La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
Transformar las heridas en perlas
Texto sacado de la siguiente obra: Paolo Scquizzato, Elogio de la vida imperfecta. El camino de la fragilidad, Madrid 2014, pp. 5-10. Hay algún muy pequeño cambio sobre la traducción realizada en esta versión española. El subrayado y la cursiva es mío y tiene como fin ayudar a una mejor comprensión del texto.
La perla es espléndida y preciosa. Nace del dolor. Nace cuando una ostra es herida.
Cuando un cuerpo extraño –una impureza, un granito de arena– penetra en su interior y la inhabita, la concha comienza a producir una sustancia (la madreperla) con la cual lo recubre para proteger el propio cuerpo indefenso. Al final se habrá formado una hermosa perla, brillante, preciosa. Si no es herida, la ostra no podrá nunca producir perlas, porque la perla es una herida cicatrizada.
¿Cuántas heridas llevamos dentro? ¿Cuántas sustancias impuras nos habitan? Límites, debilidades, pecados, incapacidades, inadaptaciones, fragilidades psicofísicas… ¿Y cuántas heridas en nuestras relaciones interpersonales? La cuestión fundamental para nosotros será: ¿qué hacemos con ellas? ¿Cómo las vivimos?
La única solución es vendar nuestras heridas con esa sustancia cicatrizante que es el amor: única posibilidad de crecer y de ver las propias impurezas convertirse en perlas.
La alternativa es cultivar resentimientos hacia los demás por sus debilidades y atormentarnos a nosotros mismos con continuos y devastadores sentimientos de culpa por lo que no deberíamos ser y por lo que no deberíamos sentir.
La idea que a menudo llevamos dentro es que deberíamos ser de otra manera; que, para ser aceptados por nosotros mismos, por los otros y por Dios, no tendríamos que tener dentro de nosotros esas impurezas indecentes. Quisiéramos ser simples «ostras vacías», sin cuerpos extraños de distintos tipos; en fin, unos «puros». Pero esto es imposible; y además, en caso de que nos considerásemos como tales, eso no significaría que no hayamos sido heridos nunca, sino solo que no lo reconocemos, que no conseguimos aceptarlo, que no hemos sabido perdonarnos y perdonar, comprender y transformar el dolor en amor; y seremos simplemente pobres y terriblemente vacíos.
Es fundamental llegar a comprender la importancia –en nosotros y fuera de nosotros, en nuestras relaciones– de la presencia de los límites, de las heridas, de las zonas de sombra; comprender a la luz del mensaje evangélico, que todo aquello de nuestro mundo interior y del de los otros que está marcado por la sombra y el límite es nuestra riqueza y que, precisamente allí, es posible tener experiencia de nuestra salvación. En fin, que no hay nada dentro de nosotros que merezca ser desechado.
Todo puede ser transformado en gracia, hasta el pecado, decía Agustín. Hasta nuestra sexualidad herida y nuestras neurosis, añadiremos nosotros, con tal de que hagamos de ello una ocasión para abrirnos, para acoger y compartir. Por eso haremos mal en despreciarlas. Debemos, en cambio, aprender a hacer buen uso de ellas. Son materia de santidad.
Si empezamos a razonar de este modo, quiere decir que se ha cumplido en nosotros la verdadera conversión, la metànoia evangélica: hemos hecho nuestro «otro» pensamiento, o bien hemos llegado finalmente a no pensar ya que la «pureza», la ausencia de debilidad y de pecado, son nuestra salvación, sino precisamente lo contrario. La salvación, la santidad, será finalmente darnos cuenta de nuestra verdad, es decir, que somos heridos, limitados, frágiles, pero al mismo tiempo objetos del amor «loco» de un Dios que –precisamente porque estamos hechos así– viene a visitarnos y habitarnos. La santidad tiene poco que ver con la perfección.
El Evangelio revela continuamente que todo lo que tiene el sabor de límite encierra en sí también la posibilidad de su cumplimiento. Jesús nos dice a cada uno de nosotros: «Ama esa parte de ti que no quisieras tener. Envuélvela con el amor y al final comprobarás que tienes en ti una perla preciosa, porque en la herida reconocida, envuelta por el amor, experimentarás el tesoro que llevas dentro».
Con insistencia el Evangelio nos exhorta a poner en el centro nuestro límite y nuestra fragilidad (cf. el hombre con la mano paralizada, Mc 3,3 y Lc 6,8; el paralítico, Lc 5,19). Poner en el centro nuestras zonas de sombra quiere decir reconocer por una parte su existencia y, por otra, que éstas, frente a la resurrección de Cristo, no son la última palabra sobre nuestra humanidad.
Tenemos que decidir si optamos por la fuerza o por la debilidad. Nuestra inadecuación, nuestra debilidad, es una fuerza más grande que cualquier otra, porque tiene la fuerza misma de Dios: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Co 12,10).
Esta verdad debería volver al centro de nuestra vida cristiana. Como hemos dicho, en los Evangelios, en el centro de la escena, está siempre la mujer y el hombre en su enfermedad, en su ser herido, débil y frágil. Por tanto, también en el centro de la asamblea (de la comunidad, de nuestra familia, de la Iglesia…), en el centro de nuestra vida como cristianos no destaca la fuerza, el hazlo tú mismo, la observancia obsesiva de los santos preceptos, el ser moralmente irreprensibles… está sólo nuestra debilidad y el amor de Dios.