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Evolución histórica

del sacramento de la Confesión

Hago notar que en el desarrollo de este texto sigo fundamentalmente la siguiente

obra: G. Flórez, Penitencia y unción de los enfermos, Madrid 1993, pp. 79-234. 

 

·           Aunque la esencia de los sacramentos de la Iglesia no cambia, el modo en el que estos son celebrados sí ha sufrido cambios a lo largo de los siglos. La evolución sufrida por el sacramento de la penitencia quizás sea una de las más interesantes. Intento por ello ofrecer un resumen de la historia de la celebración de la liturgia penitencial hasta llegar a nuestros días.

 

            - En el evangelio es claro que Cristo otorgó a los apóstoles y sus sucesores el poder de perdonar los pecados (Mt 16,18-19; Jn 20,22-23), pero ¿cómo celebraron los Apóstoles el sacramento de la Reconciliación o cuál fue la forma concreta de la liturgia penitencial? Lo ignoramos. Los autores neotestamentarios son muy parcos al hablar de la reconciliación de los pecadores y, cuando lo hicieron, contemplaron casi exclusivamente situaciones muy excepcionales: el incesto, la simonía o la herejía.

 

La experiencia de las primeras comunidades cristianas es sobre todo una experiencia de santidad, como constata el libro de los Hechos de los apóstoles: «Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. Con perseverancia acudían a diario al templo con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y eran bien vistos de todo el pueblo; y día tras día el Señor iba agregando a los se iban salvando» (Act 2,44-47). Pero también es real la experiencia del pecado: Pedro tiene que enfrentarse duramente al engaño de Ananías y Safira (Act 5,1-11) y Pablo se ve obligado a denunciar y condenar severamente la situación incestuosa de un miembro de la comunidad de Corinto (1Co 5,1-13).

 

Sea como sea podemos decir que frente a la realidad del pecado las comunidades cristianas adoptaron varios procedimientos que pueden reducirse a tres formas escalonadas de acción: (1) la llamada a la conversión y corrección mediante el arrepentimiento y la confesión de los pecados o reconocimiento de las propias faltas; (2) la recomendación de determinadas prácticas penitenciales, como medios que sirven de purificación de las faltas y que ayudan a la conversión y al perdón de los pecados: la oración, el ayuno y la limosna o práctica de al caridad (St 5,16; 1Ped 4,8); (3) Apartar al pecador de la vida de la comunidad o recomendar a ésta que se aparte de él, con el fin de abrir un camino al pecador en orden a su corrección y reinserción en la comunidad a la que había ofendido con su conducta.

 

No hay en el NT indicio alguno claro acerca de un rito de reconciliación.

 

         - A lo largo de los dos primeros siglos el mensaje penitencial que encontramos en la literatura cristiana puede reducirse a un esquema similar al anterior. No aparecen todavía indicios ciertos acerca de una práctica oficial de reconciliación de los pecadores, lo que hace suponer que no existía una normativa especial al respecto, si bien los responsables de la comunidad daban gran importancia a la penitencia, como medio de conversión y corrección y, por tanto, debían prever una forma de reinserción del pecador en la comunidad.

 

            A mediados del siglo II, aparece la obra que lleva el título de El Pastor de Hermas y que desarrolla con amplitud el tema de la penitencia eclesiástica y que tendrá una gran influencia tanto en Occidente como en Oriente. Sin embargo, su recurso frecuente al lenguaje simbólico hace difícil su interpretación en puntos claves y en concreto en lo que se refiere a la tradición sobre la práctica de la penitencia eclesiástica. Pero se puede deducir la existencia de una penitencia postbautismal vinculada a la Iglesia (cuya validez es puesta en entredicho por algún grupo), gracias a la cual el pecador recobra su primitiva inocencia, pero esta penitencia sólo se concede una vez en la vida para los pecados de especial gravedad: adulterio, asesinato, apostasía. Una medida inspirada posiblemente en la unicidad del bautismo, aunque a nosotros, que tenemos una fuerte conciencia de la misericordia de Dios tal y como encontramos en el evangelio, nos pueda chocar. Pero es bueno tener presente que en aquella época recibir el bautismo significa estar dispuesto a una renuncia definitiva al pecado. De ahí que en la misma obra se diga que no es oportuno hablar de una “segunda penitencia” a los recién bautizados.

 

Este principio, que puede ser recogido por el autor de una tradición anterior o puede ser formulada ahí por primera vez, va a ser seguido con todo rigor en la administración de la penitencia eclesiástica durante los primeros siglos.

La consecuencia práctica de ello será que muchas veces la gente vaya posponiendo el tiempo de penitencia hasta la hora de la muerte. La penitencia deviene entonces un ejercicio de preparación para bien morir, porque solo podía ser ejercitada una vez.

 

       - Los testimonios del siglo III nos ofrecen una “penitencia eclesiástica” perfectamente organizada y que se practica con regularidad bajo el principio de una sola vez. La penitencia comienza con la exclusión de la eucaristía tras la confesión de los pecados, le sigue un largo proceso penitencial y termina con la reconciliación mediante la imposición de manos del obispo o presbítero, que da nuevo acceso a la eucaristía.

 

La paz que la Iglesia otorga al penitente al final de la práctica penitencial es signo de la comunión con la Iglesia. Comunión que el pecador recupera (a) gracias al valor objetivo de una penitencia que –en el sentir de la fe– es simultáneamente esfuerzo penitencial del penitente y acción penitencial de la comunidad cristiana, y (b) gracias a la intervención ministerial de la Iglesia, que ejerce de esta manera el poder de “atar y desatar”.

 

El tiempo penitencial es generalmente largo y duro y está acomodado a la gravedad del pecado. Los pecados sometidos a penitencia son los de especial gravedad, sin que exista ninguna excepción a la posibilidad de perdón. Sigue el principio de una sola vez y hay una tendencia hacia el rigor en las formas exteriores. En el caso de los presbíteros que incurren en pecado grave, estos pierden ipso facto su función ministerial.

 

      - A partir del siglo IV las fuentes sobre la “penitencia eclesiástica” son más abundantes. Hay diversidad de procedimientos, pero, como ya hemos señalado anteriormente, se puede ver que en todo caso se exige al pecador un proceso largo, público y severo, sobre todo para los pecados de homicidio, adulterio y apostasía. Constaba éste de tres momentos:

 

1. Acusación de los pecados graves en privado al obispo, que le imponía una penitencia pública (este es el sentido de pública con el que es conocida esta práctica de la confesión) y se ingresaba en el grupo u orden de los penitentes.

 

2. Periodo prolongado de penitencia o expiación de los propios pecados. Se vestían con hábitos especiales, se rapaban el pelo, realizaban ayunos prolongados o tenían que vivir la abstinencia sexual en el matrimonio. Se quitaban de los placeres de ir a fiestas y banquetes, se mortificaban y daban limosnas importantes. Su duración en esta especie de orden venía determinada por el Obispo y podía prolongarse hasta en años. Un conocido concilio de la época, el de Elvira, que fue especialmente riguroso, dispuso que la penitencia eclesiástica podía durar tres años, cinco, siete , diez y hasta toda la vida en caso de idolatría o infidelidad de las vírgenes. Sea como sea, la severidad de la penitencia eclesiástica se acentúa en este siglo, quizás ante el miedo de una relajación de la vida cristiana una vez obtenido el reconocimiento y la libertad de culto en el Imperio.

 

3. La reconciliación, que estaba separada del momento de la confesión de los pecados, era pública y tenía lugar el Jueves Santo antes de Pascua. El obispo imponía las manos sobre la cabeza del pecador y hacía una plegaria a Dios a partir de la cual, el recién perdonado volvía a formar parte de la comunidad cristiana en plenitud.

 

Señalamos, finalmente, una costumbre seguida en la Iglesia romana que pone de manifiesto la participación de la comunidad entera: al final de la misa, los penitentes yacen postrados, rodeados por los fieles, los presbíteros y el Papa; éste se arrodilla a su vez y luego levanta y despide a los pecadores que han cumplido la penitencia. La reconciliación va acompañada de la imposición de manos que hacen el obispo y los presbíteros que le asisten. Toda esta liturgia, en definitiva, resalta la eclesialidad del sacramento.

 

       - A partir del siglo V los problemas relacionados con la reconciliación de los pecadores se van agravando progresivamente. Las cargas que comporta son extraordinariamente duras. Tratándose de jóvenes menores de 35 años los obispos y concilios se muestran partidarios de retrasar la imposición de la penitencia, a fin de evitar castigos mayores, como el de al excomunión, en caso de abandono de la práctica penitencial. En tiempos del papa san León, muchos pecadores esperan a los últimos momentos para pedir la penitencia y, una vez que se sienten recuperados de su enfermedad, rehúyen al sacerdote para evitar su cumplimiento.

 

        A partir del siglo V, se considera la forma de vida de los monjes y ascetas como una práctica penitencial sustitutiva de la penitencia pública. La profesión monástica es como un segundo bautismo que permite el acceso a la eucaristía. A esta opción se acogían no pocos cristianos voluntariamente para expiar sus faltas y especialmente como una forma de preparación cristiana para la muerte.

 

            Hacemos una anotación sobre lo visto hasta ahora:

 

       Todo lo dicho hasta ahora nos hace ver que la “penitencia eclesiástica” era concebida, por un lado, como un instrumento de reconciliación destinado exclusivamente a los que incurrían en determinadas faltas de especial gravedad: homicidio, adulterio y apostasía. Así pues, se dejaba fuera del ámbito penitencial las necesidades propias de la mayoría de los fieles cristianos que querían vivir sinceramente los compromisos de la fe y que descubrían en su conciencia faltas propias de la vida diaria. Por otro lado, el rigorismo con el que era planteada no era adecuada a la realidad de la vida cristiana, a las exigencias de una verdadera y eficaz conversión, ya que el penitente tenía que asumir una forma de vida que le impedía prácticamente proseguir con sus actividades y compromisos sociales, tanto civiles como familiares; quien practicaba por una vez la penitencia eclesiástica quedaba en lo sucesivo desamparado si tenía la desgracia de reincidir en el pecado; el penitente adquiría, por su condición de pecador público, una imagen social muy negativa que podía afectar a su conducta posterior; el penitente quedaba privado de la eucaristía durante largo tiempo; muchos retrasaban la petición de la penitencia, etc.

 

            Nos puede resultar difícil de entender este rigorismo de los primeros siglos, pero es conveniente tener presente diversas cosas: Por un lado, la fuerza de la conversión de los primeros cristianos. Como decíamos antes, es bueno tener presente que en aquella época recibir el bautismo significa estar dispuesto a una renuncia definitiva al pecado. Por otro lado, la comprensión del evangelio a la luz del Espíritu Santo requiere tiempo. La lógica de Dios es muy distinta de la lógica humana y en ésta la misericordia infinita de Dios no es fácilmente comprensible. Los primeros cristianos fueron afortunados de vivir de cerca la novedad de Cristo, pero la realidad es que nosotros somos afortunados de poder comprender su Evangelio con mayor hondura y plenitud.

 

            Nos puede parecer que el sacramento de la confesión ha sufrido demasiados cambios a lo largo de la historia y que la Iglesia ha modificado el don inicial de Cristo. En realidad los cambios se han dado en todos los sacramentos, pero nunca en sus aspectos esenciales. Cambia el modo en el que Iglesia ha determinado el modo concreto de conceder sacramentalmente el perdón, pero no cambian los elementos esenciales que configuran ese perdón: arrepentimiento, penitencia y absolución ministerial.

 

En este sentido, la confesión frecuente y abierta a todos los pecados, grandes y pequeños, es el fruto precioso de un largo desarrollo de la fe y de la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo que ha llevado a descubrir en la misericordia de Dios un don cotidiano y no excepcional. El abandono de este sacramento basándose en el desarrollo histórico del mismo es una visión miope de la realidad y de la riqueza de la Iglesia acumulada a lo largo de los siglos. Basta recordar las palabras de Cristo: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo he dicho» (Jn 14, 26). «Las palabras «enseñará» y «recordará» significan no sólo que el Espíritu, a su manera, seguirá inspirando la predicación del Evangelio de salvación, sino que también ayudará a comprender el justo significado del contenido del mensaje de Cristo, asegurando su continuidad e identidad de compresión en medio de las condiciones y circunstancias mudables. El Espíritu Santo, pues, hará que en la Iglesia perdure siempre la misma verdad que los apóstoles oyeron de su Maestro»[1].

 

           - A mediados del siglo VI bajo la influencia de comunidades monásticas implantadas en las Islas Británicas que, a causa de su aislamiento del resto de la cristiandad, parecen no estar vinculadas al principio de “sólo una vez” de la penitencia eclesiástica antigua, se va abriendo paso un nuevo procedimiento de reconciliación llamado “penitencia tarifada” que utiliza los llamados libros penitenciales (estos asignaban a cada pecado, grave o leve, incluidos los de pensamiento, una tasa o tarifa penitencial) y –atención a esto– que puede practicarse cuantas veces se considere necesario.

 

Esta práctica, además, no está sometida a unos tiempos litúrgicos determinados ni a una forma solemne de celebración que exija la intervención del obispo, sino que se realiza de forma individualizada, con la sola intervención del penitente y del presbítero confesor. Éste, oída la confesión del penitente, le impone una penitencia proporcionada a la gravedad de su culpa y le remite a un nuevo encuentro para darle la absolución, una vez cumplida la penitencia impuesta. Es decir, como en los siglos precedentes, la reconciliación estaba separada de la confesión, salvo en los casos de extremo peligro de muerte.

 

En este sentido una práctica semejante en nuestros días puede tener lugar con la absolución del aborto, un pecado cuyo perdón está reservado a los obispos (salvo que el Papa disponga otra cosa, como por ejemplo ha sucedido con el año de la misericordia). Al encontrarse con una persona que ha abortado con conciencia de que ese acto conllevaba la excomunión el sacerdote no puede dar la absolución al penitente en ese momento, sino que el penitente tendrá que volver en otra ocasión después de que el sacerdote haya consultado con el obispo o la persona delegada la pena a imponer. Con esta medida se quiere hacer más conscientes a las personas de al gravedad de un acto. Es fácil de entender si lo comparamos con la justicia ordinaria: todos entendemos que tenga más pena un asesinato que el robo de un pollo.

 

         El origen de la práctica penitencial tarifada puede estar en la costumbre propia de la vida monacal de la confesión de las faltas como medio de corrección de los monjes y de guía espiritual. En este caso resultaba importante el papel del confesor en su función de escuchar directamente al penitente y de imponerle la penitencia adecuada. El Penitencial de san Columbano, escrito a finales del siglo VI y uno de los más antiguos, consta de tres partes que van dirigidas de forma diferenciada a los monjes, a los clérigos y a los laicos, lo cual da idea de la versatilidad de esta nueva forma de practicar la penitencia en orden a adaptarse a las diversas situaciones de los penitentes y a la distinta realidad del pecado frente a la práctica antigua.

 

La tasación de los pecados desciende a todo tipo de detalles y se fija con absoluta precisión. Las penitencias consisten en mortificaciones más o menos duras y prolongadas, en privaciones de diversa naturaleza o en ayunos. Pueden durar días, meses y años. La confesión se hacía espontáneamente o por medio de un cuestionario que utilizaba el confesor. La figura del sacerdote confesor adquirirá gran relevancia social con el paso del tiempo.

 

         A finales del siglo VI y principios del VII, coincidiendo con la emigración de los monjes irlandeses y su extraordinaria labor misionera en tierras europeas, esta forma de penitencia se propaga por Europa y se generaliza. A lo largo de tres siglos proliferan los libros penitenciales por toda Europa.

 

Se trata de una situación intermedia entre la “penitencia eclesiástica” precedente y la praxis de los siglos posteriores, pero que recoge los elementos esenciales de la reconciliación eclesial tradicional: el arrepentimiento y la confesión de las faltas, el cumplimiento de la penitencia que impone la Iglesia a través del confesor y la forma de la reconciliación.

 

          El problema de la penitencia tarifada es que tiende a una exagerada cuantificación de la realidad moral del pecado y a su compensación penitencial, subordinando excesivamente el perdón a la obra material que realiza el penitente como satisfacción por el pecado. Se establece así una estrecha relación de proporcionalidad o equilibrio entre el pecado y la penitencia, que desfigura el verdadero sentido de la reconciliación cristiana. Esta no depende estrictamente de la "pena", sino de las disposiciones interiores del penitente en orden a una verdadera conversión, que en definitiva es obra de la gracia de Dios.

 

Por otro lado, la proliferación de libros penitenciales introduce una factor de variación subjetiva que depende de los modelos adoptados.

 

La cuantificación y suma de las tarifas penitenciales podía alcanzar proporciones difíciles de asumir por el penitente a lo largo de su vida. Lo que hizo que algunos buscaran ayuda en otras personas. El concilio de Cloveshoe (a. 747) califica de “peligrosa novedad” el hecho de que algunos penitentes recurran a otros cristianos para que, mediante el pago de una cantidad, les ayuden con sus obras a satisfacer la penitencia que ellos no pueden cumplir.

 

            - La dificultad que entraña la necesidad de una segunda vuelta para obtener la reconciliación llevó de un modo natural a la progresiva unión del momento de la absolución al de la confesión de las faltas. Hacia el año 1000, la concentración de todo el proceso penitencial en un solo acto puede considerarse como práctica general[2]. Frente al peligro de una excesiva cuantificación que resaltará la búsqueda de la penitencia adecuada más que la acción de Dios y de la Iglesia, el proceso de unificación ayudó a entender la penitencia privada como una celebración litúrgica en la que el aspecto oracional y cúltico ponía más de relieve la obra de la gracia. La unificación de estos elementos (confesión, satisfacción, absolución) se realiza en beneficio de uno de ellos: la confesión de los pecados al sacerdote, que se convierte en el elemento más representativo de la penitencia privada.

 

La confesión de los pecados alcanza en esta época un sentido muy concreto y determinado: es sobre todo la manifestación del pecado a otro, con la intención de confesarlo ante Dios. La confesión tiene un carácter eminentemente personal y reservado, pero no ha perdido su carácter eclesial, sino que alcanza una conexión muy íntima con la figura del sacerdote que ejerce en la penitencia privada el ministerio de la Iglesia de perdonar o “desatar”. La idea de la confesión en esta época va cada vez más estrechamente ligada a la realidad del ministerio sacerdotal, a través del cual Dios lleva a cabo en el cristiano la obra perfecta de la reconciliación.

 

         En definitiva a finales del primer milenio, la “penitencia eclesiástica” se aplica únicamente en casos muy especiales de pecados graves y públicos. Sigue siendo el obispo quien interviene en la imposición de esta penitencia, por la que el pecador queda sometido, como en la antigüedad, al “orden” penitencial. La “penitencia privada”, que recoge y sintetiza los elementos esenciales de la reconciliación penitencial adaptándolos a la nueva realidad de la comunidad cristiana, se ha convertido, en cambio en una práctica extendida en el continente europeo y recomendada por los obispos a todos los fieles, clérigos, religiosos y laicos. Se considera una forma de prepararse dignamente a recibir la eucaristía y de encontrar la reconciliación y el perdón.

 

La utilidad e importancia de la “penitencia privada” en la vida de la Iglesia va muy ligada al compromiso del cristiano con las exigencias de la fe, a su adhesión a la Iglesia y a su acercamiento a la eucaristía[3].

 

·           En el siglo XI aparecen verdaderos tratados sobre la confesión, como el del arzobispo de Canterbury, Lanfranco (1005-1089), que subrayan también la importancia de la mediación de la Iglesia en la reconciliación penitencial privada. Lanfranco, por ejemplo, afirma que el pecador que hace penitencia ha de esforzarse por vivir en la Iglesia, ha de tender a la unión con ella y ha de confiar en las limosnas, oraciones y obras de justicia y misericordia de toda la Iglesia: «Nadie por tanto puede hacer penitencia digna si no le ayuda la unidad de la Iglesia» (PL 40, 1125).

 

Subraya también que la confesión de las faltas graves debe hacerse a los sacerdotes, verdaderos ministros de la reconciliación, pero en el caso de no encontrar un clérigo, podría hacerse a un hombre considerado honesto. Éste, según se explica, no tiene el poder de desatar, pero el penitente que confiesa así su pecado se hace digno de obtener el perdón en virtud de su deseo de hacer la confesión al sacerdote.

 

Damos un salto de muchos siglos e imaginad el caso de un hombre que en la actualidad se acerca al confesionario pensando que allí hay un sacerdote, cuando en realidad es el carpintero el que está en su interior. Éste decide hacerse pasar por el sacerdote y el penitente se confiesa. ¿Quedan perdonados los pecados del penitente aunque la absolución no se la haya dado el sacerdote? Sí, porque la Iglesia suple y el elemento esencial del sacramento es el arrepentimiento del penitente. Volvamos al ejemplo y pensemos que el penitente se diera cuenta de que el confesor era en realidad el carpintero, entonces ¿sería válida la confesión? No. En ese momento debería volver a confesarse.

 

·           El decaimiento y progresivo desuso de la antigua “penitencia eclesiástica” de carácter público trae consigo a lo largo de la Edad Media el nacimiento de prácticas penitenciales que pueden considerarse supletorias y complementarias respecto a esta.

 

Entre ellas, hay que destacar la peregrinación a lugares santos de la cristiandad (Jerusalén, Roma, Santiago), como llamada a la conversión, práctica penitencial y ocasión para recibir la reconciliación en las condiciones privilegiadas en que se ofrecía en estos templos con motivo de algún acontecimiento jubilar. Las cruzadas, organizadas en defensa de los santos lugares, entran también en esta categoría de peregrinación penitencial.

 

            - En este tiempo tiene lugar el desarrollo de la reflexión teológica propiamente dicha. A mediados del siglo XII aparecen los escritos de “sentencias” que recogen la enseñanza de las escuelas teológicas del tiempo, y se realizan los primeros intentos de sistematización del contenido de la fe en su conjunto, y dentro de este el concepto propio de sacramento y la realidad propia de cada uno de ellos.

 

La teología medieval escolástica repara poco en el doble efecto de la reconciliación penitencial, que los Padres denominan como paz con Dios y paz con la Iglesia. Considera sobre todo el perdón en relación con Dios, dando por supuesto que en él se incluye toda reconciliación. Sí se destaca la mediación que la Iglesia ejerce a través del sacramento, uniéndose con sus méritos y oraciones a los deseos de los penitentes y haciendo uso del poder de las llaves, pero no insiste en general en el hecho de que se produce una doble reconciliación, con Dios y con la Iglesia. Este proceso de olvido se lastrará en buena medida hasta nuestros días.

 

            Con el desarrollo de la confesión auricular privada y el deber de confesar las faltas oralmente al sacerdote surge el problema de conocer bien los “delitos” o pecados que uno ha cometido, para que el sacerdote tenga elementos de juicio para imponer una pena proporcionada con la que poder satisfacer. Así pues, es necesaria tanto al penitente como al confesor una “cultura del pecado” y retomando la práctica de los rigurosos monjes irlandeses, que tarifaban las penas debidas por cada pecado, a lo largo del siglo XIII se despliega una intensa actividad en este sentido, especialmente en los sermones de órdenes mendicantes como dominicos y franciscanos. El sacerdote debe procurar que hasta la persona más ignorante pueda confesarse bien de los pecados cometidos. Los moralistas desarrollaran diversos manuales de confesores que ayuden esta labor. El proceso se irá adaptando a las correspondientes épocas. Según que época, en tratados morales, sermones y primeros catecismos, aparece tratado con mayor intensidad el pecado que goza de mayor actualidad en el momento: la soberbia del feudal, la avaricia de comerciantes y prestamistas, la pereza de los monjes, la lucha contra el adulterio y así sucesivamente.

 

El sacramento de la penitencia es visto bajo un prisma de carácter judicial en tanto que es manifestación de un poder efectivo aunque singular ya que, en vez de absolver o condenar, lo que hace es absolver, después de imponer una pena.

 

        - Un momento importante de la historia de la Penitencia llega en 1215 con el Concilio Lateranense IV. Tuvo el mérito de reducir las exigencias de la práctica penitencial a unas normas elementales, precisas y claras. También impuso a todos los fieles la obligación de la confesión anual y a los sacerdotes la obligación de guardar el secreto de la confesión.

 

Durante los siglos XIII-XV los predicadores y moralistas insisten en la necesidad de la confesión frecuente, aunque lo cierto es que la mayoría de los fieles, por unas u otras dificultades, se limitan a hacer la confesión por Pascua o en caso de peligro de muerte.

 

            - Durante el siglo XVI la Iglesia vivirá una fuerte conmoción: la división interna provocada por la Reforma Luterana que, entre otras cosas, pone en entredicho la realidad sacramental. Como reacción a esta doctrina el Concilio de Trento (1545-1562) se preocupará de dar un cuerpo doctrinal a los sacramentos. En concreto, respecto al de la penitencia realizará una serie de afirmaciones importantes: (1) instituida por Cristo, (2) a modo de juicio, (3) para perdonar, por medio de la absolución sacramental, (4) los pecados cometidos después del bautismo, (5) al hombre debidamente arrepentido (6) y que los ha confesado.

 

       Los dos grandes pilares del sacramento de la penitencia, según el modelo tridentino, son la confesión y la absolución.

 

La confesión cuenta con raíces antropológicas y bíblicas, pero adquiere en el modelo tridentino una especial configuración, que es el resultado de una amplia experiencia eclesial (puesta de relieve en la historia de la confesión privada) y de una interpretación teológica de la potestad de las llaves que identifica al máximo la acción de Dios y la acción de la Iglesia.

 

La absolución es el signo principal de la potestad de las llaves, que ejercen los sacerdotes. En el ejercicio de esta potestad, los sacerdotes no solamente hacen uso de un poder, sino que han de saber administrarlo con conocimiento de causa, con sabiduría, con justicia y misericordia. La eficacia del sacramento no depende de la santidad del ministro, sino de la fe de la Iglesia.

 

            El modelo tridentino de confesión asume en su estructura interna dos factores que son consustanciales a la virtud de la penitencia, vista tanto desde una perspectiva cristiana como antropológica: el dolor o arrepentimiento interior, por el que el pecador cambia su actitud moral y que constituye el alma de la verdadera conversión cristiana, y la obra penitencial o penitencia exterior que es signo de la aceptación por parte del pecador de la penitencia de la Iglesia y se materializa su conversión ante los demás. En el modelo tridentino, estos factores son menos visibles o manifiestos en cuanto quedan en parte reabsorbidos por el acto de la confesión, pero no dejan de ser factores esenciales de la penitencia sacramental.

 

·           El modelo tridentino de confesión corresponde a un modelo de Iglesia que no es ciertamente la primitiva, en la que los pecadores constituían un "orden" aparte y la penitencia se aplicaba con extremado rigor, sino una nueva comunidad, más experimentada en la realidad del pecado y por eso mismo más consciente de la necesidad de una penitencia reconciliadora que alcance a todos los miembros de la Iglesia, más inclinada a valorar los aspectos personales y prácticos de la conversión, más capaz de diferenciar la distinta gravedad de las faltas, más activa en la realización de la acción penitencial de la Iglesia.

 

En cambio, se aprecia en la doctrina tridentina sobre el sacramento de la penitencia, al igual que en la Escolástica en general, la carencia de una profunda visión eclesial del sacramento. Si se insiste en la importancia que tiene el ministerio sacerdotal en el ejercicio del poder de las llaves, se considera poco el significado del papel mediador de la Iglesia en la acción sacramental de la penitencia, teniendo en cuenta la realidad de la comunión eclesial y los efectos que se derivan, para el Cuerpo de Cristo, del pecado de sus miembros y de su reconciliación con la Iglesia. Aunque ciertamente esta dimensión eclesial no se ignore.

 

         - En los siglos posteriores el sacramento de la confesión vive un auge importante gracias a maestros espirituales concretos y el desarrollo de las misiones populares o los ejercicios espirituales. El sacramento no experimenta cambios significativos ni en lo doctrinal ni en lo litúrgico a lo largo de los siguientes siglos.

 

            Será el Concilio Vaticano II el que movido por el desarrollo de la teología de finales del siglo XIX y primera mitad del XX, los descubrimientos del movimiento litúrgico y la patrística, junto a los cambios sociales, profundizará en la llamada a la santidad de todos los bautizados, la importancia de los sacramentos en la misión de la Iglesia y la vida de los cristianos y su realización pastoral.

 

Si la penitencia en los primeros siglos sirvió de remedio extremo frente al pecado-delito de notoria gravedad, en la Edad Media y Moderna se convierte en una práctica generalizada de “confesión” de los pecados, graves y leves. En la actualidad, habría que poner el acento en su función como instrumento de permanente conversión a la gracia y santidad de Jesucristo. Cuando la Iglesia habla de la necesidad de constante de “la penitencia y la renovación” está refiriéndose no sólo a los pecados graves, sino a la llamada a la santidad y a la tarea de progreso en las virtudes que los cristianos deber realizar a lo largo de toda su vida. Para la consecución de dicho fin, el sacramento de la confesión es una inestimable ayuda. Es una verdadera suerte para nosotros vivir en una época en la que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, ha llegado a esta comprensión. Aprovechémoslo.

 

Uno de los aspectos importantes que también se intentó recuperar es la de la dimensión eclesial del sacramento. Pasar de una idea individualista y puramente receptiva de la acción sacramental a una visión del sacramento como acción de toda la Iglesia unida a Dios Uno y Trino. Para ello se introdujo la fórmula de la celebración comunitaria con absolución individual que con frecuencia se vive en las parroquias en los tiempos fuertes del año litúrgico.

 

 

 

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[1] Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 4.

[2] El Pontifical romano del siglo XII, por ejemplo, recoge la absolución concedida inmediatamente después de la confesión de los pecados.

[3] «Si la nueva forma de practicar la penitencia no es, en lo que se refiere a sus elementos esenciales, diferente de la antigua, implica una concepción radicalmente distinta en lo que afecta a su utilización. El soplo espiritual de la penitencia privada está principalmente en la idea de que todos en la Iglesia necesitan reconciliarse de una forma real y perceptible, para poder vivir efectivamente las exigencias de la gracia bautismal y poder participar con sinceridad y gratitud en la mesa del Señor. Si durante los primeros siglos pudieron considerar los cristianos menos necesaria esta forma de reconciliación, fue gracias a la hondura y madurez con que se vivía la primera y fundamental conversión bautismal. Partiendo de este presupuesto, el cristiano encontraba en otros medios, como la oración y confesión espontánea de las faltas, las obras penitenciales y la misma eucaristía, la forma de abrir su conciencia a Dios y de descubrir el misterio de la gracia reconciliadora de Dios.

El mayor valor y el más característico de la confesión privada está en que se ofrece a todos como un medio efectivo de reconciliación, no limitado a una clase de pecados o a un tope de disponibilidades, no condicionado por exigencias añadidas a las de la verdadera conversión eclesial. Con este principio, la confesión privada va ganando el interés, la aprobación y la acogida fervorosa de la Iglesia y termina siendo, sobreponiéndose a otras formas antiguas o medievales de reconciliación, la forma usual y principal de reconciliación para el común de los cristianos.

La historia de la penitencia privada viene a confirmar la idea de que los grandes cambios en la Iglesia no se producen de forma acelerada, sino que pasan por un proceso de acercamiento al pueblo y de adaptación a las verdaderas exigencias de la vida cristiana, por una labor de aquilatamiento y perfeccionamiento de los factores que inspiran y estructuran dichos cambios» (p. 142).

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