutro) latino, cuyo significado se traduciría literalmente por “los libritos”, en clara alusión al hecho de que el volumen de la Sagradas Escrituras es en realidad una colección de textos de extensión relativamente breve. Textos que han sido escritos en diversas épocas, por diversas personas y en diversas lenguas (hebreo, arameo y griego).

 

Más que un libro deberíamos decir que es una pequeña biblioteca con dos grandes secciones: AT (46) y NT (27), para un total de 73 libros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

       Como cultura general conviene saber que la división de los libros de la Biblia en capítulos más o menos iguales, que a todos nosotros nos resulta tan familiar, no se realizó hasta los albores del siglo XIII, en París, por un profesor de la Sorbona llamado Stephen Langton, quien más tarde llegó a ser arzobispo de Canterbury.

 

Por otro lado, en el año 1455 el primer libro que sale de la imprenta de Guttenberg fue la Biblia. Con el paso del tiempo el estudio de la Biblia ganaba en precisión y minuciosidad, y la división en grandes secciones se mostraba ineficaz. Se hizo necesario subdividir los capítulos en partes más pequeñas con numeraciones propias, a fin de ubicar con mayor rapidez y exactitud las frases y palabras deseadas. La gloria de realizar con éxito esta labor recayó en el editor Robert Estienne (R. Stefano), quien publicó la Biblia completa dividida en versículos en 1555 (un siglo después de la primera Biblia impresa). La Biblia cuenta con 31.102 versículos 1.189 capítulos.

 

 

·           Puede decirse que la Biblia está constituida por libros y es a la vez un libro, una obra unitaria en la medida en que todos esos libritos tienen en común el hecho de haber sido consignados por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. DV 9 y 11).

 

Esta afirmación requeriría de una explicación más detallada, pero para nuestro propósito basta decir que la inspiración no significa dictado por Dios. Ciertamente la Iglesia acepta los libros de la Biblia como Palabra de Dios, pero también afirma que son escritos plenamente humanos.

 

Una consecuencia importante de ello es que entre los libros de la Biblia podemos encontrar diversos géneros literarios, es decir, distintas formas de expresión mediante las que se busca comunicar un mensaje determinado. «Esto es un tema importante, dado que la visión que los lectores tengan del tipo de escrito que están leyendo puede influir en su comprensión del libro. Así, por ejemplo, cuando leemos una novela histórica lo hacemos con unas expectativas distintas que cuando abrimos una biografía o un libro de historia»[6].

 

¿Qué géneros literarios nos podemos encontrar en la Biblia? El histórico (teniendo presente que el modo de narrar la historia en la antigüedad es diferente del de la historiografía moderna al que nosotros estamos habituados), el sapiencial de carácter didáctico o poético, el profético, el peculiar género del evangelio, el epistolar, el apocalíptico o el lenguaje mítico.

 

 

II. Introducción al año litúrgico.

 

·       El segundo aspecto fundamental a tener presente de cara a entender bien la estructura bajo la que se ha diseñado la liturgia de la palabra es el año litúrgico, eje dinamizador de toda la liturgia eclesial. Es el calendario que traza el camino por el que discurre la celebración litúrgica anual de los misterios de la fe.

 

            La finalidad principal de todo calendario es la de estructurar el tiempo en torno a una serie de referencias que sirvan de guía al ser humano a la hora de organizar su vida y su trabajo. ¿Cuál es el centro de gravedad, la referencia fundamental para el cristianismo? El misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesús, que encuentra su eco en la celebración dominical, el día de la semana en el que resucitó Jesucristo. Así pues, la vida cristiana viene caracterizada por un fuerte acento pascual y queda pues estructurada a través de un doble ciclo: uno anual y otro semanal, como el calendario vital.

 

Conviene recalcar —y lo hago con palabras de J. Ratzinger— que «el año litúrgico de la Iglesia se ha desarrollado ante todo, no desde la consideración del nacimiento de Cristo, sino desde la fe en su resurrección. Por tanto, la fiesta originaria de la cristiandad no es la Navidad, sino la pascua. Pues de hecho, sólo la resurrección ha fundamentado la fe cristiana y ha hecho existir a la Iglesia. Por eso, ya Ignacio de Antioquía (muerto como muy tarde el 117 d. de C.) llama a los cristianos aquellos que ya no guardan el sábado, sino que viven según el día del Señor»[7]: ser cristiano significa vivir pascualmente, desde la resurrección»[8].

 

            Ahora bien, «el momento de la muerte y resurrección supone y arrastra una serie de hechos, toda una vida, desde la concepción y el nacimiento, siguiendo por el crecimiento, enseñanza, milagros y demás hechos. También estos pueden ser objeto de la memoria «variable», ocasional»[9].

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Posiblemente, una de las cosas que más llama la atención respecto al año litúrgico sea la aparición de diferentes colores según el período del mismo en el que nos encontremos. El cristianismo ha acogido la simbología propia de los colores y los ha llenado de un sentido religioso con el fin de: «1. ayudar a expresar mejor los Misterios de la fe que se celebran y, 2. para que, a través del uso de los distintos colores, comprendamos el sentido progresivo de la vida cristiana a lo largo del año litúrgico»[10].

 

Los colores tienen un gran sentido pedagógico: comenzamos el año litúrgico con el tiempo de adviento (color morado que indica conversión, penitencia) y culmina en la Navidad (color blanco de la alegría, la luz). Después comienza el tiempo ordinario bajo el color verde, símbolo de la esperanza que caracteriza el caminar del cristiano en su peregrinar por la tierra construyendo el reino de Dios. La cuaresma se vive nuevamente de morado y se culmina con el blanco de la Pascua, que nos lleva, por último, al color rojo asociado al Espíritu Santo en Pentecostés.

 

Este paso de un color a otro a lo largo del año nos hace pensar que nuestro progresivo acercamiento a Cristo, a nuestra salvación (color blanco) necesita de una constante conversión (color morado) que se hará posible gracias a la acción del Espíritu Santo, al que se le asocia el color rojo[11].

 

            Respecto al año litúrgico el Catecismo de la Iglesia advierte lo siguiente: «La Liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. El Misterio pascual de Cristo se celebra, no se repite; son las celebraciones las que se repiten; en cada una de ellas tiene lugar la efusión del Espíritu Santo que actualiza el único Misterio»[12].

 

 

·       Es importante señalar que, a diferencia de lo que sucede en el ámbito civil, en el año litúrgico no es exacta la idea de un inicio en un determinado momento del año (no hay un 1 de enero). El calendario litúrgico viene marcado por el concepto de ciclo, en el que cada día retorna de nuevo. Pero dónde comience o acabe ese ciclo no es relevante[13]. El centro de todo es un domingo, que es, más que todos los otros, recuerdo de la resurrección; el domingo de los domingos, la Pascua de resurrección.

 

            La fijación de la memoria anual de ese foco central en torno al cual gira toda la liturgia no fue un asunto baladí y llevó consigo algunas de las disputas más duras entre los cristianos de los primeros siglos.

 

«La naturaleza de una conmemoración anual lleva consigo que se le ponga en el día del acontecimiento conmemorado. En el caso de la Pascua cristiana se podía optar por la fecha del mes independientemente del día de la semana, o por el día de la semana independientemente de la fecha del año, aunque lo más próximo a ésta»[14]. Esta fue la opción seguida por la mayoría de las iglesias cristianas.

 

A este respecto la decisión definitiva la dio el Concilio de Nicea en el que se unificó la celebración de la Pascua siguiendo estas premisas:

 

- La Pascua ha de celebrarse siempre en domingo, ya que Cristo resucitó en la madrugada del primer día de la semana (Mt 28,1; Mc 16, 2.9, Lc 24,1; Jn 20,1) [15].

 

- Siempre después del equinoccio de primavera. Para no celebrar dos veces la Pascua en el mismo año.

 

- Y nunca coincidiendo con la celebración judía, que tenía lugar, independientemente del día de la semana, el primer plenilunio o luna llena de primavera. De esta manera se evitarían paralelismos o confusiones entre ambas religiones. Si la Pascua judía cae domingo, se retrasaría una semana.

Con estas premisas resulta la regla, vigente hasta hoy, de que la Pascua se celebre el domingo siguiente a la primera luna llena tras el equinoccio de marzo o vernal. Así pues, la fecha de la Pascua queda comprendida entre el 22 de marzo y el 25 de abril.

 

«A partir del núcleo original del Triduo santo, el Tiempo pascual integró los cincuenta días hasta Pentecostés y luego los cuarenta días de la Cuaresma. A un tiempo que abarcaba Cuaresma-Pascua-Pentecostés se añadió después, siguiendo la misma línea de un proceso de preparación y prolongación, el tiempo de Adviento-Navidad-Epifanía. A estas dos grandes secciones del ciclo anual se añadieron finalmente otras fiestas del Señor con el fin de mantener el ritmo ulterior del Ciclo del Tiempo. Lógicamente, y siempre según el modelo del calendario de las diferentes fiestas judías, cada una de estas conmemoraciones cristianas debía disponer de lecturas propias. Así nació el Ciclo del Tiempo [los diferentes tiempos litúrgicos], que ofrecía a las asambleas litúrgicas, gracias a las lecturas específicas propias, el alimento de la Palabra de Dios»[16].

 

 

·           Podemos decir que la liturgia celebra y hace presente el misterio de Cristo entre los hombres, pero lo hace a modo de cristal en el que se refracta la luz: desplegando a lo largo del año los diversos aspectos que constituyen el único misterio de Cristo, como el cristal refracta los diversos colores que componen la luz blanca que incide sobre él.

 

 

 

 

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[1] Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 1.

[2] En su crítica a los maniqueos que buscaba oponer el AT al NT a través de citas aparentemente contradictorias, san Agustín dice en uno de sus sermones: «Refiriéndonos sólo al Nuevo Testamento, no existe carta apostólica ni libro del Evangelio con los que no se pueda hacer que, tomando sólo unas frases, un único libro parezca contradecirse a sí mismo si el lector no considera con suma atención todo el conjunto» (Sermón 50,13).

[3] Cf. J. Ratzinger, La infancia de Jesús, Barcelona 2012, p. 10.

[4] Idem, p. 24.

[5] Idem, p. 22.

[6] J. Marcus, El Evangelio según Marcos (Mc 1-8), Salamanca 2010, p. 88.

[7] ¿San Ignacio de Antioquía, Ad Magn. 9, 1.?

[8] J. Ratzinger, Imágenes de la esperanza. Itinerarios por el año litúrgico, Madrid 1998, p . 9.

[9] L. A. Schökel, Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía, Santander 1986, p. 93.

[10] Ordenación General del Misal Romano (2002), n. 345.

[11] Cf. F. Domingo Olivares, Entrar en la Misa. Guía para comprender la Eucaristía, Madrid 2005, pp. 131s.

[12] CEC, n. 1104. Juan Pablo II hablaba del año litúrgico como el «camino a través del cual la Iglesia hace memoria del misterio pascual de Cristo y lo revive», Spiritus et sponsa. En el XL aniversario de la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia, n. 3 (4-XII-2003)

[13] Cf. J. Pascher, El año litúrgico, Madrid 1965, p. 15.

[14] J. Pascher, El año litúrgico, Madrid 1965, pp. 38s. Los cuartodecimanos optaron por conmemorar la fecha y dieron más importancia a la pasión del Señor ocurrida el 14 de Nisán, pues de otro modo hubieran escogido el 16. Los otros dieron más importancia a la resurrección, ya que de lo contrario hubieran escogido el viernes y no el domingo.

[15] Los cuatro evangelistas coinciden en situar la última cena en un jueves y la muerte de Jesús en un viernes. Pero, mientras los tres sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas) hacen coincidir ese jueves con el día de la Pascua (14 de Nisán) y la muerte, consiguientemente, en el día siguiente a la Pascua; el evangelista Juan señala que ese año la Pascua caía viernes y, en consecuencia, Jesús habría celebrado la cena pascual un día antes de lo prescrito por la ley judía, en «el día de la Preparación de la Pascua» (la parasceve) (Jn 19, 14): el 13 de Nisán.

[16] C. Giraudo, La liturgia de la palabra, Salamanca 2014, p. 82.

 

 

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