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El inicio de la vida pública... visto con los ojos de María

    El siguiente texto corresponde a un pequeño libro del cardenal Angelo Comastri titulado: La beatitudine. La felicità realizzata, Milano 2013, pp. 53-58. Forma parte de una colección sobre diversos momentos de la vida de Jesús. Recojo otros textos en esta misma sección en los que el autor imagina las diversas escenas narradas en el evangelio desde la vivencia y los ojos de la propia María. La traducción es mía.

     

 

·           ¡Llegó el día… que esperaba… y que temía! Jesús me dijo: «Mamá, sabes desde hace tiempo que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre. El Padre me ha confiado una misión y me ha indicado un camino: hoy inicio el primer paso, mamá».

 

Me dijo estas palabras sobre el umbral de casa. Y vi el primer paso de Jesús hacia el camino: ¿Dónde iba aquel paso? ¿Dónde conducía aquel camino? No lo sabía en aquel momento, porque también yo he vivido de fe: de fe que se entrega a Dios, ciega y humildemente. ¡Sin hacer preguntas!

 

Vi a mi hijo que se alejaba de casa: corrí detrás de él; no quería pararlo, sólo quería abrazarlo, como hace una madre cuando advierte un peligro para el propio hijo. Lo miré… Me miró intensamente. Lo estreché en mi pecho como cuando era niño y le susurré a la oreja: «Anda. Hágase en ti según la palabra que el Padre te ha dicho… y hágase en mí según la palabra que me fue dicha por el ángel en esta casa… hace tanto años».

 

Tenía el presentimiento que nunca más volvería: entré en casa con el paso lento y no quise girarme hacia atrás, mientras dos lágrimas me afloraban en los ojos y permanecían allí… quietas… como dos perlas ya preparadas para el futuro de mi hijo… y de Dios. La casa estaba vacía, tan vacía sin él.

 

 

·           Jesús fue al río Jordán, donde Juan había comenzado a predicar, anunciando que llegaría pronto uno más grande que él, del cuál no era ni siquiera digno de desatarle los cordones de las sandalias. Todos se preguntaban: ¿quién será?

 

Llegó Jesús. Juan lo vio… Lo miró atentamente como si lo estuviese esperando y advirtió el mismo escalofrío de emoción que lo había atravesado cuando estaba en el vientre de Isabel. Gritó: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).

 

La historia de Jesús y la historia de Juan estaban ligadas: así lo había querido el Altísimo.

 

 

·            Jesús volvió a Galilea y se estableció en Cafarnaún y comenzó a llamar junto a sí a algunos pescadores del lago de Genesaret: Simón y Andrés, Santiago y Juan. Después vinieron otros: Felipe, Bartolomé, Tomás, Mateo, Santiago el de Alfeo y Tadeo, Simón el Cananeo y Judas. Sí, Judas.

 

Los conocía a todos, los amaba como a mis hijos: y los amaba porque Jesús los amaba y porque ellos amaban a Jesús. Los recuerdo al completo en torno a Jesús en una fiesta por la noche en Caná de Galilea: fue un momento feliz, que se me ha impreso en el corazón.

 

Durante la semana del banquete, como era costumbre en aquellos tiempos, vino a faltar vino y yo me di cuenta enseguida que los esposos habrían corrido el riesgo de quedar muy mal ante los numerosos invitados. Dije a Jesús: «No les queda vino» (Jn 2,3). No sabía que cosa podría hacer, pero comprendí que todo problema era confiado a él: porque en él el Omnipotente se había hecho cercano, accesible, humano.

 

Jesús me respondió: «¿Qué puedo hacer? No ha llegado mi hora».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

«¿Qué hora?», dije dentro de mí. Pero no quise hacer preguntas, porque sabía que en Jesús había una vertiente de misterio, que iba más allá y por encima de lo que humanamente se podía ver. Sólo dije a los siervos que asistían al diálogo: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).

 

Jesús dijo a los siervos que llenaran de agua las seis grandes vasijas de piedra. Las llenaron y aquella agua ya no era agua: se transformó en vino delante de sus ojos anonadados.

 

Terminado el banquete, los siervos se me apretaron alrededor como niños fascinados y me dijeron: «¡María, tu hijo es un misterio! ¡Hemos vertido agua y ha salido vino! ¿Quién es tu hijo? ¿Qué hará en la vida?».

 

No lo sabía: solo sabía que Jesús me había anunciado que pronto llegaría su hora; y aquella ora la conecté inmediatamente con las palabras de Simón: al anuncio de una espada que me heriría el corazón. ¿Estaba ya cerca?

 

 

·           Jesús comenzó a moverse de un pueblo a otro. Me llegaban sus noticias: «¡Ha estado en Naín y devuelto la vida a un joven muerto!». Otro me dijo: «¡En Cafarnaún ha hecho caminar a un hombre completamente paralizado!». Y otro: «Con pocos panes ha dado de comer a miles de personas». Otros me dijeron: «Ha hecho un discurso jamás escuchado. Ha dicho que los pobres serán felices, que los mansos poseerán el mundo, que los puro de corazón verán a Dios, que los perseguidos por su causa… tendrán una gran recompensa en el cielo. ¡Cosas jamás escuchadas: nunca!».

 

Los mismos apóstoles me contaban: «Un día mientras atravesábamos el lago en barca, explotó una furiosa tempestad, las olas eran altísimas y nosotros temblábamos de miedo. Jesús dormía. Los despertamos y él hizo un gesto al mar y se aplacó; dio orden al viento y se paró. Permanecimos anonadados y enmudecidos».

 

            Era feliz: cada noticia sobre él penetraba en el alma y se transformaba en mi pan de cada día: el pan que me permitía vivir… en espera de poder ir hacia él para siempre.

 

 

            Una vez corrí hacia Jesús con todos los parientes de Nazaret: alguno venía interpretando mal el entusiasmo suscitado por él y pensaba que él fuese un exaltado. Yo era la madre… y no podía estar lejos en la hora del peligro. Llegamos a un pueblo cercano a Nazaret y encontramos a Jesús que estaba hablando dentro de una casa rodeado de mucha gente, mientras otra tanta permanecía fuera.

 

Le dijeron: «¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan» (Mc 3,32). Jesús en voz alta respondió: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis parientes?». Después con la mirada pasó revista a las personas extasiadas que los escuchaban y dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,33-35).

 

Dentro de mí exclamé: «¡Lo sé, hijo mío! Yo estoy aquí para escucharte y no tengo otro deseo que éste: hacer la voluntad de Dios junto a ti». Y me sentí madre como la noche de Belén, madre de Jesús, totalmente madre.

 

 

·           Pasó el tiempo… y todo cambio en torno a él. Me dijeron: «¡Ha profanado el sábado! Ha expulsado a los vendedores del Templo… Ha creado un gran alboroto. ¡Se ha declarado Hijo de Dios y señor del sábado! ¡Es un blasfemador! Van a eliminarlo… y los jefes del pueblo esperan la ocasión buena para hacerlo».

 

Varias veces y de varias ondas me llegó este mensaje: «¡Merece la muerte! No se pueden tolerar afirmaciones como esta: “los publicanos y las prostitutas os llevaran ventaja en el reino de Dios”» (Mt 21,31).

 

Otros me dijeron: «Puedes imaginar la reacción de los fariseos…

Se sienten ofendidos y ya están preparando un complot para echarlo fuera…

Lo lograran». Para mi corazón cada noticia era una verdadera puñalada:

¡como me había predicho el Simón!

 

Entendí que se estaba acercando la hora de la cual Jesús me había

hablado la primera vez en la fiesta de los esposos de Caná en Galilea.

¡Estaba preparada para estar cerca de él!

 

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