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La señal de la cruz

  Una breve consideración sobre este gesto tan propiamente cristiano a partir de una consideración personal y dos textos: uno del teólogo Romano Guardini y otro a propósito de santa Benardette de Lourdes, que nos pueden ayudar a vivirlo de un modo más consciente y amoroso.

 

·          Este sencillo signo pone de relieve tres cosas importantes: la más evidente, nuestra

fe en Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo; nos recuerda también nuestro valor y

dignidad ya que Cristo murió en la cruz porque pensaba que somos lo suficientemente

valiosos como para redimirnos; y, finalmente, nos recuerda el sentido de nuestra vida:

conocer a Dios, amarlo y servirlo a través de los demás, con el fin de vivir por siempre

a su lado en el cielo. La señal de la cruz nos recuerda esto constantemente:

 

- En el nombre del Padre: Ponemos los dedos de la mano sobre la frente, el lugar del intelecto.

Allí está también el origen de nuestras acciones, como Dios Padre es el origen de todo.

Hacia Él se debe dirigir nuestro pensamiento; Él es el origen y la meta de nuestra vida.

 

-...y del Hijo: Colocamos la mano en el pecho, donde está el corazón, que simboliza al amor. Con ello recordamos lo que hemos escuchado en el Evangelio: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único». La segunda Persona de la Trinidad se encarnó, murió y resucitó por nosotros, para librarnos del pecado y darnos la vida eterna. Recordando su amor, renovamos nuestro deseo de amar a Dios.

 

-...y del Espíritu Santo: Colocamos la mano en el hombro izquierdo y luego en el derecho, recordando que es precisamente el Espíritu Santo quien nos ayuda a cargar con el peso de nuestra vida y nos da la fuerza necesaria para vivir de acuerdo a los mandatos de Jesucristo, haciendo realidad el mandamiento del amor al prójimo al que tenemos que cargar sobre nuestros hombros como Dios ha hecho con nosotros.

 

 

·          Romano Guardini, escribió: «Cuando hagas la señal de la Cruz, procura que esté bien hecha. No tan de prisa y contraída, que nadie la sepa interpretar. Una verdadera cruz, pausada, amplia, de la frente al pecho, del hombro izquierdo al derecho. ¿No sientes cómo te abraza por entero? Haz por recogerte; concentra en ella tus pensamientos y tu corazón, según la vas trazando de la frente al pecho y a los hombros, y verás que te envuelve en cuerpo y alma, de ti se apodera, te consagra y santifica. ¿Y por qué? Pues porque es signo de totalidad y signo de redención. En la Cruz nos redimió el Señor a todos, y por la Cruz santifica hasta la última fibra del ser humano.

 

            De ahí el hacerla al comenzar la oración, para que ordene y componga nuestro interior, reduciendo a Dios pensamientos, afectos y deseos; y al terminarla, para que en nosotros perdure el don recibido de Dios; y en las tentaciones, para que El nos fortalezca; y en los peligros, para que Él nos defienda; y en la bendición, para que, penetrando la plenitud de la vida divina en nuestra alma, fecunde cuanto hay en ella.

 

         Considera estas cosas siempre que hicieres la señal de la Cruz. Signo más sagrado que éste no le hay. Hazlo bien: pausado, amplio, con esmero. Entonces abrazará él plenamente tu ser, cuerpo y alma, pensamiento y voluntad, sentido y sentimientos, actos y ocupaciones; y todo quedará en él fortalecido, signado y consagrado por virtud de Cristo y en nombre de Dios uno y trino»[1].

 

 

·         Cuando la Virgen María se apareció a la joven Bernardita en la gruta de Lourdes lo primero que le enseñó —antes de entablar diálogo alguno— fue a hacer la señal de la cruz; a hacerla bien y a menudo.

 

            Aquella señal de la cruz «se caracterizaba por su lentitud, por su amplitud y por el gran recogimiento con que la hacía. Bernardita, empleando todo su tiempo, levantaba su mano derecha hasta tocar con los dedos la parte superior de su frente. Luego bajaba su mano y los dedos rozaban su cintura. Después, levantaba su mano y tocaba con los dedos, primero, el hombro izquierdo y luego el derecho. La niña daba la impresión de envolverse en la señal de la cruz como quien se envuelve en un chal, o como quien se pone un vestido». O quizás sea mejor decir que Bernardita sentía que el mismo Dios Uno y Trino envolvía su cuerpo y su alma con un abrazo amoroso que se apoderaba de ella y la santificaba.

 

La señal de la cruz le servía como «puerta de entrada a un nuevo mundo, presente en medio de éste, al que Jesús llama “el Reino de Dios”»[2]. Un mundo caracterizado por la presencia real e íntima de Cristo en nuestra vida, a la que Él se ha abrazado con pasión.

 

           Siendo ya religiosa, una de las hermanas del convento preguntó a Bernardita: «¿Qué hay que hacer para estar seguro de ir al cielo?». Bernardita contestó inmediatamente: «Hacer bien la señal de la cruz, ya es mucho». Sigamos, pues, este sencillo consejo. Hagamos la señal de la cruz con pausa, amplitud y esmero; dejándonos abrazar por Dios; ofreciéndole nuestro cuerpo y alma, pensamiento y voluntad, sentimientos y acciones para gloria suya. Así sea.

 

 

 

[1] R. Guardini, Los signos sagrados, Barcelona 1957.

[2] Régis-Marie de la Teyssonnière-Horacio Brito, Hacer la señal de la cruz con Bernardita. Tema pastoral 2010 de la Peregrinación a Lourdes.

 

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