La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
La pasión de Jesús... vista con los ojos de María
El siguiente texto corresponde a un pequeño libro del cardenal Angelo Comastri titulado: La croce. La potenza dell’amore di Dio, Milano 2013, pp. 49-57. Forma parte de una colección sobre diversos momentos de la vida de Jesús. Recojo otros textos en esta misma sección en los que el autor imagina las diversas escenas narradas en el evangelio desde la vivencia y los ojos de la propia María. La traducción es mía.
· Vino Juan y también Tomás y también Andrés… y nos dijeron: «Han llevado a Jesús a Pilato: ¡ahora decidirá el gobernador! No se ha dicho todavía la última palabra».
Corrimos hacia el pretorio, que era la sede del tribunal del gobernador romano, y encontramos una gran multitud. Vimos a los sumos sacerdotes, los jefes del pueblo, los fariseos, los escribas… desplegados como un pelotón de ejecución.
«¿Por qué? –me preguntaba–. ¿Por qué tanto odio? ¿Por qué tanta maldad?». Comenzaba a entender que en aquella plaza se había condensado el odio de toda la historia humana, el pecado de todos los siglos y pesaba sobre mi hijo. El ángel había dicho de él: «Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Había llegado el momento.
Improvisadamente Pilato salió del palacio, se asomó desde un pequeño pórtico que miraba hacia la plaza y preguntó: «¿Qué acusación traéis contra este hombre?» (Jn 18,29). Todos gritaron: «Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado» (Jn 18,30).
¡Un malhechor! No lo podía creer, no podía aceptar esta mentira: un malhechor… ¡Jesús! Dentro de mí decía: Ha hecho el bien a todos. Ha dado de comer a la gente cansada después de un largo viaje. Ha hecho caminar a los paralíticos. Ha curado a los sordos. Ha dado la vista a los ciegos. ¡Un malhechor!
Ha perdonado a manos llenas. Ha sembrado esperanza. Ha devuelto a la vida al hijo de una pobre viuda. Ha acariciado a los niños. ¡Un malhechor! Esta es la suerte de la bondad cuando camina en medio de la maldad: un malhechor… ¡Jesús, mi hijo!
Pilato volvió a entrar en el palacio. Estaba turbado, porque entendía que Jesús no era un malhechor, pero no tenía la fuerza para oponerse a la multitud.
· Hizo un intento extremo. Cada año, por la Pascua, había la costumbre de liberar un prisionero: quizás fuera una genial vía de salida. Hizo traer un conocido delincuente, de nombre Barrabás, y lo presentó a la multitud junto a Jesús.
Vi la escena: ¡era la humillación total de la bondad!
Pilato, señalando a Jesús, dijo: «Yo no encuentro ningún delito en él. Pero es costumbre entre vosotros que os ponga en libertad a uno por la Pascua. ¿Queréis, pues, que os ponga en libertad al Rey de los judíos?» (Jn 18,38-39).
Pensé: «¿Cómo pueden poner en confrontación a Jesús y a un criminal?». No tuve tiempo de formular un pensamiento, cuando un grito me arrolló y me sumergió como una ola que peligra en ahogarte. Gritaban todos: «¡A ése, no; a Barrabás!» (Jn 18,40).
¡No era posible! ¡Con Jesús me sentí condenada también yo! Pilato insistía y decía: «¿Qué haré entonces con Jesús?». ¿Cómo que qué harás? Tú sabes que es inocente, tú sabes que es manso y sembrador de paz, tú sabes que nadie ha podido jamás acusarlo de un pecado. ¿Qué harás… de él?
Un grito llena la plaza: «¡Crucifícalo!», «¡Crucifícalo!», hacía el eco la otra parte de la plaza.
¡Era mi hijo! Había detenido el viento violento del mar de Galilea, había mandado al mar embravecido y se había aplacado; había dado orden a Lázaro, ya muerto desde hace tres días, de salir de la tumba… y Lázaro había salido. ¿Por qué no fulminaba a aquellos canallas con una sola mirada? Mi mirada se encontró con la mirada de Jesús: vi que estaba lleno de dolor y de amor. Entendí que la fuerza de Dios es el amor. Y con el amor Dios afronta toda la maldad de la historia humana y la vence.
Recordé las palabras de Isaías y las vi tomar cuerpo delante de mis ojos: «Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53,3-5).
· Llegué al Calvario. Llegué a la cruz siguiendo a mi hijo y llevando el patíbulo en mi alma lacerada por el dolor. Vi los clavos clavarse en la carne inocente de Jesús: ¡sentí también yo las heridas!
Vosotros no podéis imaginar el tormento de un crucificado: yo lo he visto con mis ojos y habría querido morir con él, sobre la cruz.
En medio de los dolores lancinantes que le atravesaban todo el cuerpo, Jesús gritó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). No podía ser un grito de desesperación: ¿la Esperanza puede desesperarse? ¿Entonces? ¡Era un grito de misericordia, era una invitación a creer!
Recordé, de hecho, que aquellas palabras eran el inicio del Salmo 22: el Salmo que se estaba realizando delante de nuestros ojos. Lentamente lo repetí, mirando a Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¡lejos de mi salvación la voz de mis rugidos! Dios mío, de día clamo, y no respondes, también de noche, no hay silencio para mí. ¡Mas tú eres el Santo, que moras en las laudes de Israel! En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste; a ti clamaron, y salieron salvos, en ti esperaron, y nunca quedaron confundidos. Y yo, gusano, que no hombre, vergüenza del vulgo, asco del pueblo, todos los que me ven de mí se mofan, tuercen los labios, menean la cabeza: «Se confió a Yahveh, ¡pues que él le libre, que le salve, puesto que le ama!». (…) Perros innumerables me rodean, una banda de malvados me acorrala como para prender mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos; ellos me observan y me miran, se reparten entre sí mis vestiduras y se sortean mi túnica. ¡Mas tú, Yahveh, no te estés lejos, corre en mi ayuda, oh fuerza mía, libra mi alma de la espada, mi única de las garras del perro; sálvame de las fauces del león, y mi pobre ser de los cuernos de los búfalos! ¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré!: «Los que a Yahveh teméis, dadle alabanza, raza toda de Jacob, glorificadle, temedle, raza toda de Israel». Porque no ha despreciado ni ha desdeñado la miseria del mísero; no le ocultó su rostro, mas cuando le invocaba le escuchó» (Ps 22,2-9.17-25).
¡Repetía el salmo y lo veía verificarse allí, delante de mí: en Jesús, en su carne crucificada!
Jesús, inesperadamente, me miró con sus ojos que dejaban transparentar una presencia divina y me dijo: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn 19,26).
Entendí bien el sentido de las palabras: la cruz no es la victoria del odio humano, sino que es la victoria del amor divino. Y yo estaba llamada a creer en la victoria del amor y dejarla pasar en mi alma de madre… para contarla a cada hijo, a toda la humanidad.
«¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn 19,26).
«¡Hijo, ahí tienes a tu madre!» (Jn 19,27).
Hijos, hijos míos, ¿habéis entendido?
Ecce homo, Antonio Ciseri (1880)
Salmo 22, musicalizado por Rafael Moreno