La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
La resurrección... vista con los ojos de María
El siguiente texto corresponde a un pequeño libro del cardenal Angelo Comastri titulado: La risurrezione. La vita nello Spirito, Milano 2013, pp. 51-55. Forma parte de una colección sobre diversos momentos de la vida de Jesús. Recojo otros textos en esta misma sección en los que el autor imagina las diversas escenas narradas en el evangelio desde la vivencia y los ojos de la propia María. La traducción es mía.
· Cuando quitaron a Jesús de la cruz, también yo me sentí desclavada: ¡estaba sobre el patíbulo con él!
Me lo pusieron entre los brazos. Me pareció revivir la emoción de cuando era niño... y quería estar sobre mis rodillas con ternura despreocupada. ¡Ahora estaba muerto! Toqué la muerte con mis manos: era verdadera, era atroz, era fría como la tumba.
Pero Jesús era la Vida: y si la Vida atraviesa la muerte, la muerte es vencida: la muerte... es muerta. Volví a casa con estos pensamientos y encendí la lámpara del sábado: miré aquella luz que luchaba con las tinieblas y las expulsaba a uno y otro rincón de la habitación.
¡Qué largo fue aquel viernes, qué larga fue aquella noche! ¡Con el corazón la pasé en el sepulcro, junto a Jesús, junto a mi hijo: esperando!
· La mañana del sábado, Pedro y Andrés y Santiago y Juan y Tomás... vinieron a casa de Marcos a respirar el aire del "cenáculo", a buscar un recuerdo de Jesús, a detener el eco vivo de las palabras pronunciadas sólo pocas horas antes.
Se apretaron junto a mí y miramos juntos la lámpara todavía encendida; y, en un cierto instante, todos pensamos lo mismo: ¡la lámpara es Jesús! Su luz no puede apagarse, su luz volverá a brillar, porque Él ha dicho: "Yo soy la luz del mundo; quien me sigue no caminará en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12).
Pasó aquel largo sábado: el sábado más largo de mi vida y vino la tarde y vino la noche y la oscuridad cargada de tristeza. Pero la lámpara no quise apagarla: estaba allí para luchar con las sombras, para detener la oscuridad, para impedir que las tinieblas devorasen la fiesta de la luz.
· Y cuando las luces del primer día después del sábado comenzaron a despuntar, yo velaba todavía y esperaba: le esperaba... a él.
Una luz inesperadamente me envolvió como en el día de la Anunciación y una voz me entró en el alma: "¡Mamá!". ¡Era Jesús, era él, era su voz! Escuché las notas del Magnificar despertar en mi corazón... pero fue un momento: Jesús debía caminar, debía recorrer los caminos de la ciudad, debía alcanzar el camino de Emaús y el camino a Damasco, debía dirigir sus pasos de pelegrino de la luz y del amor hacia todas las latitudes de la tierra y hacia todas las épocas de la historia.
A mí me bastó un resplandor y una voz: "¡Mamá!". Y me llené de alegría.
Me contaron que aquel día Jesús fue al Cenáculo, hizo ver a los apóstoles las heridas de la pasión y les dijo: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado a mí, así os envío yo" (Jn 20,21). ¡Qué valentía! Pero en estos momentos nada me asombraba: Dios es Amor infinito y, por tanto, es valentía infinita, es desafío de todo miedo, es bondad tenaz e indomable.
Pasaron algunos días y continuamente me llegaban maravillosas noticias: ha aparecido cuando estaba Tomás y le ha reprendido, ha aparecido junto a las orillas del lago de Galilea... Y la ha preguntado a Pedro: "¿Me amas más que estos?" (Jn 21,15). Le ha preguntado tres veces no para reprenderlo, sino para confirmarle tres veces la gran misión de apacentar corderos y ovejas: a todos.
· Cincuenta días después de la luz y la alegría de la Pascua, estábamos de nuevo en el "cenáculo": en oración, unidos por el amor, iluminados por la esperanza. Jesús nos había dicho que esperásemos una inundación de Amor: y vino puntualmente.
La habitación donde estábamos reunidos fue sacudida por un trueno y atravesada por un fuerte viento, y todos nosotros sentimos una fuerza nueva: un deseo irresistible de correr y de hablar de Jesús, un fuego de amor capaz de encender otros miles y miles fuegos de amor.
Y Pedro, que se había avergonzado de Jesús y había renegado de él, Pedro sin miedo, primero en una plaza pública y después delante al terrible Sanedrín, gritó: "¡Jesús de Nazaret! ¡Jesús de Nazaret! No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Act 4,12).
Y los apóstoles se dispersaron por el mundo. Los vi partir con las sandalias de los pobres, con los vestidos del trabajo, con las bolsas sin dinero. Hombres pobres, ricos de Dios. Tenían callos en las manos y arrugas en el rostro, pero en sus ojos había el reflejo del fuego que Jesús había encendido unto a la orilla del lago de Galilea durante el último encuentro.
Eran pocos (doce para millones y millones de personas), eran débiles, no tenían instrucción, pero desprendían Evangelio, porque tenían el corazón lleno de Jesús. Y partieron. Y no se volvieron hacia atrás. Y así comenzó la aventura de la Iglesia: la Iglesia de Jesús, la Iglesia de mi Hijo, la Iglesia a la cual él me había dado como Madre.
La traición de Judas y la debilidad de Simón permanecen en circulación en la sangre de la Iglesia, pero el fuego de Dios continuamente quema las escorias de las debilidad y hace despuntar las flores en el fango: es el milagro de la Iglesia. El milagro continúa.
La Piedad, Miguel Ángel (1498-1499)
Basílica de san Pedro, Vaticano
Pentecostés (detalle), El Greco (1597-1600)
Museo del Prado, Madrid