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Relativismo Vs. Necesidad de una ética que nos ayude a escoger el bien

Este texto pertenece al libro Ética razonada de José Ramón Ayllón, publicado por la editorial Palabra.

 

          El regreso de Troya fue complicado para Ulises: diez años a merced de los dioses y de los mares, y siempre con la muerte en los talones. Cada vez que su nave arribaba en tierra extraña, una misma inquietud: «¿De qué clase de hombres es la tierra a la que he llegado? ¿Son soberbios, salvajes y carentes de justicia, o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dioses?».

 

         Desde los orígenes, la conducta humana se enfrenta a la doble posibilidad de ser, precisamente, humana o inhumana. La libertad implica siempre el riesgo de escoger tanto una conducta digna del hombre como otra indigna y patológica. Llamamos ética a la elección de la conducta digna, al esfuerzo por obrar bien, a la ciencia y al arte de conseguirlo.

 

 

            Necesidad de la ética

 

        La diferencia esencial entre el hombre y los demás animales no consiste en un órgano diferente, en algo equivalente a las alas, las aletas, el pico, las garras o las pezuñas. La novedad descansa sobre una cualidad tan real como inmaterial: la libertad inteligente. Tan real que nos hace pertenecer a la especie homo sapiens. El hombre y el mono tienen una diferencia genética mínima: no llega al 2%. En cambio, la diferencia existencial es un abismo. Salvar esa distancia representaba mucho más que bajar del árbol. El salto no era de la rama al suelo sino del suelo a la conquista del mundo. Fue la tarea de la inteligencia.

 

Solo un animal inteligente y libre es capaz de ver la realidad como tierra en la que pueden germinar unas semillas invisibles que llamamos posibilidades. En la rama no está escrita la flecha que podría ser. Los metales no piden ser convertidos en automóviles. El agua no es energía eléctrica. Sin embargo, el hombre inventa en la realidad esas y otras muchas posibilidades inverosímiles. La libertad inteligente se convierte así en una fabulosa hormona de crecimiento administrada a la realidad. El mundo se multiplica en mil mundos: es el progreso.

 

            ¿Y si la posibilidad que escogemos es negativa? En esa radiografía de Nueva York que es La hoguera de las vanidades, Tom Wolfe nos cuenta que cada año eran detenidas en el Bronx cuarenta mil personas entre las que había de todo: incompetentes, subnormales, psicópatas, alcohólicos, payasos y buenas gentes, todos ellos detenidos por algún tipo de enfurecimiento terminal. Pero había también otros tipos de quienes lo mejor que podía decirse era que se trataba de seres vilmente malvados.

 

Por lo que sabemos, con frecuencia elegimos mal. Se dice que hemos inventado la música de cámara, pero también la cámara de gas, y que estamos obligados a elegir, pero no estamos obligados a acertar. De ahí que sea necesaria una brújula que nos oriente en el confuso y agitado mar de la vida: eso es la ética. Y por esa razón, si el homínido se convierte en homo sapiens, no le queda más remedio que convertirse en homo ethicus. Es decir, no le queda más remedio que diseñar un mundo habitable. Algo que requiere elegir bien para no acabar mal; respetar la realidad; respetarse a sí mismo; abrir los ojos y aprender a mirar; superar la ley de la selva; no ser lobo para el hombre; usar la brújula y el mapa; saber que el terreno está minado; estar dispuesto a sufrir. En resumen: sostener un esfuerzo inteligente al servicio del equilibrio personal y social. Y si se quieren emplear palabras diáfanas: hacer el bien y evitar el mal.

 

Un texto de Elie Wiesel: «No lejos de nosotros, de un foso subían llamas gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargó su carga: ¡eran niños! Sí, lo vi con mis propios ojos. No podía creerlo. Tenía que ser una pesadilla. Me mordí los labios para comprobar que estaba vivo y despierto. ¿Cómo era posible que se quemara a hombres, a niños, y que el mundo callara? No podía ser verdad. Jamás olvidaré esa primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. Jamás olvidaré esa humareda y las caras de los niños que vi convertirse en humo. Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y que dieron a mis sueños el rostro del desierto. Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir» (La noche).

 

 

            Más razones

 

          ¿Es importante la ética? Aunque ya lo hemos dicho, vale la pena repetir que la ética es importante en grado sumo. ¿Por qué? Porque somos inteligentes: no nos gobierna el instinto ni la sensibilidad. Porque somos libres y estamos obligados a escoger. Por lo mismo que la brújula o el mapa. Porque carecemos de piloto automático. Porque el hombre hace honor a su condición de sujeto sujetando sus actos, llevando las riendas de su conducta, conduciéndose. Porque estamos compuestos de inteligencia y libertad: dos piezas que no encajan bien, una mezcla inestable, a veces explosiva. Porque la ley de la selva solo es buena para la selva. Porque necesitamos vivir en sociedad. Porque es cuestión de vida o muerte. Porque queremos ser felices y el mal nos esclaviza.

 

Si pasamos del «por qué la ética» al «para qué», podríamos responder de forma parecida: para vivir como lo que somos: personas. Para no vivir como lo que no somos: monos con pantalones. Para que el hombre no sea el lobo de Hobbes. Para que la sociedad no envenene al inocente de Rousseau. Para lograr la auténtica calidad de vida. Para ser felices.

 

Ya se ve que la ética es el arte de construir nuestra propia vida, y como no vivimos aislados sino en convivencia, con nuestras acciones éticas también construimos la sociedad, y con nuestra falta de ética la perjudicamos. Por tanto, nos encontramos quizá ante el más útil de los conocimientos humanos, ante el más necesario: porque nos permite vivir como seres humanos, a salvo de la selva y del caos.

 

 

            División de opiniones

 

          La ética busca el bien. Aunque la palabra «bien» no significa lo mismo para todos, todos aspiramos a vivir bien. Por eso debemos preguntarnos qué es lo que hace que las cosas, las acciones y la vida sean buenas: es decir, en qué consiste el bien.

 

Las respuestas son múltiples. Desde los tiempos de la Grecia clásica se ha dicho que el bien es el placer, y el placer, la ausencia de dolor físico y de perturbación anímica. Pero también la Grecia clásica reconoció que las cosas no son tan sencillas: muchas acciones y conductas profundamente buenas no están libres de dolores ni de sorpresas y desasosiegos. Piénsese, por ejemplo, en el esfuerzo por superar con buenas calificaciones un curso escolar, en la paciente tarea de educar a los hijos, en el trabajador que se gana la vida en un barco o en una mina, y en tantos otros trabajos. ¿Acaso las llamas son un placer para el bombero? ¿Es malo su trabajo por no ser placentero?

 

El bien se puede definir como lo que conviene a una cosa, lo que la perfecciona, con independencia del placer o dolor que pueda ocasionar. Como es lógico, no todo lo que perfecciona a uno perfecciona a otros (comer hierba sienta bien a la vaca, no al hombre), pero esto no significa que el bien sea subjetivo: la necesidad del aire que respiramos o del agua que bebemos no es un capricho, es una verdad independiente de nuestra opinión subjetiva. De modo similar, valores objetivos como la paz o la justicia seguirán siendo valiosos para todos, aunque un loco pueda negarlos.

 

 

            Superación del relativismo

 

            Aceptamos en teoría la universalidad de ciertos bienes. Sin embargo, cuando se quiere hablar del bien, de lo bueno, surge siempre, como hemos visto, cierta división de opiniones. Y surge también, contra la unanimidad, la dificultad del relativismo: culturas que tienen o han tenido por buenos los sacrificios humanos, la esclavitud, la poligamia, etc. El relativismo representa la eterna objeción a la pretensión de buscar racionalmente el contenido objetivo, no subjetivo, de la palabra «bueno».

 

En su libro Ética: Cuestiones fundamentales, Robert Spaemann explica que esta objeción suele ignorar que la discusión sobre la validez general del bien comenzó, precisamente, con el descubrimiento de estos hechos. Los griegos del siglo V antes de Cristo ya empezaron a juzgar admirables o absurdas las costumbres de los pueblos vecinos, y sus filósofos buscaron desde entonces una medida o regla con la que medir las distintas maneras de vivir y los distintos comportamientos. A esta norma o regla la llamaron fisis, que significa «naturaleza». Siguiendo el criterio de lo natural, encontraron, por ejemplo, que la costumbre de las jóvenes escitas que se cortaban un pecho resultaba peor que su contraria.

 

He aquí un inesperado ejemplo. Pero lo interesante es buscar una medida universalmente válida del buen o mal comportamiento. Pues bien: en todas las culturas existen deberes y derechos entre padres e hijos, se valora la gratitud y la lealtad, se desprecia la mentira, se defiende la vida, se aprecia el valor del guerrero y la imparcialidad del juez, etc. Estas constantes atestiguan que hay valores reconocidos como buenos en todos los tiempos y culturas, y que sus contrarios son malos.

 

Sin embargo, el relativismo propone una conducta a la carta: que cada uno haga lo que le venga en gana. Esta postura condena como represiva a toda moral, y exige que cada uno intente ser feliz como le parezca. Pero ser hombre no es tan sencillo como ser animal pues la vida humana no se vive espontáneamente. «Haz lo que te guste» no responde a la cuestión «¿qué es lo que debe gustarme?». «Vive y deja vivir» no nos dice «cómo debemos vivir».

 

Spaemann, en un programa de la radio alemana, explicaba admirablemente la forma más sencilla de superar el relativismo. Si, por ejemplo, colisionan los derechos de fumadores y no fumadores que están en una misma habitación, y el conflicto se resuelve a favor de los no fumadores, eso no ocurre porque estos sean mejores personas, sino porque la salud que invocan tiene preferencia sobre el placer de fumar. Y el fumador se somete a este juicio, aun cuando le desagrade, por la sencilla razón de que comprende que es lo mejor. Quien está dispuesto a respetar valores que se oponen a sus intereses personales, es capaz de lo que se llama una acción ética.

 

 

            Relativo no significa subjetivo

 

            El mundo es una compleja red de relaciones entre hechos, objetos y personas que se relacionan en el espacio y en el tiempo. En este sentido es correcto afirmar que todo es relativo: relativo a un antes, a un después, a un encima, debajo, al lado, cerca, lejos, dentro, fuera. Relativo, sobre todo, a la inevitable cadena perpetua de causas y efectos que todo lo ata.

 

            Pero relativo y relativismo no significan lo mismo. Más bien son conceptos opuestos, porque lo relativo también es objetivo: tú eres objetivamente un muchacho de quince años, pero también eres objetivamente un alumno de tus profesores, hijo de tus padres, amigo de tus amigos, nieto de tus abuelos, socio de un club de fútbol, cliente de un comercio deportivo. Y cada cual te debe tratar como lo que objetiva y relativamente eres: el profesor no puede tratarte como si fueras su hijo, tus padres no pueden tratarte como si fueras su alumno o su cliente, tu amigo no puede tratarte como si fueras su abuelo... El relativismo, por el contrario, tiende a confundir la realidad con el deseo, lo objetivo con «lo que a uno le parece». Tiende a sustituir el parentesco real por un parentesco de conveniencia: «Eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa», decía don Quijote.

 

Todo es relativo porque todo está relacionado; y al mismo tiempo todo es objetivo en cuanto que es real, no subjetivo ni arbitrario. Todo vestido es relativo a un clima, a una cultura, a una función, a una talla, a un sexo: quimono, chilaba, túnica, toga, chándal, taparrabos, vaqueros, guerrera, frac. Pero en todos esos vestidos hay algo no relativo: el respeto a lo que es un cuerpo humano, un cuerpo que se mueve, con dos piernas y dos brazos articulados, con ojos para ver y boca para respirar. Mil vestidos pueden ser diferentes, pero ninguno puede asfixiar, inmovilizar o aplastar.

 

            La conducta ética nace cuando la libertad puede escoger entre formas diferentes de conducta, unas más valiosas que otras. El relativismo es peligroso porque pretende la jerarquía subjetiva de todos los motivos, la negación de cualquier supremacía real. Abre así la puerta del «todo vale», por donde siempre podrá entrar lo más descabellado, lo irracional. Con esa lógica de papel, el drogadicto al que se le pregunta «¿por qué te drogas?» siempre puede responder «¿y por qué no?». Entendido como concepción subjetivista del bien, el relativismo hace imposible la ética. Si queremos medir las conductas, necesitamos una unidad de medida igual para todos. Porque si el kilómetro es para ti 1.000 metros, para él 900, y para otros 1.200, 850 ó 920, entonces el kilómetro no es nada. Si la ética ha de ser criterio para distinguir entre el bien y el mal, entonces ha de ser objetiva y una, no subjetiva y múltiple.

 

La ética puede ser relativa en lo accidental, pero no debe serlo en lo esencial. De la naturaleza de un recién nacido se deriva la obligación que tienen sus padres de alimentarlo y vestirlo. Son libres para escoger entre diferentes alimentos y vestidos, pero la obligación es intocable. Subjetivamente pueden decidir no cumplir su obligación, pero entonces están actuando objetivamente mal.

 

 

            La belleza del bien [1]

 

            Hay quien disfruta haciendo sufrir a un pobre conejo y quien disfruta torturando a un hombre. Esto no quiere decir que sea moralmente opinable esa acción, y que la opinión del sádico valga lo mismo que la de todos los demás; quiere decir tan solo que se puede deformar el buen gusto, el sentido moral natural. Nadie dudaría en calificar de degenerado al hombre que disfruta haciendo sufrir a otros.

 

Para Aristóteles, educar a un hombre era enseñarle a tener buen gusto para obrar: a amar lo bello y a odiar lo feo. Se trataba de orientar y reforzar las reacciones naturales ante las acciones nobles e innobles. Los griegos pensaban que la belleza era el mecanismo fundamental de la enseñanza moral. Por eso, querían que sus hijos admirasen y decidiesen imitar los gestos heroicos de su tradición patria, que les transmitía la literatura y la historia. De hecho, pensaban que la finalidad tanto de la literatura como de la historia debía ser esta: educar moralmente a los más jóvenes.

 

Es evidente que esto supone una idea muy alta de lo que es el hombre. Supone también creer que hay un modo de vivir digno del hombre, y que educar consiste en ayudar al niño para que ame ese modo de vivir y adquiera las costumbres que le permitan comportarse así.

 

            A veces, nuestra civilización duda de esto. No está segura de que haya un modo de vivir moral, digno del hombre. Y por eso no sabe educar: sabe instruir; es decir, informar al niño sobre muchas cuestiones: sabe informarle sobre las órbitas de los planetas, la función clorofílica o la revolución francesa. Pero no sabe decirle qué es lo que debe hacer con su vida.

 

Sin embargo, el lenguaje de la belleza que descubrieron los griegos sigue vigente, porque el hombre no ha dejado de ser hombre. Sigue siendo verdad que hay acciones bellas y nobles, y acciones feas e innobles. Las primeras nos confirman que existe la dignidad humana y las segundas también, porque, si podemos decir que algo es innoble e indigno de un hombre, es precisamente porque tenemos alguna idea de lo que es noble y digno.

 

Y esto nos lleva a una conclusión: si existe un modo de vivir digno del hombre, vale la pena hacer todo lo posible para encontrarlo. Sería una pena dejar transcurrir la vida y no haberse enterado de lo más importante, aunque no sea fácil.

 

 

 

[1] Juan Luis Lorda, Moral: el arte de vivir, Ed. Palabra.

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