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Navidad en la prisión

  Este texto que apareció en el Boletín Entre rejas del SEPAP (Secretariado de Pastoral Penitenciaria) el 22 de diciembre de 2006, firmado por A. B. Un texto que nos puede ayudar a renovar nuestra mirada de esperanza en la Navidad.  

     

         Acabo de salir de la prisión. He pasado en ella  ocho años. No es gloria alguna, ciertamente. Aun así tengo la impresión de salir engrandecido.

 

         Estos ocho años de reclusión me han permitido descubrir a alguien maravilloso que ha trasegado del todo mi vida: Jesucristo. Lo encontramos por todas partes donde hay miseria, por todas partes donde los hombres sufren. Al fondo de un calabozo, en chirona, dónde imperan el frío, el hambre la tristeza; allá le he encontrado yo.

 

Él me espera, al fondo de mi soledad y de la añoranza de la libertad. Sí, en estas condiciones yo he descubierto a Jesucristo. Cuando ya no tienes nada, cuando ya no puedes nada, entonces Él lo puede todo. Basta con mirar la cruz para entenderlo.

 

         ¿Qué puedo decir de mis Navidades en la prisión? Os extrañará, no lo  dudo, pero nunca las pasé mejores. Guardo de ellas unos recuerdos maravillosos.

 

En casa la Navidad estaba totalmente vacía de sentido. Una fiesta como cualquier otra. Mi padre era ateo y yo no oí jamás hablar de Dios en familia. Nos reuníamos a la sombra de un abeto pagano, comíamos, bebíamos -a menudo más de la cuenta-,  para acabar pasando la noche al bar de la esquina o en una casa de juego. ¿Qué quedaba de todo esto al día siguiente? Una boca rasposa, unos ojos hinchados y un hígado dolorido... Esto era Navidad.

 

Navidad en la prisión no siempre es divertido. Más que otros días te sientes muy solo. Esta soledad se va haciendo más pesada y una inquietud profunda te oprime el corazón. Esto es verdad para los encarcelados, pero también lo es para los viejos, los inválidos, los enfermos, los que están en soledad. Pero, cuando tienes a Jesucristo como amigo, entonces Navidad en la prisión es formidable. ¡Qué importan nuestros sufrimientos y nuestras angustias! ¡Qué importa nuestra soledad y nuestra sed de estimación! ¡Qué importan el frío y el cansancio…! Jesús viene a llenar; Jesús viene a pasar todo esto con nosotros, si le hacemos algo de lugar, si le abrimos la puerta del corazón. Ha habido Navidades, en la prisión, en que habría deseado morir de tan feliz como me sentía, de tanto como sentía a Jesús cerca de mí. Porque la plegaria no la detienen los altos muros ni las gruesas rejas. Puedes mezclar tu voz con la de la Iglesia del cielo. Rogar es elevarse. Y quien se eleva, eleva con él el mundo. Así descubres que los hay más desgraciados que tú. Te sientes solidario de los otros. No aceptas que sufran. Olvidas algo de ti para ofrecerlo a los demás: esto es Navidad.

 

Jesús prisionero de los pañales y nosotros de las rejas... Un Rey dentro de un establo, unos hombres en la cárcel... Un establo no es digno de un rey, ni la prisión lo es de unos hombres, aunque la hayan merecido. Pero, lo sabéis, para Jesús todo esto no tiene ninguna importancia. No le interesa el hombre viejo, sino el hombre nuevo. No recuerda más aquello que hemos sido. Dios vive el presente. Lo que le interesa es esto que ahora ve, esto que somos nosotros. Y nosotros somos hijos de Dios.

 

         San Pablo nos dice que hemos recibido un espíritu de adopción gracias al cual podemos gritar: ¡Abbà!, es decir, ¡Padre! Navidad es la respuesta de Dios a los gritos de sus hijos. Navidad es la fiesta del amor y de la esperanza. Somos queridos y salvados. Jesús viene a decírnoslo Él mismo...

 

Esta es, hermanos queridos que me leéis, la novedad que Jesús trae a una vida, incluso cuando está hundida y en aprieto. Pues bien, no hay gozo sin novedad, sin un nuevo comienzo en la esperanza. ¡Seamos lo que hayamos sido, seamos lo que seamos, todo, en nosotros, puede siempre volver a empezar... como empieza a vivir un Niño el día de Navidad...! ¡Que este gozo de Cristo sea también el vuestro! 

 

A. B.

 

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