La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
El caso Galileo: la madre de todas las batallas
§ Entremos en la consideración del famoso enfrentamiento entre Galileo y la Iglesia.
Como hemos dicho antes, durante los años 1609 y 1610 Galileo realiza una serie de descubrimientos astronómicos muy importantes con el telescopio. Este instrumento que habría de revolucionar la astronomía apareció a principios del siglo XVII. No hay asignado un inventor del mismo. Al parecer su descubrimiento fue realizado de modo independiente en diversos lugares: Holanda, Italia y España, pero lo que es cierto es que sólo adquirió su trascendencia científica en manos de Galileo[9].
En mayo de 1610, Galileo Galilei, en ese momento catedrático de Matemáticas de la universidad de Padua, publica en Venecia un librito, de apenas 30 páginas en latín, titulado Sidereus Nuncius (Mensajero Sideral). Su publicación se considera el origen de la moderna astronomía. El éxito de este tratadillo fue inmediato: los 550 ejemplares de la edición se vendieron en pocos días[10].
En ese librito Galileo daba noticia del nuevo aspecto que los cielos ofrecían cuando se observaban con un nuevo y original instrumento que aproximaba y agrandaba los objetos lejanos: un perspicilli o telescopio, construido por él mismo. Contiene los resultados de las observaciones iniciales de la Luna, las estrellas y las lunas de Júpiter.
- las irregularidades en la superficie de la luna. La Luna fue el primer objetivo hacia el que Galileo dirigió su telescopio. Lo que vio, utilizando el poder interpretativo de su mente, es que «la Luna de ninguna manera está cubierta por una superficie lisa y pulida» como pensaban los defensores del antiguo sistema aristotélico-ptolemaico, «sino áspera y desigual; y que a semejanza de la faz de la propia Tierra se encuentra llena de grandes protuberancias, profundas lagunas y anfractuosidades». Contradecía así la cosmología aristotélica que afirmaba que los cielos son perfectos y los cuerpos celestes esferas perfectas, lisas.
- el enorme número de estrellas que componen la Vía Láctea. El telescopio permitió a Galileo descubrir muchas y nuevas estrellas donde antes sólo había oscuridad. Descubrió una cantidad diez veces mayor de estrellas que con el ojo desnudo y publicó cartas celestes del cinturón de Orión y de las Pléyades.
Cuando observó las estrellas nebulosas descritas en el Almagesto de Ptolomeo descubrió que en vez de ser regiones nebulares estaban formadas de multitud de estrellas indistinguibles al ojo humano. De este hecho dedujo que las nebulosas y la propia Vía Láctea estaban formadas por conjuntos de estrellas demasiado pequeñas y cercanas para ser identificadas individualmente por el ojo desnudo. El pequeño universo de los antiguos se ampliaba, mostrando que albergaba a un número mucho mayor de cuerpos que los imaginados hasta entonces.
- la existencia de cuatro satélites de Júpiter. Es en la última parte del Sidereus nuncius en la que Galileo muestra su descubrimiento más importante: los cuatro satélites de Júpiter. Estos aparecían como estrellas dispuestas exactamente en una línea recta y paralela a la eclíptica (la línea que aparentemente recorre el Sol a lo largo de un año respecto del «fondo inmóvil» de las estrellas).
Galileo presenta observaciones de sus posiciones relativas entre el 7 de enero y el 2 de marzo de 1610. Del hecho de que estos astros cambiasen su posición relativa respecto de Júpiter, pero conservando siempre la orientación en una misma línea recta dedujo que se trataba de lunas de Júpiter. Este descubrimiento hacía más verosímil el hecho de que la luna fuese un satélite de la Tierra y no la entrada al mundo perfecto; y, al mismo tiempo, si Júpiter con sus satélites giraba alrededor del sol, también lo podía hacer la Tierra, aunque ésta tuviera otro cuerpo circulando alrededor suyo.
§ Ciertamente todos estos descubrimientos conducían a un replanteamiento de la cosmología ptolemaica, pero no constituían pruebas suficientemente fuertes para sostener la veracidad fáctica del sistema copernicano. De hecho los teólogos de la Iglesia, encabezados por los jesuitas del Colegio Romano que en ese mismo año ya contaban con un telescopio, encontrarían una explicación satisfactoria a todos las cuestiones esenciales desde el sistema combinado propuesto por Tycho Brahe, que ellos hicieron suyo.
Hay que tener presente también que, aunque el desarrollo del telescopio supuso un logro fabuloso –parece ser que algunos de los telescopios galileanos llegaban a los treinta aumentos–, su campo de visión era muy exiguo (no se abarcaba la Luna, sino que únicamente podían mostrar alrededor de un cuarto de la superficie lunar al mismo tiempo) y eran muy difíciles de enfocar. Teniendo en cuenta el hecho de que no era un instrumento fácil de manejar, podemos comprender mejor que muchas personas tuvieran serias dificultades para ver lo que Galileo decía haber visto; y también comprender algo que en principio parece extraño: si hubo otros que antes que Galileo dispusieron de catalejos, ¿cómo es que ninguno se apresurase a manifestar que había visto cosas como las que se describen en Sidereus nuncius? ¿Es que no dirigieron aquellos telescopios, por toscos que fuesen, a los cielos, hacia la vecina Luna al menos?
Un ejemplo ilustrativo en este sentido es lo que sucedió en las vacaciones de Pascua de 1610, cuando Galileo, de camino de Padua a Florencia, se detuvo unos días en Bolonia, hospedándose en casa del astrónomo, astrólogo y geógrafo Giovanni Antonio Magini (1555-1617), catedrático de Matemáticas de la universidad, quien, al igual que otros allí, no estaba convencido de que los descubrimientos que Galileo proclamaba haber realizado fuesen reales. Para intentar convencerlos, Galileo realizó observaciones durante dos noches en presencia de un grupo de personas. Todas aceptaron que el telescopio funcionaba muy bien para observaciones terrestres, pero no tanto para las celestes; fueron, por ejemplo, incapaces de ver los satélites de Júpiter.
Así pues, es importante señalar que los magníficos dibujos lunares que incluye la obra de Galileo lo que muestran es aquello que Galileo vio en su mente, no exactamente en la realidad. Él dedujo que las «manchas» que veía en la Luna correspondían a sombras producidas por irregularidades de su superficie. Galileo era un buen dibujante.
§ Algún tiempo más tarde Galileo añadiría nuevos descubrimientos:
- A finales de 1610, Galileo anunció un nuevo descubrimiento que parecía corroborar el sistema copernicano: las fases del planeta Venus. Galileo advirtió que Venus imitaba las fases de la Luna; lo cuál le llevaba a concluir que Venus orbitaba alrededor del Sol y no de la Tierra.
Galileo llegaría a pensar que esto era una prueba irrefutable del sistema heliocéntrico. Pero no era así, ya que, si bien es cierto que el sistema geocéntrico no permitía afirmar la existencia de todas las fases en Venus (sólo las comprendidas entre el día 11 y 25 de las anotadas en las observaciones de Galileo), el modelo ticónico —que seguía sosteniendo la centralidad de la Tierra— sí ofrecía la posibilidad de observar las mismas fases de Venus que las señaladas en el modelo heliocéntrico.
- La existencias de manchas contiguas a la superficie del Sol o separadas de Él por un intervalo muy pequeño. Continuamente se producen unas y otras y se disuelven, siendo más bien de breve duración. Galileo no sabía que eran estas manchas. Tendríamos que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para que estas manchas solares fueran asociadas a las tormentas magnéticas que se producen en la Tierra.
- Las mareas. Galileo las atribuía a un movimiento de aceleración y desaceleración. Hoy en día sabemos que no es esta la causa de su origen[11].
Todos estos descubrimientos fueron generalmente reconocidos e hicieron de Galileo un hombre famoso y apreciado, también por las autoridades de la Iglesia. De hecho Galileo realizó en marzo de 1611 un viaje triunfal a Roma e invitado por el cardenal Maffeo Barberini (posteriormente Papa, Urbano VIII), realizó demostraciones con su telescopio el 29 de marzo a los jesuitas del Colegio Romano (los sabios del momento), consiguiendo que todo el mundo: cardenales, prelados, científicos y todo tipo de personas, observaran con el telescopio sus descubrimientos. Los jesuitas confirmaron sus descubrimientos, y también recibió elogios del papa Pablo V.
§ El problema con la Iglesia empieza a fraguarse en los años siguientes, cuando Galileo comienza a utilizar sus descubrimientos astronómicos en defensa fuerte del sistema copernicano.
Un estudioso dominico, Niccolò Lorini, hace llegar una denuncia secreta al Santo Oficio de Roma (año 1615) por algunas de las afirmaciones contenidas en sus obras. Galileo, enterado de que le habían acusado, decide ir espontáneamente a Roma, confiando que su presencia allí será decisiva para defenderse a sí mismo y al copernicanismo. Desoyendo los consejos de que se mantuvieron quieto y sin hacer ruido, Galileo desplegó una notable actividad para evitar que se condenara el copernicanismo; incluso él mismo deslizó la discusión hacia la interpretación de la Biblia.
Como suele pasar en estos casos, con su actitud consiguió justamente lo contrario de lo que se proponía y la Inquisición puso más interés en el tema[12]. Hay que tener presente que nos encontramos en la época de la Contrarreforma: la Iglesia intenta contrarrestar los efectos de la Reforma protestante que tiene como uno de sus principios fundamentales la libre interpretación de la Biblia.
Finalmente, en 1616 la Inquisición, para dolor de Galileo, manda que el libro de Copérnico sea incluido en el Índice de los libros prohibidos, porque estimaba que el heliocentrismo era contrario a la Sagrada Escritura. Se mandó corregir —nunca fue declara una teoría herética— el libro de Copérnico, de manera que en todo momento la tesis apareciera como una hipótesis. Así pues, las nuevas circunstancias hicieron que un libro que todo el mundo pudo leer libremente durante ochenta años, ahora sólo pudiese leerse en una versión corregida.
El decreto no dice nada contra la persona de Galileo ni pone en el Índice alguna de sus obras; pero se le advierte a Galileo de que debe de abstenerse de enseñar, sostener o tratar los puntos conflictivos. El científico promete obedecer.
· Conviene resaltar un hecho importante: en este enfrentamiento las partes en conflicto se equivocaron cada una en su parcela propia y acertaron en la del otro.
— Galileo creía, equivocadamente, haber demostrado la verdad del sistema heliocéntrico de Copérnico. Mantuvo una serie de afirmaciones erróneas: desde las órbitas circulares de los planetas hasta una justificación del heliocentrismo basada en el origen de las mareas por el movimiento de la Tierra[13].
Sin embargo, acertó en su defensa de que el Heliocentrismo y la Biblia eran perfectamente compatibles, porque la Biblia no pretendía dar una explicación científica de cómo estaba constituido el universo. En una carta a uno de sus discípulos (Castelli) escribe: «Es indudable que la Biblia no puede equivocarse, pero sus exegetas sí. Dado que dos verdades no pueden ser contradictorias, en caso de choque, los teólogos deberán esforzarse por hacer coincidir sus explicaciones con las de la ciencia. Los teólogos deben limitarse a explicar las verdades de la fe respecto a la salvación de las almas y no recurrir a la Biblia para explicar cuestiones de astronomía». Es más, Galileo buscará apoyar su tesis en afirmaciones de Padres de la Iglesia como san Jerónimo y san Agustín y en eclesiásticos de su época como el cardenal Botonio, quien decía: «El Espíritu Santo no quiere decirnos por medio de las Escrituras cómo funciona el cielo, sino cómo tenemos que comportarnos nosotros para alcanzarlo».
— Los teólogos, por su parte, se equivocaron al sostener la contradicción entre Heliocentrismo y Biblia; mientras que acertaron al afirmar que las pruebas presentadas por Galileo no eran concluyentes para demostrar el sistema heliocéntrico. Algunos de los más sofisticados filósofos modernos de la ciencia, por ejemplo, el físico francés Pierre Duhem (1861-1916) y el filósofo inglés Karl Popper, todavía sostienen que, según el positivismo moderno, el cardenal Belarmino se hallaba más cerca de la verdad que Galileo. Estos autores dicen que Galileo no había explicado lo que ocurre realmente, mientras que Belarmino sí reconoció que la teoría copernicana se limitaba a «salvar las apariencias».
En definitiva, se puede decir que los argumentos de Galileo creaban dudas razonables respecto a la descripción aristotélico-ptolemáica del universo. Pero no es menos cierto que ninguno de los argumentos resultaba concluyente a favor del sistema heliocéntrico frente al sistema ticónico. Las pruebas concluyentes en favor del sistema copernicano llegarían un siglo más tarde, en 1727, de la mano de las observaciones de la astronomía estelar[14].
El caso Galileo nos ayuda a considerar una verdad importante: existe una distinción o autonomía entre la ciencia y la fe que debe custodiarse y defenderse. «La ciencia se dedica a los datos, a los hechos, al «cómo», mientras que la metafísica y la religión se consagran a los valores, a los significados últimos, al «porqué».»[15]. Pero esta autonomía no implica independencia e incomunicabilidad (cf. GS 36). Tanto la ciencia como la religión tienen en común el objeto de su investigación: el hombre, el cosmos, el ser; y pueden compartir componentes lingüísticos (el concepto de persona, por ejemplo, es primariamente teológico) y esquemas interpretativos. Existen algunos tipos de afirmaciones que se pueden transferir del campo de las ciencias experimentales al campo de la filosofía y viceversa, sin confundir los niveles. Como decía Pascal, es necesario evitar «dos excesos: excluir la razón y no admitir más que la razón» (Pascal, Pensamientos, n. 3, según la edición de Chevalier).
§ Pero la historia de la relación entre Galileo y la Inquisición todavía tendrá un segundo acto.
Galileo era un hombre de carácter muy fuerte y áspero. Así pues, no es de extrañar que, no contento con cómo habían quedado las cosas en su última visita a Roma, años más tarde, en 1632, escribiese un nuevo libro: El diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo, que sería causa de nuevos y mayores problemas. Tres son los protagonistas del mismo: Sagredo, que formula una serie de preguntas; Salvisti, que expresa las ideas del propio Galileo; y Simplicio, en cuya boca el autor pone las teorías sostenidas por los teólogos jesuitas e incluso una de las objeciones que el propio Papa Urbano VIII (1623-44) –gran admirador de Galileo (llegó a componer una oda en su honor celebrando sus descubrimientos astronómicos)– le había planteado.
Como era de esperar, la publicación del libro ofendió a los teólogos. Heridos, estos intentaron convencer al Papa de que Galileo se había atrevido a presentarle a él mismo como un insensato y un simple (bajo la figura de Simplicio). Todo ello acontecía además en una época en la que los crecientes ataques del protestantismo obligaban al Papa a demostrar la determinación de la Iglesia de Roma de preservar la pureza de los dogmas cristianos. Tampoco ayudaría mucho en la controversia el hecho de que Galileo «rehusó la sugerencia que le fue hecha para que presentara como una hipótesis el sistema Copernicano, mientras que no estuviera confirmado por pruebas irrefutables. Se trataba, por lo tanto, de una exigencia del método experimental, del que él fue su genial iniciador»[16].
Así las cosas, el Papa decidió finalmente abrir un proceso y designó una comisión de teólogos para examinar la obra de Galileo. La comisión dictaminó la comparecencia de Galileo ante la Congregación del Santo Oficio (año 1633). Se le acusó de haber transgredido las órdenes recibidas en 1616 y haber violado la promesa formal que había hecho entonces presentando el heliocentrismo como doctrina verdadera en su obra El Diálogo.
Galileo negó que su libro defendiera el copernicanismo y dijo no recordar la prohibición expresa recibida acerca del heliocentrismo del año 1616. Su actitud complicaba la situación puesto que, según las normas del Santo Oficio, un acusado que no reconocía su error debía ser tratado por el tribunal de modo especialmente severo.
Para rebajar la tensión el Comisario del Santo Oficio, Vincenzio Maculano, propuso hablar personalmente con Galileo fuera de los procedimientos judiciales y convencerle de que reconociera su error. Actuando de ese modo el tribunal salvaba su honor y condenaba a Galileo. Al mismo tiempo se dejaba abierta la posibilidad de usar más tarde clemencia con el astrónomo, cambiándole el castigo de prisión por la pena de reclusión en su casa.
Galileo decidió confesar la culpa y reconoció ante el Tribunal que su libro daba la impresión de ser copernicano. Declaró además que había expuesto los argumentos a favor del copernicanismo con una fuerza que él mismo no creía que tuvieran debido no a su mala fe, sino a vanagloria y al deseo de mostrarse más ingenioso que el resto de los mortales. Ese mismo día se le permitió volver al Palazzo Firence, propiedad de un amigo suyo. Posteriormente el proceso entró en su fase formal. El procedimiento formal exigido por las cláusulas del juicio imponía que durante el interrogatorio se amenazara al encausado con tortura. En este caso, aunque ya se sabía que no iba a llegar a ese extremo, se cumplió también con ese requisito formal. Pero, al contrario de lo que algunos afirman, Galileo no sufrió torturas ni ninguna clase de malos tratos físicos.
· Finalmente, el tribunal presidido por el Papa Urbano VIII dictaminó la sentencia[17].
- Se prohibía la edición y la lectura de El Diálogo, sin que dicha prohibición se extienda a sus demás escritos (signo de la reverencia que se le tenía).
- Se le prohibía tratar de cualquier modo el tema del movimiento de la Tierra en el futuro; y debía abjurar de la sospecha de herejía ante la Congregación[18].
- Sería condenado a la pena de cárcel al arbitrio de la Congregación. Pena que le fue conmutada inmediatamente por arresto domiciliario.
Conviene señalar que varios jueces se negaron a suscribir la sentencia y el Papa no la firmó. La leyenda cuenta que tras abjurar Galileo se puso de pie y murmuró entre dientes: «Y sin embargo se mueve» (eppur si muove). Pero esto no es más que una leyenda. No hay duda de que Galileo no pronunció dicha frase, ya que ni Viviani ni Gherardini (sus primeros biógrafos) la mencionan en absoluto. Galileo, anciano y abatido, no estaba en esos momentos en posición de desafiar a la poderosa Inquisición. La frase aparece por primera vez en un libro del año 1757 publicado en Inglaterra.
§ Galileo siguió desarrollando su labor científica en su casa (en la foto). Allí, en 1638, escribió una obra de gran interés científico, quizás la más importante: Los discursos. Un libro que trataba de «dos ciencias nuevas»: una que se ocupaba de la mecánica y otra de la resistencia de los materiales; en él ponía los cimientos sobre los cuales Huygens y Newton construirían más tarde la ciencia de la dinámica y la teoría de la gravitación universal.
Galileo murió el 8 de enero de 1642, un mes antes de cumplir setenta y ocho años, recibiendo los últimos sacramentos.
En definitiva, es cierto que la equivocación de unos jueces eclesiásticos hizo sufrir mucho a Galileo (no físicamente). Pero hay que reconocer que en torno a estos sufrimientos se ha creado un verdadero mito: pintores, escritores y científicos han descrito, durante los últimos siglos, las mazmorras y las inexistentes torturas sufridas por el condenado a causa de la cerrazón de la Iglesia. Lo cierto es que algunos teólogos contemporáneos no supieron interpretar el significado profundo, no literal, de las Escrituras, cuando estas describen la estructura física del universo creado; y que, como hemos visto, las supuestas pruebas del sistema copernicano aportadas por Galileo no eran concluyentes y quizás su carácter impulsivo le llevó a meterse en líos que podría haber evitado.
Desde la Ilustración hasta nuestros días, el caso Galileo se ha esgrimido por muchos como símbolo del carácter reaccionario de la Iglesia: ésta sería contraria al progreso, y la fe sería opuesta a la ciencia. Pero no es verdad; al contrario, la fe ha constituido a lo largo de la historia una fuerza propulsora de la ciencia. Como bien señala T. E. Woods en su obra Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, «incluso si el caso Galileo hubiera sido tan rematadamente malo como la gente piensa, es revelador, como dijo el cardenal John Henry Newman, el famoso converso decimonónico del anglicanismo, que éste sea el único ejemplo que siempre se menciona». Se admita o no, el hecho es que la ciencia moderna se ha desarrollado precisamente en el Occidente cristiano y muchas veces con el aliento de la Iglesia.
En la actualidad, «en un momento de crisis de ideologías, la ciencia y la fe están llamadas a una seria reflexión y a tender puentes sólidos que garanticen la escucha y el enriquecimiento mutuos» (Cardenal Poupard).
Raúl Navarro Barceló
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[9] Es curioso el hecho de que la presentación oficial de dicho instrumento tuviese lugar en la torre del campanario de la Plaza de San Marcos de Venecia. Allí, Galileo, a la sazón catedrático de la Universidad de Padua, mostró a los presentes, que eran numerosos senadores y personajes destacados, las prestaciones de este nuevo instrumento, sobre todo, insistiendo no en el valor astronómico, sino en el valor militar, estratégico, ya que desde una altura de unos 60 metros, parecían poderse tocar con la mano los barcos que se acercaban por la laguna de Venecia; permitía a los venecianos ver al enemigo antes que el enemigo detectara las naves venecianas. Poco les duro la alegría a los venecianos, porque a los pocos meses Galileo se fue con el telescopio a su Toscana natal, a Florencia.
[10] Uno de estos ejemplares se vendió en una subasta realizada por Christie’s el 15 y 16 de junio de 1998 por 387.500 dólares.
[11] La luna y la Tierra ejercen una fuerza que atrae a los cuerpos hacia ellas: esta fuerza de gravedad hace que la Luna y la Tierra se atraigan mutuamente y permanezcan unidas. Como la fuerza de gravedad es mayor cuanto más cerca se encuentren las masas, la fuerza de atracción que ejerce la Luna sobre la Tierra es más fuerte en las zonas más cercanas que en las que están más lejos.
Esta desigual atracción que produce la Luna sobre la Tierra es la que provoca las mareas en el mar. Como la Tierra es sólida, la atracción de la Luna afecta más a las aguas que a los continentes, y por ello son las aguas las que sufren variaciones notorias de acuerdo a la cercanía de la Luna: suben en los puntos directamente bajo la Luna y bajan en los puntos más alejados de la Luna, los bordes de la Tierra vista desde la Luna. Tal como puedes ver en la siguiente animación: http://science.nasa.gov/headlines/images/missingtides/dissipation.gif
Los océanos tienen cierta inercia a la atracción lunar, y el roce con la corteza del fondo oceánico se opone a las mareas lunares. Debido a esto la marea alta sucede un par de horas después de que la Luna ha pasado por su punto más alto en el cielo, es decir las mareas tienen un desfase de un par de horas con respecto a la ubicación de la Luna.
[12] El cardenal Bellarmino dice en una carta: «No es lo mismo afirmar que todos los fenómenos se explican mejor dando por supuesto que el sol ocupa el centro del cosmos que demostrar de hecho que el sol se encuentra en el centro y la Tierra se haya desplazada a otros espacios exteriores».
[13] Galileo atribuía las mareas a los movimientos de rotación y de traslación terrestre (Trattato del Flusso e Reflusso del mare, 1616). Hoy día, todos sabemos que no es esta la causa.
[14] En 1727 el astrónomo inglés James Bradley demostró que en el curso exacto de un año muchas estrellas fijas describen pequeñas elipses (aberración de las estrellas); que estas elipses, en las estrellas próximas al polo celeste, se redondean más y más aproximándose al círculo, pero en las estrellas cercanas al ecuador celeste estas elipses se estrechan más y más llegando a presentar a la vista una sencilla línea recta y que este fenómeno puede explicarse solamente como un efecto de la órbita de la Tierra alrededor del Sol. Unos cuarenta años antes, en 1686, la ley de gravitación universal de Newton ya mostraba que era imposible que el globo inmenso del Sol tuviese por centro de su movimiento a la pequeñísima Tierra.
[15] G. Ravasi, Cuestiones de fe. 150 respuestas a preguntas de creyentes y no creyentes, Estella 2011, p. 81.
[16] Acta Apostolicae Sedis, 85 (1993) p. 764.
[17] Se determinó enviar una copia de la sentencia a los nuncios inquisidores, sobre todo a los de Florencia, para que fuese leída públicamente en una reunión en la que se procuraría que estuviesen presentes los profesores de matemáticas y de filosofía.
[18] El texto de la abjuración (que se realizó en el convento de Santa María sopra Minerva el 22 de junio 1633), dice así: «He sido juzgado vehemente sospechoso de herejía, o sea, de haber sostenido y creído que el sol está inmóvil en el centro del mundo, y que la tierra no es el centro y se mueve. Por tanto deseando quitar de la mente de Vuestras Eminencias y de todo fiel Cristiano esa vehemente sospecha, razonablemente concebida contra mí, con corazón sincero y fe no fingida abjuro, maldigo y detesto dichos errores y herejías, y generalmente cualquier otro error, herejía o secta contrarios a la Santa Iglesia. Y juro que, en el futuro, nunca más diré ni afirmaré, de palabra o por escrito, cosas por las cuales se pueda tener de mí semejante sospecha; y que si conozco a algún hereje o que sea sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio, o al Inquisidor o al Ordinario del lugar donde me encuentre (…) Yo, Galileo Galilei, he abjurado, jurado, prometido y me he obligado tal como consta arriba; y para dar fe de la verdad, he firmado con mi propia mano este documento de abjuración y lo he recitado, palabra por palabra, en Roma, en el convento de la Minerva, el 22 de junio de 1633».