La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
La Eucaristía: Un encuentro de amor
Una de las ideas centrales del pontificado de Benedicto XVI es la siguiente: «En el origen de ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino más bien el encuentro (…) con una Persona, que trae a la vida un nuevo horizonte» (Enc. Deus caritas est, n. 1).
Efectivamente, la fe cristiana es fruto de un encuentro personal con Cristo que tiene lugar en el seno de una comunidad viva, que es la Iglesia. Pues bien, esa relación entre Dios y nosotros encuentra su máxima expresión aquí en la tierra en la celebración comunitaria de la Eucaristía. Conviene, pues, que sepamos valorarla y vivirla adecuadamente.
A ese fin responde este escrito. No trata de dar una explicación teológica o litúrgica de la eucaristía, sino simplemente de ofrecer una guía simbólica que quizá pueda ayudar a vivir la celebración eucarística con una actitud diferente, menos pasiva, y darnos cuenta de que lo que allí acontece es realmente algo especial, misterioso, fruto del amor inmenso de Dios por cada uno de nosotros.
La imagen central que da pie a esta explicación es la de entender la eucaristía sobre todo como un encuentro personal, pero no definitivo, entre el hombre y Dios en el seno de una comunidad que es la Iglesia.
Imaginemos, pues, una pareja de enamorados que tienen la oportunidad de encontrarse, pero por las circunstancias se ven obligados a no poder estar permanentemente juntos: el esposo sería Cristo y la esposa la Iglesia y en ella cada uno de nosotros.
(A) — La escena comenzaría así: El esposo llega a la casa, donde le espera la esposa[1]. ¿Cómo recibiría la esposa al esposo? Con un beso y un saludo.
¿Os habéis fijado que la misa empieza con un beso del sacerdote al altar? ¿Sabéis que representa el altar? A Cristo. Y después del beso tiene lugar el saludo: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
(B) — Volvamos al encuentro gozoso de la pareja de enamorados. ¿Qué sucedería si al llegar el esposo, la esposa no tuviera todo bien preparado; si le pillara con la casa un poco sucia o algo desarreglada? Posiblemente, confiada en el amor y la comprensión de su amado, le pediría perdón. Y como, además, es muy astuta, al mismo tiempo, le “haría un poco la pelota” al esposo alabando sus buenas cualidades.
Eso es, precisamente, lo que la liturgia nos invita a hacer a través del acto penitencial (el Yo confieso y la triple invocación a la misericordia divina: Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad; Señor, ten piedad) y del Gloria. Somos conscientes de que nuestro amor a Dios tiene fisuras y a veces traiciones (si la casa está muy sucia, será necesario acercarse antes al sacramento de la confesión). Por ello, primero, reconocemos nuestras faltas ante Dios y ante los hermanos, puesto que —no lo olvidemos— el encuentro con Dios tiene lugar en el seno de una comunidad, la Iglesia. Después, todos juntos, “hacemos la pelotilla” a Dios diciéndole lo bueno y guapo que es por medio del Gloria: «te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos….».
(C) — Tras el encuentro inicial, superadas las posibles faltas en el crisol del perdón —«el amor no se irrita, no toma en cuenta el mal» (1Co 13,5), dirá san Pablo en el famoso himno de la caridad—, los esposos se cogen de la mano y se dirigen hacia la sala de estar. Allí evocan y comparten algunos de los momentos más importantes de su historia que o bien han vivido juntos o bien de un modo u otro han resultado decisivos en sus vidas.
Del mismo modo durante la liturgia eucarística también nosotros nos disponemos a escuchar y compartir algunos de los momentos más importantes de la historia de Dios con el hombre a través de la escucha de los textos de las Sagradas Escrituras. A través del tamiz o prisma de la liturgia de la palabra el único misterio de Cristo es fraccionado en pequeños episodios, de modo que, poco a poco y con atención, podamos ir recorriendo a lo largo del año toda la vida de nuestro amado con la lectura de los evangelios: desde su concepción y nacimiento hasta su resurrección y venida gloriosa al final de los tiempos.
La primera lectura, suele ser un pasaje del Antiguo Testamento (durante el tiempo de pascua es un texto del libro del Hecho de los apóstoles) que nos recuerda cómo Dios ha ido preparando la llegada del Mesías a través de hechos y palabras que eran anuncio de la nueva realidad que tendría lugar en Cristo. Así, por ejemplo, el maná que Dios concede al pueblo de Israel es anuncio de la Eucaristía, pan de vida eterna.
Mediante el salmo, respondemos a lo escuchado en la primera lectura haciendo nuestros los sentimientos que el mismo Dios inspiró a su pueblo.
La segunda lectura, en cambio, no guarda necesariamente una relación temática con el evangelio. Pero nos ofrece una norma para la recta interpretación de la fe y un interesante reflejo de cómo la vivían las primeras comunidades cristianas: con sus dificultades y virtudes.
El ejemplo de estas comunidades nos impele también a nosotros a tener presente en nuestra oración de petición a todos aquellos que conviven con nosotros, especialmente aquellos que padecen necesidad de un modo u otro.
· Llega ahora el momento central del encuentro, aquel en el que los esposos se dirigen al dormitorio y se disponen a compartir la intimidad de su ser a través de la unión de sus cuerpos.
(D) — Nuestra pareja es una pareja muy romántica. Por ello acondicionan y preparan entre los dos todo adecuadamente de cara a crear el ambiente más propicio (luces, un bueno vino, etc.).
Pues bien, también el momento central de la celebración litúrgica viene precedido por una preparación adecuada a través del ofertorio de los dones del pan y del vino que recibimos de Dios y al mismo tiempo son fruto de nuestro trabajo.
En la especie del pan, con su forma redonda y su color blanco (síntesis de todos los colores), se concentra de algún modo la plenitud y perfección de la naturaleza y de la historia en la que Dios ha querido encarnarse[2].
Por otro lado, el vino nos recuerda tanto el sacrificio de la sangre de Cristo en la cruz como la alegría y el gozo de la resurrección. Ambas realidades configuran el misterio pascual de nuestra salvación por el que damos gracias todos juntos a continuación unidos a los ángeles y santos del cielo a través del prefacio y el canto del santo.
A continuación la Iglesia hace uso del regalo que el mismo Cristo le hizo el día de su boda, el fruto del misterio pascual: el Espíritu Santo.
(E) — Volvamos a nuestra pareja de enamorados. Ha llegado el momento en el que los esposos unen sus cuerpos y confunden su ser formando «una sola carne». Es el momento en el que hombre y mujer se vacían el uno en el otro para recibirse nuevamente enriquecidos por del otro[3].
¿Cómo acontece esta unión en la celebración eucarística? De un modo velado, pero real con la consagración y la comunión de las especies del pan y del vino bajo la acción del Espíritu Santo.
Sobre el pan que está en la patena y el vino del cáliz que ofrecemos, cada uno de nosotros está llamado a poner todo su ser: su trabajo, sus alegrías, preocupaciones y anhelos. Nos vaciamos para que Cristo asuma nuestra realidad como propia en el momento de la consagración, cuando transforme ese pan y ese vino en su cuerpo y su sangre.
Posteriormente, el ciclo del amor, de darse y recibirse el uno al otro, se cierra a través de la comunión por la que recibimos a Cristo. Él se vacía en nosotros y en esa unión nos enriquecemos mutuamente.
· Ahora bien, esta unión sólo es fructífera si recibimos a Cristo como miembros de una comunidad fraterna, la Iglesia, y no como personas aisladas. «La unión con Cristo —dice el Papa Benedicto XVI— es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán»[4]. Cada uno, uniéndose a Cristo, se encuentra unido a todos los que, como él, lo reciben en comunión. Por eso, antes de ese momento somos invitados a rezar el Padrenuestro y a darnos la paz unos a otros.
· A este momento de intimidad ha de acompañarlo un tiempo de silencio mientras las especies consagradas del pan y del vino permanecen en nuestro interior. La eucaristía es un anticipo de la unión definitiva que tendrá lugar al final de los tiempos. Ella alimenta nuestra esperanza, acrecienta nuestro amor y disponibilidad por los hermanos y fortalece nuestra fe en un Dios que nos ama con locura.
(G) — Mientras esperamos ese momento final, el esposo debe dejar a la amada por un tiempo, pero lo hace con la promesa de que cada día volverá a encontrarse con ella en la celebración eucarística. Llega el momento de la despedida. Él le desea todo el bien posible y ella le besa.
¿Cómo acaba la celebración eucarística? Con la bendición y un beso al altar, a Cristo.
P.D. En los antiguos templos cristianos se hizo habitual representar sobre la pared oriental, en el ábside, la segunda venida de Cristo como rey glorioso —imagen de la esperanza—, mientras en sobre la pared occidental, en la fachada de entrada, se representaba el Juicio final como invitación a la responsabilidad, ya que esa representación acompañaba a los fieles en su retorno a lo cotidiano. Cuando salían por la puerta de la Iglesia aquella imagen les recordaba que debían hacer vida en sus vidas aquello que acababan de vivir dentro de la iglesia: ser testigos de la alegría y la esperanza que nace del encuentro con Cristo vivo y resucitado[5].
Raúl Navarro Barceló
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[1] Los primeros cristianos rezaban hacia Oriente, y en esa dirección construían los templos, hacia el sol naciente, símbolo de Cristo que vuelve.
[2] «La Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Verdaderamente, este es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 8).
[3] Esta realidad sólo es posible en el marco del matrimonio; fuera de él, las relaciones sexuales no pueden ser expresión de una verdadera entrega.
[4] Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, n. 14.
[5] Cf. Benedicto XVI, Enc. Spe salvis, n. 41.