La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
Los santos: los auténticos modelos a seguir
El siguiente texto corresponde a un pequeño libro del cardenal Angelo Comastri titulado: La beatitudine. La felicità realizzata, Milano 2013, pp. 43-49. La traducción es mía.
· Hace un tiempo los modelos coralmente reconocidos por todos eran los santos: a los santos se les miraba para aprender a vivir, porque justamente ellos eran considerados personas verdaderamente realizadas y, por tanto, personas a imitar sin vacilación.
En ocasión del bautismo, para cada niño venía escrupulosamente elegido el nombre de un santo. Cada gremio de trabajadores tenía un santo protector; cada pueblo tenía el santo patrón, que a menudo daba el nombre al mismo pueblo; y, en cualquier lugar, era posible ver los signos de la devoción del pueblo hacia los santos.
Hoy en día las cosas han cambiado mucho. Todavía quedan las fiestas patronales, quedan los santos protectores,… pero los modelos a los cuales la mayoría de la gente observa con admiración ya no son los santos, sino las personas de éxito. Poco importa si el éxito es efímero; poco importa si la persona de éxito es banal o, peor todavía, vulgar; lo que cuenta, simplemente, es que tenga éxito.
El éxito, independientemente de cómo se obtenga, hoy desgraciadamente acredita a las personas como modelos. (…) Esto es revelador del vacío espiritual de la gente y de la incapacidad de juicio y de discernimiento entre lo que es bueno y lo que es malo y hace mal. Esta situación es extremadamente peligrosa: en realidad, si los modelos a los cuales se mira están equivocados y desviados, de ellos se derivaran comportamientos equivocados y desviados. Y así lentamente el nivel moral de la sociedad se rebajará hasta el fango y las personas, casi inadvertidamente, se encontraran sucias, sin valores y sin ideales. ¡Tal y como está sucediendo!
Volved a los santos
Debemos volver a los santos, debemos volver a los verdaderos modelos; a los modelos que elevan al hombre y lo ayudan a sacar lo mejor de sí mismo.
Considero que, sin mucha dificulta, muchos están todavía en grado de reconocer que, si en el mundo queda un poco de honestidad, lo debemos a los santos: es decir a las personas rectas, que han caminado por la vía del bien y han dejado detrás de sí una estela luminosa a seguir.
Pienso que muchos están todavía en grado de aceptar que, si en el mundo hay alguna verdadera y bella familia y si todavía hay un poco de auténtica pasión por la educación de los hijos, lo debemos a los santos que han amado y defendido la familia, custodiando para todos un bien inalienable e insustituible. E igualmente, si en el mundo hay todavía amor por los niños y por los ancianos; si hay respeto por la vida que prodigiosamente se alumbra en el seno de la madre; si hay compasión por los más débiles y, en particular, por los enfermos… lo debemos a los santos, que son los verdaderos educadores de la humanidad, porque ellos se han dejado educar primero por el verdadero educador del hombre, que es Dios.
La reina de los santos: María.
Si en el mundo hay todavía algo de auténtica belleza, si existe todavía cualquier nostalgia de amor puro, si se encuentran madres que merecen ser llamadas madres… debemos dar gracias a María, la reina de los santos: la más bella de todas las mujeres, la más madre de todas las madres, la experta en el amor digno de ser llamado amor.
Giorgio La Pira, el santo alcalde de Florencia, un día exclamó: «A menudo escucho decir que para arreglar el mundo haría falta esto o aquello… ¿Sabéis que cosa haría falta para arreglar el mundo? ¡Se necesitarían más santos, sí, más santos! No tengo ninguna duda».
Y Madre Teresa de Calcuta, con la sencillez y la sabiduría del alma cándida y libre, repetía: «No os lamentéis si veis que en la Iglesia hoy hay pocos santos. Más bien ayudadla… y llegar a ser santos… vosotros. Mientras gritáis: ¡Está oscuro!, ¡está oscuro!, no se enciende la luz. ¡Si queréis vencer la oscuridad, encender la luz… es más, ser vosotros luz que proceda de la única luz verdadera: la de Cristo! ¡Sed santos!».
Es la llamada que queremos acoger en nuestra alma, a fin de que el recuerdo de los santos sea estímulo de santidad y saludable provocación para echarnos fuera de la prisión de la mediocridad.
La Palabra de Dios nos garantiza que los santos son tantísimos: son una multitud. Pensándolo bien, no puede ser más que así. Dios, en realidad, nos ha amado hasta el punto de sufrir por nosotros una auténtica pasión. Y es imposible que la fuerza del dolor-amor de Dios no traiga frutos abundantes de santidad; es imposible que la fuerza de la Sangre de Cristo no sea extraordinariamente fecunda.
Los santos están en medio de nosotros
Tal vez no nos demos cuenta de la presencia de los santos junto a nosotros, pero seguramente también nosotros nos hayamos encontrado con santos.
Tantas madres llenas de amor de Dios y capaces de tantos gestos cotidianos de heroísmo; tantos hombres mansos, honestos y dispuestos a realizar sacrificios grandes y escondidos; tantos jóvenes leales, generosos y limpios interiormente; tantos ancianos humildes y serenos; tantos enfermos llenos de esperanza y de bondad… son santos desconocidos, pero reales.
Un día brillará su santidad. Hoy nos basta saber que su santidad es como la sal, que preserva el mundo de la corrupción. Que este pensamiento haga brotar de nuestro corazón un conmovido gracias al Señor y, al mismo tiempo, encienda en nosotros una irresistible nostalgia de santidad, que nos haga recuperar tanto tiempo perdido.
¿Quiénes son los santos? ¿Cuál es la vida de la santidad?
Nos responde Jesús y nos dice: santos son los pobres de corazón. Y los pobres de corazón son aquellos que han ganado a la engañosa sugestión del tener y se han dejado atraer del encanto de dar, que es la única verdadera riqueza.
Santos son los mansos y los misericordiosos: es decir, aquellos que han vencido dentro de la propia alma la guerra con el enemigo más temible y peligroso: el orgullo. Quién ha vencido al orgullo, no podrá más odiar a ninguno, porque tiene a Dios en el corazón: y Dios no puede odiar, sino solo puede amar.
Santos son los puros de corazón, es decir aquellos que no tienen máscaras o segundas intenciones o doble rostro. Los puros de corazón son aquellos que viven en la transparencia luminosa y, siendo limpios en sus sentimientos, son capaces de amor verdadero y auténtico.
Santos son aquellos que lloran y sufren, pero conservan la esperanza: la esperanza en Aquél que no defrauda y un día limpiará todas las lágrimas de nuestros rostros dando inicio a una tierra nueva y a un cielo nuevo.
Santos son los que trabajan por la paz: aquellos que, también en medio de la violencia más absurda y en las rivalidades más mezquinas, conservan la paz y siembran la paz. Justamente el escritor inglés Laurence Sterne ha observado: «Sólo los valientes saben perdonar. Un cobarde no perdona nunca, no está en su naturaleza de cobarde… el perdonar». Los sembradores de paz son los grandes valientes de la historia humana.
La santidad tiene muchas caras, pero ciertamente tiene un único corazón: el corazón liberado del orgullo y del egoísmo; y palpitante de amor por Dios y por el prójimo.
Nadie ha tenido un corazón libre del orgullo y del egoísmo como lo ha tenido María. Volvamos nuestra mirada sobre ella: María puede verdaderamente enseñarnos a vivir, puede educarnos a creer, puede transmitirnos el auténtico secreto de la alegría: el secreto que todos buscamos.