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Importancia de las virtudes y la ascesis en el camino hacia la santidad

Fragmento correspondiente a la introducción del libro "Para ser cristiano" de Juan Luis Lorda. Todos conocemos el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo en el que se enraíza la fe cristiana, pero ¿cómo llegar a hacerlos vida en nuestra propia vida? El autor nos recuerda que ese amor es posible, pero no se puede improvisar; el camino para lograrlo es, con la ayuda de Dios, una decidida voluntad de crecer en las virtudes: la vida ascética.


 

§          Cuenta San Marcos en su Evangelio (12,28) que, en una ocasión, se acercó al Señor un escriba y le preguntó: ¿cuál es el primero de todos los mandamientos? Y Jesús le contestó: El primero es: “Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”.

 

Las palabras del señor habrían sonado muy familiares a los oídos de los que le escucharon entonces, ya que se trata de un pasaje de la Ley de Moisés (Dt 6,4), y los judíos tenían por costumbre recitarlo en forma de oración, al menos dos veces al día. Sin embargo, el mismo hecho de que el escriba hiciera esta pregunta –San Mateo nos advierte, además, que quería probarle (Mt 23,35)– indica que la respuesta podía haber sido otra, o que otros hubieran respondido de manera distinta.

 

Entonces como hoy, este mandamiento, aunque fuera reconocido teóricamente como el primero y más importante, podría haber pasado inadvertido en una respuesta apresurada. Y es que no es fácil que ocupe realmente un lugar de primer plano en la vida cotidiana, donde debe competir con tantos pequeños y grandes afanes que reclaman y acaparan nuestra atención. Es muy probable que nunca nos hayamos detenido a pensar en la enorme exigencia de estas palabras que quizá aprendimos de memoria desde la infancia: “amarás al señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”.

 

Oírlo de labios del señor parece darle un especial relieve y, sobre todo, lo convierte para nosotros, cristianos, en el Primer Mandamiento; es decir, en lo primero que Dios espera de nosotros. La exigencia más elemental y principio de la vida cristiana: Amar a Dios con todas las fuerzas del alma y del cuerpo.

 

            Y este mandamiento primero viene inseparablemente unido a un segundo: “amarás al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,31; Lc 19,18). También el señor quiso unirlo cuando respondió a aquel escriba, y más tarde lo confirmaría con una nueva fuerza, como un mandamiento nuevo, cuando pidió a sus discípulos que se amaran como Él mismo los había amado; es decir, no solamente como a uno mismo, sino con aquel amor inmenso que albergaba el corazón de Cristo: con el amor de Dios.

 

 

§          ¿Cómo llegar a amar así? ¿Cómo conseguir en nuestra vida amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo, y, todavía más, con el amor de Dios? Porque no se pide simplemente tener cierta simpatía o inclinación o incluso cariño, sino un amor que concentre todas las energías de la naturaleza humana. Pero, ¿somos capaces de amar así?, ¿está en nuestro poder dirigir todas nuestras fuerzas para hacerlas confluir en un amor tan absoluto?

 

La respuesta, avalada por la experiencia de muchos hombres que a lo largo de siglos lo han intentado, es que ese amor es posible, pero no se puede improvisar. No es el arrebato de un día, ni basta para conseguirlo la decisión de un momento por muy firme que sea, sino que es tarea que exige toda una vida. Sólo tras un esfuerzo paciente, constante, reiterado, ingenioso, y con la ayuda de Dios, se consigue adquirir esa capacidad de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.

 

Esa capacidad de amar supone una extraordinaria concentración de fuerzas e implica a todos los estratos de la naturaleza humana. A ese estado, la tradición cristiana le da el nombre de santidad: “nos eligió antes de la constitución del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia en el amor” (Ef 1,4). Y hace al hombre semejante a Dios mismo: “Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios porque Dios es amor” (1 Jn 4, 7-8), “Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,16).

 

Esta santidad que Dios espera del hombre es, en gran parte, un puro don de Dios –la gracia– que nos viene dado a través de Jesucristo. “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo” (1 Jn 4,10). Pero también depende del esfuerzo del hombre, que trata poco a poco de vencer sus limitaciones, de aumentar sus capacidades, de concentrar sus fuerzas, de amar cada día más y cada día mejor.

 

            Desde muy antiguo, la tradición cristiana ha utilizado una imagen muy feliz para ilustrar ese proceso. Se basa en la espléndida teofanía –manifestación de Dios– que tuvo lugar en el Monte Sinaí, y en la que Dios estableció con Moisés una solemne alianza para el pueblo de Israel. El libro del Éxodo (Ex 19) relata que la gloria de Dios cubrió la cima del monte. Y Moisés subió allí para hablar con Dios “cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11; Dt 34,10). En esa ocasión, Dios entregó a Moisés todo el conjunto de prescripciones morales y rituales que constituyen el núcleo de la religión israelita; entre ellos, los diez mandamientos. Previamente a la Teofanía, se exigió a todo el pueblo una gran purificación (Ex 19, 14-15). Y no se permitió a nadie impuro trascender los límites del monte (Ex 19, 21-22).

 

Escritores cristianos antiguos como Orígenes o San Gregorio de Nisa han visto en la ascensión de Moisés al monte, la imagen del esfuerzo de purificación que debe realizar el cristiano para hacerse capaz de contemplar y amar a Dios. San Juan de la Cruz utiliza la misma imagen, aunque prefiere llamar a su monte el Carmelo, en honor a los patronos de la orden carmelita. Del mismo modo que la ascensión al monte, la santificación es un proceso que debe realizarse mediante el esfuerzo ordenado de ir dando un paso tras otro en dirección a la cima. Precisamente por eso, este proceso de purificación, de mejora, ha sido llamado ascética o ascesis, palabra griega que significa sencillamente esfuerzo o ejercicio. No hay que pensar, sin embargo, en una subida angustiosa que exija un esfuerzo agotador. Ni el Sinaí, ni el Carmelo son cimas muy empinadas, y tienen rutas de subida muy sencillas. Lo importante, como en una excursión de montaña, es ir poco a poco, saboreando los paisajes que se ensanchan en el horizonte, disfrutando de los aromas de la vegetación, de las amplitudes del cielo, de los frescores de las brisas que se levantan. Como en una excursión, caben también aquí momentos de descanso y de recuperación. Subir cuesta un poco, pero las bellezas de la ascensión compensan el esfuerzo; y, en el caso de la vida cristiana, la cima proporciona, no simplemente la contemplación de un maravilloso paisaje, sino la de Dios mismo.

 

En esa ascensión, es imprescindible la gracia de Dios para dar cualquier paso que acerque a la cima. Dios la da generosa y también misteriosamente. Puede llevar al cristiano por caminos nuevos e imprevistos hacia la contemplación. Y la da de manera distinta a cada persona. Es muy importante contar con esa ayuda. La empresa de subir por sí mismo –prescindiendo de Dios– sólo lleva al agotamiento; y el resultado no sería la santidad cristiana, que supone un profundo equilibrio de potencialidades y capacidades, sino una personalidad desequilibrada. Un hombre dominado por la soberbia puede emprender esa subida por sí mismo e incluso llegar a una cierta altura, pero muy lejos de la cima, porque el camino escogido no puede acercarle. La diferencia estriba en que el cristiano que se acerca a la cima, ama cada vez más a Dios, mientras que el otro sólo se ama a sí mismo.

 

 

§          Se trata, pues, de ascender, pero ¿qué supone realmente ascender en la vida de un hombre?, ¿qué hace a un hombre mejor de lo que era antes? Cuando nos planteamos estas preguntas, comenzamos a entrar en el mundo maravilloso de la interioridad; un universo mucho más apasionante todavía que el fantástico universo material cuyas bellezas apenas conocemos. Hay dentro de cada hombre una inmensa riqueza que está como en germen a la espera de ser desplegada. Sólo quienes se han introducido en el mundo del espíritu saben, por experiencia propia, que ese mundo existe y en cierto modo lo han abierto a la vida. Es un mundo que no se puede ver desde fuera, aunque desde fuera atraen y sorprenden algunas de sus manifestaciones.

 

            El hombre en quien esa interioridad se ha desplegado da una imagen muy atrayente: causa admiración el vigor sereno con el que obra, el equilibrio de sus manifestaciones, la suave firmeza de sus decisiones, su cordial pero poderosa fuerza de voluntad, su paz y alegría interiores, su saber estar en todas partes, su poder prescindir sin alterarse de lo superfluo, e incluso de lo necesario sin queja, su buen ánimo en las adversidades y su sencillez cuando la fortuna le sonríe. La vida tiene en estos hombres una profundidad que no tiene en otros. Mientras en otros parece fluir sin reposo, sin dejar huella, en éstos la vida se remansa y se acumula, se concentra y crece. En todas las culturas, ha habido hombres en los cuales se podía reconocer la huella de la sabiduría profunda de vivir. Nuestra cultura occidental actual, que se encuentra espiritualmente desconcertada, ha buscado recientemente esa luz en maestros orientales que ofrecen técnicas de concentración y desarrollo de la interioridad experimentadas durante siglos. Pero a veces se ha recogido sólo los aspectos más folclóricos, olvidando que también nuestra tradición tiene una riquísima experiencia de la interioridad humana. La educación clásica grecorromana consistía básicamente en proponer como ejemplos, a las nuevas generaciones los actos más notables de valentía, amor a la patria, piedad filial y honradez de sus hombres más grandes. Y esa sabiduría del vivir vino inmensamente enriquecida con la revelación cristiana, que aportó, además de profundos conocimientos sobre el ser humano, un nuevo modelo de hombre –Jesucristo– y las fuerzas necesarias –la gracia de Dios– para vivir de acuerdo con el modelo propuesto.

 

            La clave del crecimiento interior del hombre se basa en una peculiaridad de su espíritu: todos los actos voluntarios dejan huella: el hombre aprende a obrar a medida que obra. Esto se aprecia muy claramente, a nivel elemental, en la capacidad de adquirir técnicas. Todos conocemos hombres muy hábiles, no sólo malabaristas, sino también, carpinteros, artesanos, deportistas, músicos, etc. Todos tienen en común que son capaces de realizar fácilmente y con perfección acciones que para nosotros serían imposibles o, por lo menos, muy difíciles. Y todos han llegado a dominar esas técnicas –de poner un tirafondo, saltar con pértiga, tocar el arpa, etc.– del mismo modo: repitiendo muchas veces las mismas acciones. En ocasiones –como un buen intérprete de cualquier instrumento–, ensayando muchas horas al día y muchos días al año.

 

Esta es la regla de oro de la educación del espíritu: la repetición. Como cada acción deja su huella, el repetir una misma acción muchas veces, deja finalmente una huella muy profunda. Y esto no sucede solamente en ese nivel inferior en que –simplificando en cierto modo– tratamos de “acostumbrar al cuerpo” a una acción –como por ejemplo, acostumbramos los dedos a manejar el arpa–, sino también cuando se trata de “acostumbrar el espíritu” a una acción. Hay un pequeño caso que afecta a una parte importante de la humanidad y que nos ofrece un buen ejemplo: la hora de levantarse de la cama. Casi todos los hombres tenemos la experiencia de lo que supone en ese momento dejarse llevar por la pereza, y los que son más jóvenes la tienen de una manera más viva. Si al sonar el despertador, uno se levanta, va creando la costumbre de levantarse, y, salvo que suceda algo como un cansancio anormal, resulta cada vez más fácil levantarse. En cambio, si un día se espera unos minutos antes de dejar la cama, al día siguiente costará más esfuerzo; y si se cede, todavía más al siguiente. Así hasta llegar a no oír el despertador.

 

Tanto el bien como el mal obrar forman costumbres e inclinaciones en el espíritu; es decir, hábitos de obrar. A los buenos, se les llama virtudes; y a los malos, vicios. Un hábito bueno del espíritu es, por ejemplo, saber decidir sin precipitación y considerando bien las circunstancias. Un vicio, en cambio, en el mismo campo, es el atolondramiento que lleva a decidir sin pensar y a modificar muchas veces y sin motivo las decisiones tomadas. Algo tan importante como lo que llamamos “fuerza de voluntad” no es otra cosa que un conjunto de hábitos buenos conseguidos después de haber repetido muchos actos en la misma dirección.

 

Los hábitos buenos –las virtudes– consiguen que se vaya estableciendo el predominio de la inteligencia en la vida del espíritu. Los vicios dispersan las fuerzas del hombre, mientras que las virtudes las concentran y las ponen al servicio del espíritu. La persona que es perezosa, que tiene el vicio de la pereza, puede proponerse, quizá, propósitos estupendos; pero es incapaz de cumplirlos: su espíritu resulta derrotado por la pereza, por la resistencia del cuerpo a moverse. Todo estudiante experimenta íntimamente esta lucha entre lo que se propone estudiar y lo que después realmente estudia. Sorprendentemente, no basta proponerse una cosa para ser capaz de vivirla: ¡qué difícil es dejar de fumar o guardar un régimen de adelgazamiento! No basta una primera decisión.

 

Sólo con esfuerzo –repitiendo muchas veces actos que cuestan un poco– se consigue el dominio necesario sobre uno mismo. La persona que tiene virtudes es capaz, por ejemplo, de no comer algo que no le conviene, aunque le apetezca mucho, o de trabajar cuando está muy cansado, o de no enfadarse por una minucia; logra que, en su actuación, predomine la racionalidad: es capaz de guiarse –al menos hasta cierto punto– por lo que ve que debe hacer. Quien no tiene virtudes, en cambio, es incapaz –también hasta cierto punto– de hacer lo que quiere. Decide, pero no cumple: no consigue llevar a cabo lo que se propone: no llega a trabajar lo previsto o a ejecutar lo decidido.

 

Así resulta que la persona que tiene virtudes es mucho más libre que la que no tiene. Es capaz de hacer lo que quiere –lo que decide–, mientras que la otra es incapaz. Quien no tiene virtudes no decide por sí mismo, sino que algo decide por él: quizás hace –por utilizar un casticismo español–“lo que le viene en gana”. Pero “la gana” no es lo mismo que la libertad. La gana es una veleta que necesariamente se orienta hacia donde sopla el viento. El perezoso puede tener la impresión de que no realiza su trabajo porque “no le apetece” o “no le da la gana” y hacer de esto una especie de gesto de libertad, pero en realidad es una esclavitud. Si no trabaja en ese momento, no es por ejercitar su libertad, sino precisamente porque le falta, porque “no es capaz” de trabajar. Y la prueba de que esto es así, es que “las ganas” se orientan con una sorprendente constancia siempre en el mismo sentido. A la persona que se ha acostumbrado a comer demasiado, “sus ganas” le inclinan una y otra vez, un día tras otro, a comer más de lo debido, pero raramente a guardar un día de ayuno. Y al que es perezoso, le llevan a abandonar un día tras otro su trabajo, pero raramente a realizar un sacrificio extraordinario.

 

Las virtudes van extendiendo el orden de la razón y el dominio de la voluntad a todo el ámbito del obrar. Concentran las fuerzas del hombre, que se hace capaz de orientar su actividad en las direcciones que él mismo se propone. La misma palabra virtud, que es latina, está relacionada con la palabra “hombre” (vir) y la palabra “fuerza” (vis). La gran fuerza de un hombre son sus virtudes, aunque quizás su constitución física sea débil. Sólo quien tiene virtudes puede guiar su vida de acuerdo con sus principios, sin estar cediendo, a cada instante, ante la más pequeña dificultad o ante las solicitaciones contrarias.

 

En cambio, los pequeños vicios de la conducta –el acostumbrarse a no hacer las cosas cuando y como deben ser hechas– debilita el carácter y hacen a un hombre incapaz de vivir de acuerdo con sus ideales. Son pequeñas esclavitudes que acaban produciendo una personalidad mediocre.

 

 

§          Por eso se entiende que, para amar a Dios sobre todas las cosas, para quererle con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas, se requieren fundamentalmente virtudes; y sólo quien las tiene es capaz de intentarlo. Ese es el propósito de la ascética: ir formando las virtudes necesarias para reunir todas las fuerzas en el amor de Dios y del prójimo.

 

            Ya hemos advertido que la ascética cristiana se diferencia de otras en varias cosas. La más importante es que su modelo de hombre es Jesucristo. Esto puede parecer complicado porque no tenemos la fortuna de contemplar con nuestros ojos su conducta diaria. Evidentemente, aprenderemos mucho de él si leemos con un poco de atención los Evangelios. Pero hay más: la vida cristiana no solamente se propone por modelo a Jesucristo, sino que, tiende a identificarse con él, pensando lo que él pensaba, participando de los mismos criterios de conducta que él tenía, obrando como él hubiera obrado de haberse encontrado en nuestras circunstancias. Por eso, los Santos, los hombres que han llegado muy cerca de Dios, nos muestran también el rostro de Jesús.

 

Esa identificación es en parte consciente cuando intentamos obrar como pensamos que Cristo habría obrado, y, en parte, inconsciente, porque espontáneamente la acción de Dios en nosotros –su gracia– produce ese efecto. San Pablo expresa este misterio de muchos modos, pero especialmente cuando, ya en su madurez humana y cristiana, puede exclamar: “Con Cristo estoy crucificado, y vivo pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,19-20). Y recomienda a los efesios: “Que Cristo habite en vuestros corazones, para que arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad. Y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios” (Ef 3,17-19). Esa identificación con Cristo es la meta de la ascética cristiana.

 

            […] Una advertencia se hace, sin embargo, necesaria. Ya he aludido a la distancia real que existe entre el querer obrar y el obrar efectivamente. La ascética no es un conocimiento útil si no se intenta practicar. Para que la lectura de este libro tenga sentido, se requiere de parte del lector una disposición activa: ir tomando pequeñas resoluciones y propósitos que le ayuden a avanzar. Como en toda ascensión, lo importante no es conocer muy bien el camino, sino ir dando pasos por él. Además, como la cima no puede lograrse en un momento, es preciso recomenzar muchas veces a andar, y volver sobre los mismos propósitos.

 

Si se vive así, se verá que no es algo complicado. La vida cristiana –como toda vida– tiene mucho de espontaneidad. Los animales y las plantas crecen por sí mismos y lo mismo sucede aquí. Por eso, no es necesaria una excesiva preocupación por todos los detalles; lo importante es –como he dicho– ir dando pasos. Y así las virtudes crecen. Además, las virtudes –como los órganos de los seres vivos– tienden a crecer armónicamente. Cuando se crece en una, se crece de algún modo en todas. Las ideas y sugerencias que este libro puede proporcionar pretenden ser un estímulo, a la manera de un abono, o de un poco de luz, que ayudan al crecimiento de una planta pero no sustituyen su dinamismo interno.

 

Quien empiece a caminar verá que se trata de una experiencia fantástica, y que, si persevera, su vida se llenará de nuevas y profundas dimensiones hasta convertirse en algo apasionante. Porque a Dios sólo se le puede amar apasionadamente.

 

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