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El caso Galileo: la madre de todas las batallas

§       En el inconsciente colectivo de los humanos perduran, incomprensiblemente, algunos mitos históricos cubiertos por la oscuridad y el engaño. Un ejemplo de ello es, sin duda, el del caso Galileo, presentado durante siglos como paradigma de la oposición entre Ciencia e Iglesia, progreso y conservadurismo.

 

Indudablemente, nadie puede discutir que en aquel suceso los representantes de la Iglesia no estuvieron muy acertados en algunas de sus decisiones, pero, para ser justos, no todo sucedió tal y como lo contaron algunas plumas y mentes más o menos condicionadas. Las tergiversaciones interesadas de los enemigos declarados de la Iglesia, las sesgadas investigaciones de algunos historiadores, las licencias de los autores de teatro[*], novela o cine han creado un falso mito acerca del caso Galileo que llega al extremo de sacrificar al pobre Galileo en la hoguera cuando en realidad murió en su casa a edad avanzada. Al mismo tiempo, otros, buscando defender la actuación de la Iglesia a toda costa, han utilizado una apologética demasiado fácil, sin valorar adecuadamente las complejidades del caso.

 

Sea como fuere, el hecho es que Galileo es considerado por muchos poco menos que “un mártir de la ciencia”. Prueba de ello es que, según algunos estudios sociológicos, el 30% de los estudiantes de ciencias de la Comunidad Europea piensan que Galileo fue quemado vivo en la hoguera por la Iglesia; y un 97% piensa que fue sometido a tortura, cuando la realidad es que ni fue ni quemado ni torturado[1].

 

Posiblemente no ayude poco a este convencimiento erróneo sobre el caso Galileo lo que escriben algunos novelistas de éxito como Dan Brown en su obra Ángeles y demonios:

 

«—Desde el inicio de la historia —explicó Langdon—, ha existido una profunda brecha entre ciencia y religión. Científicos sin pelos en la lengua como Copérnico…

—Fueron asesinados —interrumpió Kohler—. Asesinados por la Iglesia por revelar verdades científicas. La religión siempre ha perseguido a la ciencia. (…)

—Por desgracia —añadió Langadon—, la unificación de la ciencia y la religión era algo que la Iglesia no deseaba.

—Claro que no —interrumpió Kohler—. La unificación habría acabado con la pretensión de la Iglesia de que era el único vehículo mediante el cual el hombre podía comprender a Dios. En consecuencia, la Iglesia juzgó por herejía a Galileo, le declaró culpable y le puso bajo arresto domiciliario permanente»[2]. En esto último al menos el autor es fiel a la historia y no mata a Galileo en la hoguera.

 

 

§          Lo que sí que es cierto es que Galileo Galilei (1564-1642), astrónomo, matemático y físico italiano (aunque su padre quiso que fuera médico y empezó dichos estudios), es uno de los padres de la ciencia moderna[3]. Además de observar las cosas con sus propios ojos y basar sus deducciones en experimentos reales, Galileo fue el primero en llegar a conclusiones a través del método científico moderno de combinar la observación con la lógica; y esa lógica la expresó en las matemáticas, el claro e inconfundible lenguaje simbólico de la ciencia. Galileo veía la naturaleza como una especie de libro del que había que aprender la lengua y los símbolos; labor que podía llevarse a cabo con las matemáticas. El objetivo de la ciencia es formular leyes científicas, leyes que expresen las relaciones constantes entre los fenómenos.

 

            Galileo se encuentra inmerso de lleno en el período que se ha dado en llamar como "Período de la revolución científica", en el que nace y se desarrolla la ciencia experimental moderna.   

      La fecha de inicio que se da a este período corresponde con la muerte de Nicolás Copérnico y la publicación, el mismo día, de su obra De revolutionibus Orbium Coelistium (1543) (Sobre las revoluciones de las órbitas celestes). 

 

La teoría heliocéntrica planteada por Copérnico se apoyaba en los estudios de un astrónomo griego del siglo III a.C. llamado Aristarco de Samos (h. 310-250 a.C.) y era realmente revolucionaria: defendía que todos los planetas, incluido la Tierra, giraban alrededor del Sol, y no al contrario.

 

Lejos de lo que pueda parecer la obra no fue mal recibida en el ámbito eclesial. De hecho estaba dedicada al Papa Pablo III. Pero, sobre todo, lo que liberaba de cualquier sospecha de herejía al texto era el hecho de que un amigo de Copérnico, Andreas Osiander (un pastor luterano), escribió un prólogo que presentaba el heliocentrismo simplemente como una hipótesis que permitía calcular matemáticamente el movimiento de los astros (lo cual es muy útil), pero que no pretendía responder a la realidad.

           

      Por otro lado, el final de este período viene definido por la publicación de otro libro. En este caso una obra del científico inglés Isaac Newton: Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (1687) (Principios matemáticos de la filosofía natural). La conocida anécdota de Newton y la manzana no carece de fundamento. Según escribió el propio Newton, la gran idea de la gravitación se le ocurrió «mientras estaba sentado en actitud contemplativa» y «fue ocasionada por la caída de una manzana». Newton tuvo la audacia de imaginar no sólo que la manzana le caía en la cabeza, sino que era atraída hacia el centro de la tierra.

 

     1582 es una fecha importante porque en el mes de octubre de ese año durante el mes de octubre desaparecieron para siempre 11 días de la historia de la humanidad. El Papa Gregorio XIII llevó a cabo la reforma del calendario juliano, que –como su nombre indica– databa de la época del emperador romano Julio César. Aunque pueda parecer algo anecdótico, este hecho tiene más importancia de la que parece para el tema que estamos tratando.

 

Debido al error que el calendario juliano acumulaba a lo largo de los años, las fechas del calendario perdieron gradualmente la relación que se pretendía que tuviesen con los acontecimientos solares y las estaciones. Esto hizo que en el año 1582 el equinoccio de primavera fuera en realidad el 11 de marzo en lugar del 21 de marzo (fecha que había servido de referencia en el Concilio de Nicea para establecer la fecha de la fiesta de Pascua).

El papa Gregorio XIII, llevando a buen fin un movimiento a favor de la reforma del calendario que ya tenia al menos un siglo de existencia, ordenó que después del 4 de octubre siguiera el 15 del mismo mes y se hicieran las correcciones necesarias. Hoy día seguimos usando el calendario gregoriano.

Esta acontecimiento histórica tiene importancia porque el propio Copérnico utilizaría este desorden del calendario como justificación para intentar encontrar una alternativa al sistema ptolemaico. Sin duda, pensaba Copérnico, algo debe estar equivocado en una teoría que ha dado lugar a semejante calendario. Sin embargo, pese a que el viejo sistema no podía producir un calendario con la precisión requerida, tampoco Copérnico tenía pruebas suficientes para demostrar que su sistema heliocéntrico funcionara mejor. Con los datos de los que él disponía entonces el esquema revisado de Copérnico tampoco habría funcionado.

Aun así, las ideas de Copérnico fueron puestas al servicio de la iglesia para ayudar al Papa Gregorio XIII a elaborar el nuevo calendario. Durante el medio siglo siguiente este objetivo práctico fue la única aplicación pública y directa de las teorías de Copérnico.

§          En este momento conviene detenerse brevemente a explicar las grandes visones cosmológicas que entrarían en confrontación durante este período de tiempo:

 

Cuando los antiguos contemplaban el cielo, tenían la impresión de que todas las estrellas del firmamento, así como también el Sol, la Luna y los planetas, giran cada día alrededor de la Tierra de este a oeste. Pero los hombres de ciencia griegos eran conscientes de que aquello era pura apariencia. La Tierra es un globo que gira en torno a su eje de Oeste a Este y, en consecuencia, el movimiento diario de los cielos es ilusorio (si la Tierra no girase, las estrellas aparecerían quietas en el mismo sitio).

 

La Luna, sin embargo, cambia de posición respecto a las «estrellas fijas» y el Sol hace lo propio, sólo que más despacio (29 días-365 días). Luego, es evidente que la Luna y el Sol giran alrededor de la Tierra.  La situación no es tan fácil con los planetas (por aquel tiempo sólo se conocían cinco: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno). Los cinco cambian también de posición respecto a las estrellas, pero de una manera muy rara y complicada: Mercurio y Venus salen unas veces por la mañana, otras por la tarde; y nunca lucen en lo alto de los cielos, sino siempre cerca del horizonte (más Mercurio que Venus). Los otros tres aparecen en ciertas ocasiones sobre la cabeza del observador y describen un círculo completo en el cielo, de oeste a este; pero sus movimientos no son constantes. En cada revolución o vuelta hay un momento en que Marte decelera, da marcha atrás y viaja durante un rato de este a oeste (movimiento retrógrado). Júpiter describe un movimiento retrógrado 12 veces en cada una de sus revoluciones y Saturno 30 veces.

 

     Claudio Ptolomeo hacia el año 150 d.C., en su obra Composición matemática o más conocida con el nombre de Almagesto, partiendo de la hipótesis de que todos los planetas giraban en trayectorias circulares alrededor de la Tierra, explicó el movimiento retrógrado diciendo que cada planeta se movía en un pequeño círculo (epiciclos) cuyo centro al mismo tiempo describía otro más grande, de oeste a este, en torno a la Tierra. Había momentos en que el planeta tendría que moverse de este a oeste en el círculo más pequeño, y la combinación de movimientos daría como resultado el movimiento retrógrado. Esta compleja teoría tuvo éxito y fue la dominante desde entonces en el mundo occidental.

 

Pero a medida que se fueron acumulando las observaciones celestes hubo que apilar círculos sobre círculos y los cálculos matemáticos se hicieron cada vez más complicados y los hombres de ciencia, como Copérnico, comenzaron a incomodarse.

El heliocentrismo de Copérnico era una teoría matemática bien construida que introducía la importante novedad de situar el sol en el centro del universo, mientras que mantenía la afirmación del movimiento circular y uniforme de los astros. La teoría heliocéntrica, como hemos visto, salió a la luz (gracias al prólogo de Osiander) sin la pretensión de explicar los fenómenos del firmamento, sino simplemente de permitir predecirlos con mayor exactitud. Hay que tener presente que todavía no se había descubierto el telescopio.

 

Si la Tierra se moviese alrededor del Sol, quedaría explicado de inmediato el movimiento retrógrado. Imaginemos que la Tierra y Marte están a un mismo lado del Sol, sólo que aquella moviéndose más deprisa que éste; llegaría un momento en que la Tierra adelantaría a Marte, dando entonces la sensación de que éste se quedaba atrás y retrocedía. La Tierra sacaría cada año una vuelta de ventaja a los planetas exteriores —Marte, Júpiter y Saturno—, de manera que, año tras año, cada uno de estos planetas mostraría un movimiento retrógrado en un cierto momento.

 

Suponiendo que Mercurio y Venus se encontraran más cerca del Sol que la Tierra podría explicarse también su comportamiento. Desde la Tierra sería imposible verlos a más de una cierta distancia del Sol, de modo que Venus y Mercurio sólo podían aparecer por la mañana y al atardecer, cuando la potente luz solar estaba oculta tras el horizonte; y claro está, sólo podían asomar cerca de esta línea, tras la cual acechaba el Sol. En definitiva, las matemáticas necesarias eran mucho más sencillas en el sistema copernicano que en el ptolemaico[4].

 

 

La visión clásica del universo heredada de la cultura griega sufriría su primera corrección realmente importante cuando un joven danés, llamado Tycho Brahe (1546-1601), observó la aparición de una nueva estrella en el firmamento y fue anotando la evolución de su resplandor[5]. Aquel descubrimiento significaba algo increíble: la prueba evidente de que la parte supralunar del universo no era inmutable, tal y como se había sostenido desde la época griega.

 

El propio Brahe propuso en 1583 un nuevo sistema del universo (el ticónico) en el que la Tierra estaba en el centro del universo, la luna y el sol giraban a su alrededor en órbitas circulares; y los demás planetas (Marte, Mercurio, Venus, Júpiter y Saturno) lo hacían alrededor del sol también en órbitas circulares. Por encima de todo había una cúpula de estrellas fijas en movimiento[6].

Sería el astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-1630), ayudante de Tycho Brahe, quien, combinando las leyes matemáticas con los datos de la observación obtenidos por Brahe, formulará las tres leyes sobre el movimiento de los planetas en torno a órbitas elípticas.

 

Mientras que Galileo intentó probar la validez del sistema heliocéntrico sosteniendo que los distintos fenómenos físicos observados por él solo podían ser explicados con este sistema cosmológico, la defensa de Kepler consistió en descifrar con sus leyes las causas inteligibles que gobiernan el orden del mundo. En la época en que los primeros relojes mecánicos daban las horas en las torres de las ciudades europeas, el pensamiento se orientaba hacia una nueva teoría del movimiento. Se argüía que las cosas se movían no motivado por una fuerza exterior, sino a causa de fuerzas impresas en ellas en el momento de su origen, las cuales continuaban actuando después. «Mi propósito —observó Kepler en 1605— es demostrar que la máquina celestial no debe ser comparada a un organismo divino sino a un mecanismo de relojería».

 

 

— Galileo (1564-1642) sería la persona encargada de difundir al gran público el sistema heliocéntrico, apoyándose en una serie de descubrimientos que él mismo haría a través del telescopio. Kepler y Galileo no vivieron en una época fácil. Los enfrentamientos políticos y religiosos de ese momento, y su diferencia de caracteres, fueron un fuerte impedimento para que se diera una unión fructífera entre ellos. Galileo llegó incluso a rechazar las leyes de Kepler del movimiento planetario.

 

 

§      Es importante subrayar desde un principio que el heliocentrismo no estaba demostrado en la época de Galileo. Eran pocos los seguidores de Copérnico[7], y no había pruebas concluyentes a favor de dicha teoría, en buena medida debido a la concepción errónea tanto de Copérnico como de Galileo de sostener que las órbitas de los planetas en torno al Sol eran circulares. Esta premisa «es importante para valorar la actuación de las autoridades de la Iglesia. La cosa cambia completamente si esto no se tiene en cuenta: las autoridades de la Iglesia aparecen como si quisieran admitir una teoría que estaba ya establecida y demostrada, lo cual no es cierto en modo alguno. Esa teoría se abrió paso lentamente en el mundo científico»[8].

 

A fin de cuentas, las ideas no se imponen en cualquier momento, sino sólo cuando encuentran tiempos y circunstancias favorables. Difícilmente podemos nosotros, personas del siglo XXI, caer en la cuenta de los sacrificios que la aceptación del sistema copernicano pedía a la mentalidad común de la época del siglo XVII. Era necesario hacer poco caso de las apariencias, renegar del testimonio de los sentidos, ver el Sol inmóvil y la Tierra en movimiento y considerarla un astro como los demás. Cosas que nosotros aprendemos en la escuela desde nuestros primeros años; cosas que los hombres habían aprendido de otra forma también en la escuela desde hacía diecinueve siglos. Si a nosotros nos extraña aceptar ahora que Plutón ya no es un planeta, imagínense lo que supuso la defensa del sistema heliocéntrico.

 

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[*] Al oscurecimiento y deformación del caso Galileo contribuyó en gran medida al dramaturgo alemán Bertold Bretch, uno de los más importantes e influyentes autores del siglo XX, creador del llamado Teatro épico, en el que el propósito de la obra, más que el entretenimiento o el mimetizar la realidad, era presentar ideas e invitar al público a hacer juicios acerca de ellas. Los personajes no deben imitar a las personas reales, sino representar los lados opuestos de un argumento, de arquetipos o estereotipos. Bretch compuso una obra titulada La vida de Galilei, estrenada el 9 de septiembre de 1943 en el teatro de Zúrich.

[1] Cf. V. Messori, Leyendas negras de la Iglesia, Barcelona 2001, p. 117.

[2] D. Brown, Ángeles y demonios, Barcelona 2004, pp. 50-52.

[3] Basada en lo que hoy denominamos el “método científico”, que combina la visión matemática del mundo y la experimentación empírica verificable. Realizar las observaciones en condiciones cuidadosamente controladas reduce el componente subjetivo de nuestra percepción y, en principio, expone las observaciones al escrutinio público.

[4] Cf. I. Asimov, Momentos estelares de la ciencia, Madrid 1981, pp. 20-23

[5] En 1572, cuando tenía 26 años de edad, Tycho observó una supernova en la constelación de Cassiopeia. Inicialmente la estrella era tan brillante como Júpiter pero pronto superó la magnitud -4, siendo visible incluso de día. Poco a poco fue desvaneciéndose hasta dejar de ser visible hacia marzo de 1574. Cuando Tycho publicó las observaciones detalladas de la aparición de esta supernova se convirtió instantáneamente en un respetado astrónomo. Llamó a la estrella Stella Nova (estrella nueva, en latín).

[6] La teoría de Tycho Brahe es parcialmente correcta. Habitualmente se considera a la tierra girando alrededor del sol porque se toma como punto de referencia a éste último. Pero si se considera la tierra como referencia, el sol gira en torno a la tierra, así como la luna. No obstante Tycho Brahe pensaba que la orbita de los mismos era circular, cuando en realidad son elipses.  

[7] El carmelita Pablo Antonio Foscarini intentó concordar dicho sistema con la Biblia.

[8] M. Artigas-E. R. Shea, El caso Galileo. Mito y realidad, Madrid 2009, p. 33.

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