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Meditación sobre la Sagrada Eucaristía

Mi vida es una misa prolongada

    Un texto del padre san Alberto Hurtado (1901-1952). El texto está extraído de una página de Internet dedicada a este santo chileno (link).  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I. La Eucaristía como sacrificio.

 

El sacrificio eucarístico es la renovación del sacrificio de la cruz. Como en la cruz todos estábamos incorporados en Cristo; de igual manera en el sacrificio eucarístico, todos somos inmolados en Cristo y con Cristo.

 

De dos maneras puede hacerse esta actualización. La primera es ofrecer, como nuestra, al Padre celestial, la inmolación de Jesucristo, por lo mismo que también es nuestra inmolación. La segunda manera, más práctica, consiste en aportar al sacrificio eucarístico nuestras propias inmolaciones personales, ofreciendo nuestros trabajos y dificultades, sacrificando nuestras malas inclinaciones, crucificando con Cristo nuestro hombre viejo [también unimos al sacrificio de Cristo nuestros deseos y alegrías, las obras de caridad que hemos hecho, el tiempo que hemos dedicado a los demás, el amor que hemos compartido, etc. (nota particular del autor de esta web)]. Con esto, al participar personalmente en el estado de víctima de Jesucristo, nos transformamos en la Víctima divina. Como el pan se transubstancia realmente en el cuerpo de Cristo, así todos los fieles nos transubstanciamos espiritualmente con Jesucristo Víctima. Con esto, nuestras inmolaciones personales son elevadas a ser inmolaciones eucarísticas de Jesucristo, quien, como Cabeza, asume y hace propias las inmolaciones de sus miembros.

 

¡Qué horizontes se abren aquí a la vida cristiana! La Misa centro de todo el día y de toda la vida. Con la mira puesta en el sacrificio eucarístico, ir siempre atesorando sacrificios que consumar y ofrecer en la Misa. ¡Mi Misa es mi vida, y mi vida es una Misa prolongada!

 

 

II. La Eucaristía es centro de la vida cristiana.

 

Por la Eucaristía tenemos la Iglesia y por la Iglesia llegamos a Dios. Cada hombre se salvará no por sí mismo, no por sus propios méritos, sino por la sociedad en la que vive, por la Iglesia, fuente de todos sus bienes. Sin la Eucaristía, la Iglesia de la tierra estaría sin Cristo. La razón y los sentidos nada ven en la Eucaristía, sino pan y vino, pero la fe nos garantiza la infalible certeza de la revelación divina; las palabras de Jesús son claras: «Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre» y la Iglesia las entiende al pie de la letra y no como puros símbolos. Con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, los católicos creemos, que «el cuerpo, la sangre y la divinidad del Verbo Encarnado» están real y verdaderamente presentes en el altar en virtud de la omnipotencia de Dios.

 

El Cristo Eucarístico se identifica con el Cristo de la historia y el de la eternidad. No hay dos Cristos sino uno solo. Nosotros poseemos en la Hostia al Cristo del sermón de la montaña, al Cristo de la Magdalena, al que descansa junto al pozo de Jacob con la samaritana, al Cristo del Tabor y de Getsemaní, al Cristo resucitado de entre los muertos y sentado a la diestra del Padre. No es un Cristo el que posee la Iglesia de la tierra y otro el que contemplan los bienaventurados en el cielo: ¡una sola Iglesia, un solo Cristo!

 

Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros, debería revolucionar nuestra vida. No tenemos nada que envidiar a los apóstoles y a los discípulos de Jesús que andaban con Él en Judea y en Galilea. Todavía está aquí con nosotros. En cada ciudad, en cada pueblo, en cada uno de nuestros templos; nos visita en nuestras casas, lo lleva el sacerdote sobre su pecho, lo recibimos cada vez que nos acercamos al sacramento del Altar.

 

Un alma permanece superficial mientras que no ha sufrido. En el misterio de Cristo existen profundidades divinas donde no penetran por afinidad sino las almas crucificadas. La auténtica santidad se consuma siempre en la cruz. El que quiere comulgar con provecho, que ofrezca cada mañana una gota de su propia sangre para el cáliz de la redención.

 

 

III. La Eucaristía y las aspiraciones del hombre.

 

La gran obra de Cristo, que vino a realizar al descender a este mundo, fue la redención de la humanidad. Y esta redención en forma concreta se hizo mediante un sacrificio. Toda la vida del Cristo histórico es un sacrificio y una preparación a la culminación de ese sacrificio por su inmolación cruenta en el Calvario. Toda la vida del Cristo místico no puede ser otra que la del Cristo histórico y ha de tender también hacia el sacrificio, a renovar ese gran momento de la historia de la humanidad que fue la primera Misa, celebrada durante veinte horas, iniciada en el Cenáculo y culminada en el Calvario.

 

Toda santidad viene del sacrificio del Calvario, él es el que nos abre las puertas de todos los bienes sobrenaturales. Todas las aspiraciones más sublimes del hombre, todas ellas, se encuentran realizadas en la Eucaristía:

 

1. La Felicidad: el hombre quiere la felicidad y la felicidad es la posesión de Dios. En la Eucaristía, Dios se nos da, sin reserva, sin medida; y al desaparecer los accidentes eucarísticos nos deja en el alma a la Trinidad Santa, premio prometido sólo a los que coman su Cuerpo y beban su Sangre.

 

2. Ser como Dios: El hombre siempre ha aspirado a ser como Dios, a transformarse en Dios, la sublime aspiración que lo persigue desde el Paraíso. Y en la Eucaristía ese cambio se produce: el hombre se transforma en Dios, es asimilado por la divinidad que lo posee; puede con toda verdad decir como San Pablo: «ya no vivo yo, Cristo vive en mí» (Gál 2,20).

 

3. Hacer cosas grandes: El hombre quiere hacer cosas grandes por la humanidad; pero, ¿dónde hará cosas más grandes que uniéndose a Cristo en la Eucaristía? Ofreciendo la Misa salva la humanidad y glorifica a Dios Padre en el acto más sublime que puede hacer el hombre. El sacerdote y los fieles son uno con Cristo, «por Cristo, con Él y en Él» ofrecemos y nos ofrecemos al Padre.

 

4. Unión de caridad: en la Misa, también nuestra unión de caridad se realiza en el grado más íntimo. La plegaria de Cristo «Padre, que sean uno... que sean consumados en la unidad» (Jn 17,22-23), se realiza en el sacrificio eucarístico.

 

¡Oh, si fuéramos a la Misa a renovar el drama sagrado, a ofrecernos en el ofertorio con el pan y el vino que van a ser transformadas en Cristo pidiendo nuestra transformación! La consagración sería el elemento central de nuestra vida cristiana. Teniendo la conciencia de que ya no somos nosotros, sino que tras nuestras apariencias humanas vive Cristo y quiere actuar Cristo...

 

Y la comunión, esa donación de Cristo a nosotros, que exige de nosotros gratitud profunda, traería consigo una donación total de nosotros a Cristo, que así se dio, y a nuestros hermanos, como Cristo se dio a nosotros. A la comunión no vamos como a un premio, no vamos a una visita de etiqueta, vamos a buscar a Cristo para «por Cristo, con Él y en Él» realizar nuestros mandamientos grandes, nuestras aspiraciones fundamentales, las grandes obras de caridad... Después de la comunión quedar fieles a la gran transformación que se ha apoderado de nosotros. Vivir nuestro día como Cristo, ser Cristo para nosotros y para los demás. ¡Eso es comulgar!

 

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