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La fe explicada a un agnóstico

  Este artículo es obra del filósofo catalán Francesc Torralba, catedrático de Ética en la Universidad Ramón Llul de Barcelona

 

 

            Me propongo describir la naturaleza de la fe pensando en un buen amigo agnóstico. Me inspiro en un texto breve de Henri Fresquet, publicado en Le Monde el 14 de junio de 1978. Es un artículo lejano en el tiempo, pero toca lo más nuclear de la fe y con un lenguaje nada eclesiástico.

 

 

           Si hubiera de decirle a este amigo agnóstico qué es la fe, le diría en primer lugar, que la fe es una relación interpersonal, un vínculo. Confesar la propia fe, tal y como yo lo concibo es manifestar un amor, expresar una razón de vivir primordial y fundamental. La fe es del orden de la creación poética. Pero no es extraña a la razón, no nace y se despliega en la gratuidad. Como la música, es misteriosa y vulnerable; pero también como ella es soberana y fascinante.

 

            Le diría también que la fe es porosa, humilde, mendicante, que se nutre, sobre todo, de interrogantes. Creo que tenemos que desconfiar de una fe arrogante, de cemento armado, que tiene respuestas para todo. El cristiano adulto no lleva su fe como una banda. La fe es púdica, se vive como un secreto, pero a la vez es audaz; debe superar el miedo de pasar por el mundo como un ingenuo. Vivir la opción cristiana es estar dispuesto a vivir con preguntas, con cuestiones abismales que no tienen una respuesta concluyente.

           

 

            El creyente, tal y como yo lo concibo, no camina de ninguna manera acorazado con certezas múltiples y temerarias. No desprecia a nadie. No pretende poseer a Dios, ni tener su plano en el bolsillo. Ni la persona, ni Dios pueden estar poseídos, porque solo lo que es objeto puede ser dominado. El discípulo de Cristo no va de espabilado; sabe que no posee la verdad, porque la verdad es Dios, desconocido e inalcanzable. Dios mismo no posee al hombre: se contenta con esperar en su criatura y se complace en su libertad. Como dice Ireneo: “La gloria de Dios es el hombre viviente”.

 

Dios sobrepasa todo conocimiento. Es sujeto de fe, no de saber. La doctrina no salva, tampoco la ideología. Solo la fe libera de pesares e introduce la luz de la gracia. La fe, contrariamente a lo que muchos piensan, no elimina el agnosticismo, lo desplaza; no suprime la absurdidad, la hace más soportable. También para los creyentes hay hechos absurdos, muertes absurdas, situaciones que violentan toda lógica y toda racionalidad, pero no utilizamos la palabra Dios como refugio de nuestra ignorancia. Relativizando las verdades humanas, el creyente las pone en su lugar. Le repugnan los ídolos, el totalitarismo le provoca horror. No tiene más que un maestro, Jesús. No cree en algo, cree en alguien.

 

 

            El creyente no tiene acceso directo a Dios más que por Jesús, que le revela a su Padre, de quien Él es el Hijo por excelencia. La noción de Dios, tomada en sí misma, le incita a una desconfianza: ha dado lugar a tantas deformaciones y ha servido con tanta frecuencia de coartada del mal que prefiere no hablar de ella. Pero el creyente confía en las palabras de Jesús, pedagogo nato, hombre de oración y de acción, tierno y vigoroso, eficaz pero respetuoso, de una humanidad desbordante y cuya seducción ha desafiado el paso de los siglos. Por poco que hagamos silencio en nosotros mismos, aquella palabra penetra, fascina y trasmuda.

 

Le diría a mi amigo agnóstico que la fe es una experiencia. Dios revelado por Jesús es más el futuro del hombre que su pasado. Hace nuevo todo. Da al instante un sabor de eternidad. El creyente, pues, no tiene nada de escéptico. Es un hombre de deseo que no puede dar total plenitud a su gozo. Como el centinela, permanece en estado de alerta. El Evangelio es su libro de referencia. Profundiza en su arte de vivir. Descubre que la misión de Jesús es reconciliar a los hombres entre si, con sus hermanos, con su Creador. Jesús es sobre todo, maestro del perdón. Libera al hombre de la culpabilidad. Creer en Jesús es creer en el hombre.

 

Jesús defendió la no violencia que rompe el círculo infernal de la venganza. Alabó el espíritu de infancia, pero también la habilidad de la serpiente. Por ello el realismo cristiano está inmerso en una dialéctica, cuyo equilibrio hay que reconstruir a diario. La ética evangélica no está centrada ni sobre la ley ni sobre un código, sino sobre este único precepto: “Ama y haz lo que quieras”. Escribe Chesterton: “El mensaje de Jesús fue perfectamente sencillo: el remedio para todo es el Amor”.

 

Porque es maestro de amor, Jesús es maestro de la unidad y de la fraternidad universal fundamentadas en la filiación divina. El racismo queda destruido desde su raíz más profunda. Todos estás llamados a compartir el pan y el vino eucarísticos.

 

 

            Por esencia cósmica, la trayectoria cristiana no está centrada en el individuo, sino en la persona que es como decir en la comunidad. Sean cuales sean sus contratestimonios y sus divisiones, las iglesias difunden el Evangelio, distribuyen los sacramentos, celebran la Eucarística. Aunque puedan ser falibles y endogámicas, son la familia del hombre de fe. Sin embargo, nadie conoce sus fronteras.

 

Los santos y los místicos son los servidores más eficientes de la humanidad, porque son quienes están más cerca de Jesús. Manifiestan la presencia universal del Espíritu que sopla sobre toda la tierra y se ríe de las barreras doctrinales. No sabemos qué nos depara el futuro, ni creyentes, ni no creyentes. Algunos dicen que la fe morirá, que las religiones morirán y las iglesias también, pero estoy convencido de que el amor no dejará de suscitar semillas de eternidad y de salvar a quien está perdido y esta es la loca esperanza de Jesús, su certeza y el signo de la dulzura de Dios. La eternidad nos viene revelada por la plenitud del instante.

 

 

            La fe, le diría finalmente a mi amigo, no es un camino fácil, no es negar el propio yo, no es renunciar a pensar, y menos aún a escoger el camino fácil. Es entrar en relación con el misterio de Dios, es conocer los límites de la razón, aprender a vivir con preguntas angustiantes, sentirse inexplicablemente acompañado cuando uno más solo está; aceptar la Palabra de Dios y asumirla integralmente en la propia vida.

 

La fe abre un horizonte nuevo en la vida y exige tener audacia de dejarse conducir por el Espíritu, por caminos desconocidos, y algunas veces, con muchas sombras. No es una garantía de salvación; no es una conexión directa con el otro mundo; tampoco es una estratega para ganarse los favores de Dios. Dios es Dios. Está fuera del control humano. La fe es vivir a fondo el vínculo con el misterio de Dios y asumir, como Job, que Dios transciende nuestras programaciones y lógicas, nuestro sentido de justicia y nuestras expectativas.

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