La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
Ideal de santidad
El siguiente texto está tomado de los primeros capítulos del libro Ascética meditada de Salvador Canals. He suprido algunas cosas, sobre todo citas en latín, para que resulte más ágil su lectura.
JESÚS, COMO AMIGO
En este puñado de tierra que son nuestras pobres personas -que somos tú y yo-, hay, amigo mío, un alma inmortal que tiende hacia Dios, a veces sin saberlo: que siente, aunque no se dé cuenta, una profunda nostalgia de Dios; y que desea con todas sus fuerzas a su Dios, incluso cuando lo niega.
Esta tendencia hacia Dios, este deseo vehemente, esta profunda nostalgia, quiso el mismo Dios que pudiéramos concretarla en la persona de Cristo, que fue sobre esta tierra un hombre de carne y hueso, como tú y como yo. Dios quiso que este amor nuestro fuese amor por un Dios hecho hombre, que nos conoce y nos comprende, porque es de los nuestros; que fuera amor a Jesucristo, que vive eternamente con su rostro amable, su corazón amante, llagados sus manos y sus pies y abierto su costado: que es el mismo Jesucristo ayer y hoy y por los siglos de los siglos.
Pues ese mismo Jesús, que es perfecto Dios y hombre perfecto, que es el camino, la verdad y la vida, que es la luz del mundo y el pan de la vida, que es la luz del mundo y el pan de la vida, puede ser nuestro amigo si tú y yo queremos.
Pero para llegar a esta amistad hace falta que tú y yo nos acerquemos a El, lo conozcamos y lo amemos. La amistad de Jesús es una amistad que lleva muy lejos: con ella encontraremos la felicidad y la tranquilidad, sabremos siempre, con criterio seguro, cómo comportarnos; nos encaminaremos hacia la casa del Padre y seremos, cada uno de nosotros, otro Cristo, pues para esto se hizo hombre Jesucristo: Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios.
Pero hay muchos hombres, amigo mío, que se olvidan de Cristo, o que no lo conocen ni quieren conocerlo, que no oran y no piden en nombre de Jesús, que no pronuncian el único nombre que puede salvarnos, y que miran a Jesucristo como a un personaje histórico o como una gloria pasada, y olvidan que El vino y vive para que todos los hombres tengan la vida y la tengan en abundancia.
Y fíjate que todos estos hombres son los que han querido reducir la religión de Cristo a un conjunto de leyes, a una serie de carteles prohibitivos y de pesadas responsabilidades. Son almas afectadas de una singular miopía, por la cual ven en la religión tan sólo lo que cuesta esfuerzo, lo que pesa, lo que deprime; inteligencias minúsculas y unilaterales, que quieren considerar el Cristianismo como si fuera una máquina calculadora; corazones desilusionados y mezquinos que nada quieren saber de las grandes riquezas del corazón de Cristo; falsos cristianos, que pretenden arrancar de la vida cristiana la sonrisa de Cristo. A éstos, a todos estos hombres, querría yo decirles: venid y veréis; probad y veréis qué suave es el Señor.
La noticia que los ángeles dieron a los pastores en la noche de la Navidad fue un mensaje de alegría: Vengo a anunciaros una gran alegría, una alegría que ha de ser grande para todo el mundo: que ha nacido hoy para vosotros el Salvador, que es Cristo nuestro Señor, en la ciudad de David.
El esperado de las gentes, el Redentor, el que habían ya anunciado los profetas, el Cristo, el Ungido de Dios, nació en la ciudad de David. El es nuestra paz y nuestra alegría; y por ello invocamos a la Virgen María, Madre de Cristo, con el título de Ccausa de nuestra alegría.
Jesucristo es Dios, perfecto Dios. Expresémosle, pues, tú y yo, nuestra adoración con las palabras que Cristo puso en los labios de Pedro: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y expresémosle también nuestra adoración, repitiendo la confesión de Marta, o la del ciego de nacimiento o la del centurión.
Pero Jesucristo es también hombre, y hombre perfecto. Saborea este título que era tan querido por Jesucristo: Hijo del Hombre, como El se llamaba. Escucha a Pilato -Ecce Homo-: ¡Ahí tenéis al Hombre!, y vuelve tu mirada a Cristo. ¡Qué cerca lo sentimos ahora, amigo mío, Cristo es el nuevo Adán, pero nosotros lo sentimos todavía más cerca. Porque el don de la inmunidad al dolor hacía que Adán no pudiera sufrir, pero Tú, Señor, padeciste y moriste por nosotros. En verdad que Tú eres, ¡oh Jesús!, perfecto hombre: el hombre perfecto. Cuando nos esforzamos en imaginar el tipo perfecto de hombre, el hombre ideal, incluso sin quererlo pensamos en Ti. Y al mismo tiempo, ¡oh buen Jesús!, Tú eres Emmanuel, "Dios con nosotros".
Y todo esto, amigo mío, para siempre: Lo que asumió una vez, jamás lo dejó. Ten hambre y sed de conocer la santísima Humanidad de Cristo y de vivir muy cerca de El. Jesucristo es hombre, es un verdadero hombre como nosotros, con alma y cuerpo, inteligencia y voluntad, como tú y como yo. Recuérdalo a menudo, y te será más fácil acercarte a El, en la oración o en la Eucaristía, y tu vida de piedad hallará en El su verdadero centro, y tu cristianismo será más auténtico.
Intimidad con Jesucristo. Para que puedas llegar a conocer, amar, imitar y servir a Jesucristo, hace falta que te acerques a El con confianza. No se puede amar lo que no se conoce. Y las personas se conocen merced al trato cordial, sincero, íntimo y frecuente.
¿Pero dónde buscar al Señor? ¿Cómo acercarse a El y conocerlo? En el Evangelio, meditándolo, contemplándolo, amándolo, siguiéndolo. Con la lectura espiritual, estudiando y profundizando la ciencia de Dios. Con la Santísima Eucaristía, adorándolo, deseándolo, recibiéndolo.
El Evangelio, amigo mío, debe ser tu libro de meditación, el alma de tu contemplación, la luz de tu alma, el amigo de tu soledad, tu compañero de viaje. Que se habitúen tus ojos a contemplar a Jesús como hombre perfecto, que llora por la muerte de Lázaro, y sobre la ciudad de Jerusalén; a verlo padecer el hambre y la sed; habitúate a contemplarlo sentado en el pozo de Jacob, cansado del camino, y esperando a la samaritana; a considerar la tristeza de su alma en el huerto de los olivos, y su abandono en el árbol de la Cruz; y sus noches transcurridas en oración, y la enérgica fiereza con que arrojó del templo a los mercaderes, y su autoridad al enseñar, como quien tiene potestad. Llénate de confianza cuando lo veas -movido su corazón a misericordia por las muchedumbres- multiplicar los panes y los peces y regalar a la viuda de Naim su hijo resucitado a nueva vida y restituir a Lázaro, resucitado, al cariño de sus hermanas...
Acércate a Jesucristo, hermano mío; acércate a Jesucristo en el silencio y en la laboriosidad de su vida oculta, en las penas y en las fatigas de su vida pública, en su Pasión y Muerte, en su Gloriosa Resurrección.
Todos hallamos en El, que es la causa ejemplar, el modelo, el tipo de santidad que a cada uno conviene. Si cultivamos su amistad, lo conoceremos. Y en la intimidad de nuestra confianza con El escucharemos sus palabras: Te he dado el ejemplo: obra como Yo lo he hecho.
Pero antes de terminar, levanta confiadamente tu mirada a la Santísima Virgen. Pues Ella supo, como ningún otro, llevar en su corazón la vida de Cristo y meditarla dentro de sí. Recurre a Ella, que es Madre de Cristo y Madre tuya. Porque a Jesús se va siempre a través de María.
NUESTRA VOCACION CRISTIANA
Hablaba un día con un joven, precisamente como lo estoy haciendo ahora contigo, amigo mío. Trataba de convencerlo de la necesidad de que viviera cristianamente su vida, frecuentase los sacramentos, fuese alma de oración, y diese a todas sus acciones y a toda su vida una orientación sobrenatural.
-Jesús -le decía- tiene necesidad de almas que, con gran naturalidad y con gran entrega de sí mismas, vivan en el mundo una vida íntegramente cristiana.
Pero en sus ojos se transparentaba la resistencia de su alma; y sus palabras aducían justificaciones contra cuanto su voluntad se negaba a aceptar. Pocos minutos después resumió con necesidad lo que, hasta entonces, quizá no se hubiera dicho ni aun a sí mismo: -No puedo vivir como usted dice, porque soy muy ambicioso.
Y recuerdo lo que le respondí: -Mira: tienes enfrente a un hombre mucho más ambicioso que tú, a un hombre que quiere ser santo. Pues mi ambición es tanta, que no se contenta con ninguna cosa terrena: ambiciono a Jesucristo, que es Dios, y al Paraíso, que es su gloria y su felicidad, y la vida eterna.
Déjame que prosiga ahora contigo, amigo mío, aquella conversación. ¿No te parece que todos nosotros los cristianos deberíamos ser santamente ambiciosos sobre ese punto? La vocación cristiana es vocación de santidad. Todos los cristianos, por el mero hecho de serlo -cualquiera que sea el puesto que ocupen, hagan lo que hagan, vivan donde vivan-, tienen la obligación de ser santos. Todos estamos igualmente obligados a amar a Dios sobre todas las cosas: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
Pero esta idea tan sencilla y clara, primer mandamiento y compendio de toda ley de Dios ha perdido fuerza y, en nuestros días, ya no informa prácticamente la vida de muchos discípulos de Cristo.
¡Cómo se ha empobrecido, Señor, el ideal cristiano en la mente de los tuyos! Han pensado y piensan, Jesús, que el ideal de la santidad es demasiado elevado para ellos, y que tal aspiración no puede hallar sitio en todos los corazones cristianos. Quede esta aspiración -he oído decir en todos los tonos- para los sacerdotes y para las almas a las que una especial vocación ha llevado a la vida del claustro. Nosotros, hombres del mundo, contentémonos con una vida cristiana sin excesivas pretensiones y renunciemos humildemente a los vuelos del alma, aun a riesgo, quizá, de sentir, en ciertos momentos, una estéril y pesimista nostalgia. La santidad -han concluido muchos y muchas, vencidos por los prejuicios y por las falsas ideas- no es para nosotros: sería presunción, jactancia, falta de equilibrio, desorden, fanatismo. Y se han declarado así vencidos antes de empezar la batalla.
Querría pode gritar al oído de muchos cristianos: Ten conciencia, ¡oh cristiano!, de tu dignidad. Escúchame, amigo mío: libérate de prejuicios y deja que tu inteligencia se abra serenamente. La vocación cristiana es vocación de santidad. Los cristianos -todos, sin distinción- son, según la frase de San Pedro: gente santa, estirpe elegida, sacerdocio real, pueblo de conquista. Los primeros cristianos, conscientes de su dignidad, se daban entre sí el nombre de santos.
¿Cuándo perderás, amigo mío, ese miedo por la santidad? ¿Cuándo te convencerás de que el Señor te quiere santo? Sea cualquiera tu condición, tu profesión o empleo, tu salud, tu edad, tus fuerzas o tu posición social, si eres cristiano el Señor te quiere santo.
Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial. Estas palabras Jesús las dirigió a todos, y a todos propuso la misma meta. Los caminos son diversos, porque diversas y numerosas son las mansiones en la casa del Padre, pero el fin, la meta, es idéntico y común a todos los cristianos: la santidad.
Y así hoy, al cabo de dos mil años de Cristianismo, nosotros los cristianos deberemos formar en esta aspiración a la santidad y en esta convicción profunda un solo corazón y un alma sola como en los albores de la cristiandad: la multitud de los creyentes era un corazón y un alma solos. Esa misma convicción, sólida y luminosa, se ve sostenida por las palabras que San Pablo dirigía a todos los fieles: ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación.
¡Por cuántos títulos se requiere y se exige de ti esta santidad! Por el bautismo, que nos hizo hijos de Dios y herederos de su gloria; por la Confirmación, que nos hizo soldados de Cristo; por la Santísima Eucaristía, en la que el mismo Señor se nos entrega; por el sacramento de la Penitencia y por el del Matrimonio, si lo recibiste. Son llamadas, amigo mío, llamadas a la santidad. Escúchalas.
Y una vez que cayeron los prejuicios y se nos iluminó la mente con una nueva luz, resulta fácil ahora formular nuestro propósito: hacer del problema de la santidad un problema muy personal, muy concreto y muy "nuestro". Dios nuestro Señor -de ello estamos íntima y profundamente convencidos- nos quiere santos porque somos cristianos.
Levantemos a Dios la mirada, el corazón, la voluntad. Saboread las cosas de lo alto, buscad las cosas de lo alto: la dignidad cristiana nos abre ante los ojos ilimitados y serenos horizontes. Respiremos profundamente el aire que viene de estas abiertas lejanías, y que es un aire que renueva nuestra juventud.
Por fin comprendemos ahora la vacuidad de nuestras mezquinas ideas, y las detestamos. Y deploramos nuestro tiempo perdido y nuestros vanos temores. Ya no tenemos miedo alguno de la santidad y reconocemos, al fin, que nuestros corazones, como escribe el Salmista, se empavorecieron demasiadas veces cuando no había motivo alguno de temor.
Confiemos en la protección de la Virgen María, que es Reina de todos los santos, y Sede de la Sabiduría, para que la idea de la santidad sea en nuestra vida cada día más clara, más fuerte y más concreta.
UN IDEAL PARA TODA LA VIDA
Si me lo permites, amigo mío, querría continuar reflexionando contigo sobre el mismo tema. Creo que ha llegado el momento de dar gracias humildemente a Dios: las ligaduras se han desatado y por fin somos libres, según las palabras del Salmista. Se han desatado las ligaduras de los prejuicios, de las ideas falsas, y estamos ahora convencidos de que la idea de la santidad tiene que abrirse paso en nuestra mente y en todas las mentes cristianas.
Hemos empezado el camino: la perla preciosa ha brillado ante nuestros ojos, las riquezas del tesoro escondido han alegrado nuestro corazón. Sin embargo, hermano mío, he conocido almas, muchas almas, que llegadas a este punto, por un motivo o por otro (las "razones" y las excusas nunca faltan), no supieron ir más adelante. Una experiencia dolorosa, ¿no es verdad? Almas que habían visto, pero que cerraron los ojos o se adormecieron: almas que habían empezado y no continuaron, que hubieran podido hacer mucho y no hicieron nada.
Hace falta, como ves, pasar de la idea a la convicción, y de la convicción a la decisión. Debemos convencernos muy profundamente de que la santidad es lo que el Señor nos pide antes de cualquier otra cosa. Una sola cosa es necesaria. Que nunca te falte una fe solidísima en estas palabras divinas: la única derrota que se puede concebir en una vida cristiana -en tu vida- es la de demorarse en el camino que lleva a la santidad, la de desistir de apuntar a la meta. Hermano mío, la vida y el mundo carecerían de sentido si no fuese por Dios y por las almas. Esta vida nuestra no valdría la pena de vivirla si no estuviese iluminada en todo momento por una viva y amorosa búsqueda de Dios.
Escucha: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si luego pierde su alma? ¿Para qué pensar en tantas cosas, si luego olvidamos la única que cuenta? ¿Qué importa resolver tantos problemas nuestros y de los demás, si luego no resolvemos el problema más importante? ¿Qué sentido tienen nuestros triunfos, nuestros éxitos -nuestro "subir"- en la vida, en la sociedad, en la profesión, si luego naufragamos en la ruta de la santidad, de la vida eterna? ¿Qué ganancias y qué negocios son los tuyos, si no te ganas el Paraíso y pierdes el negocio de tu santidad? ¿A qué miras con tu estudio y con tu ciencia, si luego ignoras el significado de la vida y te es desconocida la ciencia de Dios? ¿Qué son tus placeres, si te privan para siempre del placer de Dios? Si no buscas verdadera, ardientemente, la santidad, nada posees; si buscas la santidad lo posees todo: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura.
Medita, amigo mío, estas consideraciones y haz tú, por tu cuenta, otras muchas: consideraciones concretas y actuales para tu vida de ahora, para tu condición presente y para los peligros que amenazan tu alma; consideraciones que refuercen la profunda convicción que debes tener acerca de la santidad, porque ella es el único camino de felicidad temporal y eterna.
¡Señor mío y Dios mío! Toda la decisión y toda la firmeza de estas palabras del apóstol Tomás deberemos ponerla en nuestro empeño de buscar la santidad sobre cualquier otra cosa. Debes estar firmemente decidido a ser santo y a ir hacia delante a toda costa. ¡Qué ejemplo tan luminoso el de Santa Teresa de Ávila! Ir adelante por su camino desafiando el cansancio y la desconfianza y la debilidad y la muerte: ...aunque me canse, aunque no pueda, aunque reviente, aunque me muera.
Y no olvides que lo que nos demora en nuestro camino no son las dificultades y los obstáculos que realmente se presentan: lo que nos demora es nuestra falta de decisión. No es que no nos atrevamos porque las cosas son imposibles, sino que las cosas son imposibles porque no nos atrevemos. La falta de decisión es el único verdadero obstáculo: una vez vencido, ya no hay otros, o, mejor, los superamos con gran facilidad. Que nuestro "sí" a Dios sea un "sí" decidido y con su gracia, sea cada vez más audaz, total e indiscutido. Dadme un hombre decidido, un hombre que sienta la pasión de la santidad y os daré un santo.
Que nadie nos supere en desear la santidad. Aprendamos, con la ayuda de Dios, a ser hombres de grandes deseos, a desear la santidad con todas las fuerzas de nuestra convicción y con todas las fibras de nuestro corazón: como el ciervo ansía las aguas de los frescos manantiales.
Si tú, amigo, que lees estas líneas, eres joven, piensa en tu juventud, en esa juventud que es la hora de la generosidad: ¿qué uso haces de ella? ¿Sabes ser generoso? ¿Sabes hacerla fructificar en una eficaz y fecunda busca de la santidad? ¿Sabes enardecerte con estas ideas grandes... y convencerte... y decidirte.
Pero si dejaste atrás la juventud y te adentraste ya en la vida, no te preocupes, porque ésta es la hora de Dios para ti; para El todas las horas son buenas, y a todas nos llama (en la tercia, en la de sexta y en la de nona) para que nos convenzamos, para que nos decidamos y para que deseemos la santidad, como el mismo Jesús nos lo enseñó en la parábola de los obreros de la viña.
Todas las edades son buenas, y te repito que cualquiera que sea tu condición, tu situación actual y tu ambiente tienes que convencerte, que decidirte y que desear la santidad. De sobre sabes que la santidad no consiste en gracias extraordinarias de oración, ni en mortificaciones y penitencias insostenibles, y que ni siquiera es patrimonio exclusivo de las soledades lejanas del mundo. La santidad consiste en el cumplimiento amoroso y fiel de los propios deberes, en la gozosa y humilde aceptación de la voluntad de Dios, en la unión con Él en el trabajo de cada día, en saber fundir la religión y la vida en armoniosa y fecunda unidad, y en tantas otras cosas pequeñas y ordinarias que tú conoces.
¡Convéncete, decídete, desea! Concreta tu esfuerzo y tu lucha, y persevera con amor y con fe. La Santísima Virgen, Reina de todos los Santos, si le pides luz y protección te servirá de apoyo y de consuelo en la lucha.