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Su sudor se hizo como gotas de sangre (Lc 22,44)

 

      Después de la última cena, Jesús se retira a orar al huerto de los olivos. Allí, de rodillas, ora intensamente diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). La oración se hace cada vez más intensa «y sumido en agonía, insistía más en su oración. su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra» (Lc 22,44). En uno de sus libro José Luis Martín Descalzo comenta esta escena con palabras que merecen la pena ser leídas (J. L. Martín Descalzo, Vida y misterio de Jesús de Nazaret, Salamanca 2001).

 

            

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El último «por qué»

 

            «Ahora tenemos que preguntarnos por qué este miedo terrible, por qué este espanto inédito. ¿Simple temor a la muerte? ¿Pánico ante la cruz y los azotes? ¿Terror a la soledad? Evidentemente tiene que haber algo más allá, más horrible y profundo.

 

La muerte, el dolor físico, son evidentemente muy poco para quien tiene la fe que Jesús tenía. Tuvo que haber más, mucho más. Tuvo que haber razones infinitamente más graves que el puro miedo al dolor.

 

Sólo una explicación teológica puede ayudarnos a entender esta escena. Y esa explicación es que en este momento Jesús penetra, vive en toda su profundidad la hondura de lo que la redención va a ser para él. En este instante Jesús asume en plenitud todos los pecados por los que va a morir. En este momento en que comienza su pasión, Cristo «se hace pecado» como se atrevería a decir con frase espeluznante san Pablo.

 

¡Morir! ¡Eso no es una gran cosa! ¡Eso es cosa de hombres, parte de la aventura humana! Pero aquí no se trataba de morir, sino de redimir, es decir, de «incorporar», de hacer suyos, todos los pecados de todos los hombres, para morir en nombre y en lugar de todos los pecadores.

 

Solemos pensar que Jesús «cargó» con los pecados del mundo, como quien toma un saco y lo lleva sobre sus espaldas. Pero eso no hubiera sido una redención. Para que exista una verdadera redención, debe haber una verdadera sustitución de víctimas y la que muere debe hacer suyas todas esas culpas por las que los demás estaban castigados a la muerte eterna.

 

Hacerlas suyas, incorporarlas, es casi tanto como cometerlas. Jesús no pudo «cometer» los pecados por los que moría, pero, si de alguna manera no los hubiera hecho parte verdadera de su ser, no habría muerto por esos pecados. Y no se trata de uno, de dos, de cien pecados. Se trata de todos los pecados cometidos desde que el mundo es mundo hasta el final de los tiempos. Un solo pecado que él no hubiera hecho suyo habría quedado sin redimir, sin posibilidad de verdadero perdón.

 

Así pues, él no estaba haciéndose autor de los pecados del mundo, pero sí los tomaba por delegación, sí los incorporaba a sí. Se hacia «pecador», se hacia «pecado».

 

 

            Todo esto para nosotros no significa nada. El hombre sabe muy bien vivir con su pecado, sin que esto le desgarre. El hombre no sabe lo que es el pecado, o, si lo sabe, lo olvida, o, si lo recuerda, no lo mide en su profundidad.

 

Pero Jesús sabía en todas sus dimensiones lo que es un pecado: lo contrario de Dios, la rebeldía total contra el Creador. Estaba, pues, haciendo suyo lo que era lo contrario de sí mismo. Estaba incorporando lo radicalmente opuesto a la naturaleza de su alma de hombre-Dios. Estaba convirtiéndose, por delegación, en enemigo de su Padre, en «el» enemigo de su Padre, puesto que recogía en sí todos los gestos hostiles a él. Hacerse pecado era para Jesús volver del revés su naturaleza, dirigir todas sus energías contra lo que con todas sus energías era y vivía.

 

 

            ¿Quien no sentiría vértigo al creer todas estas cosas, si verdaderamente creyéramos en ellas? Ahora si, ahora se explica todo el desgarramiento. Nunca jamás en toda la historia del mundo y en la de todos los mundos posibles ha existido nada, ni podrá existir nada, más horrible que este hecho de un Dios haciéndose pecado. Cualquier sudor de sangre, cualquier agonía humana, no será mas que un pálido reflejo de este espanto.

 

 

 

La túnica del mal

 

            Quiero citar aquí –aunque sea muy largo– un texto justamente famoso de alguien que se ha atrevido a mirar cara a cara esta tragedia. Es una meditación del cardenal Newman sobre los «dolores mentales» de Cristo.

 

«En esta hora tremenda –dice– el Salvador del mundo se echó de rodillas, desnudándose de las defensas de su divinidad, apartando casi por la fuerza a los ángeles dispuestos a responder por millares a su llamada, abriendo los brazos y descubriendo su pecho para exponerlo, en su inocencia, al ataque del enemigo, de un enemigo cuyo aliento era de una pestilencia mortal, cuyo abrazo era una agonía. Y así permaneció, de rodillas, inmóvil y silencioso, mientras el impuro enemigo envolvía su espíritu con una túnica empapada en todo lo que el crimen humano tiene de mas odioso y atroz, y la apretaba en torno a su corazón. Y, mientras tanto, invadía su conciencia, penetraba en todos sus sentidos, en todos los poros de su espíritu y extendía sobre él su lepra moral, hasta que él se sintió convertido casi en lo que nunca podía llegar a ser, en lo que su enemigo hubiera querido convertirlo. ¡Cuál fue su horror cuando, al mirarse, no se reconoció, cuando se sintió semejante a un impuro, a un detestable pecador, en su percepción aguda de ese montón de corrupciones que llovía sobre su cabeza y chorreaba hasta el borde de su túnica!

 

¡Cuál no fue su extravío cuando vio que sus ojos, sus manos, sus pies, sus labios, su corazón eran como los del maligno y no como los de Dios! ¿Son estas las manos del cordero inmaculado de Dios, hasta ese instante inocentes, pero rojas ahora por mil actos barbaros y sanguinarios? ¿Son estos los labios del cordero, los labios que ya no pronuncian plegarias, ni alabanzas, ni acciones de gracias, sino que están inmundos de juramentos, de blasfemias y doctrinas demoniacas? ¿Son estos los ojos del cordero, ojos profanados por las visiones inmundas y las fascinaciones idolatras por las cuales abandonaron los hombres a su adorable Creador? En sus oídos resuena el fragor de las fiestas y los combates; su corazón está congelado por la avaricia, la crueldad, la incredulidad; su misma memoria esta oprimida por todos y cada uno de los pecados cometidos desde la primera caída del hombre en todas las regiones de la tierra. Vienen todos estos adversarios sobre ti a millones, vienen en escuadrillas más numerosas que las pestes de las langostas, que los látigos del granizo, que las moscas y las ranas enviadas contra el Faraón. Los pecados de los vivos y los muertos, los pecados de los no nacidos todavía, los de los condenados y de los salvados, los pecados de tu pueblo y de todos los extranjeros, los de los santos y los pecadores, todos los pecados están aquí. ¡Verdaderamente solo Dios es capaz de soportar tanto peso!».

 

            ¿Qué es la muerte, qué son las espinas, qué los látigos y el vinagre junto a este horror? ¿Qué es el dolor humano frente a esta atroz realidad?

 

 

 

El Maligno

 

            ¿Hace literatura Newman al situar en el huerto una lucha entre Jesús y Satanás? Sabemos que este combate duró en realidad toda la vida de Cristo. Y que en algún momento se hizo visible y dramático. El desierto conoció ese frontal encuentro. Mas el evangelista, al concluirse las tres tentaciones, apostilla: «Se retiro hasta otra ocasión» (Lc 4,13). Pero, luego, nunca nos contara que ocasión fue esta. ¿Acaso el huerto de los olivos?

 

En varios momentos de este jueves y viernes los evangelistas aluden a una presencia de Satanás. San Juan consigna que entró dentro de Judas después de que Cristo le dio el bocado de la última cena (Jn 13,27). Momentos después es el propio Cristo quien declara: «Viene el príncipe de este mundo; mas contra mí no puede nada» (Jn 14,30). En la misma cena Jesús asegura a los apóstoles que esa noche Satanás les cribará como criba el campesino el trigo y la paja (Lc 22,31). En el mismo huerto habla a los suyos de la necesidad de orar para no caer en la tentación. Evidentemente, Satanás estuvo allí, no sabemos cómo ni en qué forma, pero allí comenzaba la gran batalla que concluiría horas más tarde en la cruz. ¿Estuvo para intentar convencer a Cristo de la «inutilidad» de su pasión? ¿Le mostró para cuántos moriría en vano? ¿Le hizo ver cómo el mundo seguiría rodando por la mediocridad y el pecado después de su muerte? ¿Le obligó a escuchar anticipadamente los gritos de los que a la mañana siguiente aullarían pidiendo su crucifixión? En el desierto puso ante su imaginación los reinos de la tierra. ¿Colocó ahora ante él la mediocridad de los elegidos, los pecados de sus sacerdotes, las mixtificaciones de sus hombres de Iglesia, la traición a su evangelio, la dulcificación de sus enseñanzas, las divisiones entre cristianos, su cruz confundida con la espada, la utilización de su nombre para fines violentos? ¿Fue realmente Satanás quien hizo dormir a sus tres elegidos para resumir en ese dramático abandono la postura habitual y secular de su Iglesia?

 

Sí, ahora entendemos su sudor de sangre. Morir para construir un ejército de purísimos, asumir el pecado para destruirlo no sólo en su raíz, sino también en su futura existencia, son tareas que pueden sobrellevarse. Pero... morir para que el reino del pecado siga extendiéndose, para que sus tentáculos sigan llegando hasta los últimos y más elegidos rincones; redimir para que buena parte de los redimidos no se entere siquiera de esa redención; caer bajo el pecado para que esa caída no impida que sigan cayendo cientos de millones... ¡En verdad que todo esto sólo podía asumirlo un Dios!».

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