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Vivir la muerte desde el miedo o desde la paz

·           La llegada del inicio del mes de noviembre con las celebraciones de todos los santos y de los fieles difuntos es una buena ocasión para meditar acerca de una de las grandes cuestiones existenciales de nuestra vida: el fin de la misma, la muerte. Una realidad de la que ninguno de nosotros escapará –gracias a Dios, sea dicho de paso, porque precisamente aspiramos a cruzar con ella el umbral que nos separa de nuestro gran Amor: el Señor–.

 

            Precisamente es en la actitud con la que afrontamos la muerte en lo que me gustaría centrarme, más que en la consideración teológica de este acontecimiento. Lo hago así porque en los evangelios podemos ver que el mismo Cristo no afronta esta cuestión desde la teoría, sino desde la compasión que despierta en Él el dolor de los que sufren la perdida de un ser querido y la fuerza de la conciencia de que Él es «la Resurrección y la Vida» (Jn 11, 25; cf. Jn 14, 6): se compadece ante la viuda de Naín (Lc 7, 13) o rompe a llorar ante la tumba de Lázaro (Jn 11 35); su palabra, dirigida a uno y a otro, los devuelve a la vida.

 

·           Te invito a que lleves a tu oración el capítulo 11 del evangelio de Juan en el que se narra la reacción de Jesús ante la muerte de Lázaro y su resurrección.

 

La escena de llanto y dolor que se describe en ese pasaje del evangelio no difiere en lo esencial de lo que acontece en cualquier familia que pierde a una persona querida antes de lo esperado: los sentimientos de tristeza y de dolor se apropian de los corazones de los familiares y, a semejanza de Marta, ellos dirigen una pregunta inquietante a Dios: «Señor, ¿dónde estabas? ¿Por qué tiene que pasar esto?».

 

El hecho es que Cristo no ofrece ni a Marta ni a nosotros grandes explicaciones, sino sólo una afirmación contundente que exige de nosotros un acto de fe: Tu hermano, tu padre, tu amigo… resucitará. «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. (…) ¿Crees esto?» (Jn 11, 25s). Esto es lo que Cristo nos pide: que creamos en él. No con una fe ciega, sino con una fe basada en el hecho real de que Dios Padre ha ofrecido en sacrificio a su propio Hijo por nuestra redención y lo ha resucitado por la fuerza del Espíritu Santo para darnos en Él el don de la vida eterna.

 

Los cristianos estamos llamados a vivir la muerte de un ser querido y afrontar nuestra propia muerte con la paz que nace de una esperanza cierta (cf. Rm 8, 24): Dios me ama; ha muerto y resucitado por mí. Cuando esa esperanza está arraigada en nuestro ser, transforma radicalmente nuestro modo de vivir el día a día y diluye el miedo ante la pregunta: ¿A dónde voy?, porque el presente, «aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»[1].

 

 

·           Permíteme que me aleje ahora del testimonio de la Sagrada Escritura y me acerque a esta realidad de la muerte desde dos testimonios que creo manifiestan bastante bien la diferente actitud con la que las personas podemos afrontar el momento crucial de la muerte según nuestra vida haya estado fundamentada en la esperanza cierta que da la fe en Cristo o no. El primero de los testimonios corresponde a una carta que un joven enfermo terminal de cáncer publicó en un periódico (Zaragoza, 8 diciembre de 1983) y el segundo, perdóname el atrevimiento, es la homilía que prediqué el día del funeral de mi madre (Villena, 4 octubre de 2012).

 

—        El joven del primer testimonio escribe en el periódico respondiendo a otra carta que un médico de prestigio y hombre de fe, que casualmente le había atendido a él años antes en la Clínica Universitaria de Navarra, había publicado a su vez en el periódico a propósito de su enfermedad. El joven decía lo siguiente:

 

Amigo Eduardo Ortiz: Le llamo amigo aunque no nos conocemos. No soy del Opus, ni sé lo que es. No tengo fe, aunque dice el cura que tengo la esperanza de tenerla. No tengo caridad y me gustaría haberla tenido. Le escribo diciendo que no nos conocemos porque sólo nos hemos visto una vez, hace casi 20 años: soy uno de los 500.000 enfermos que usted dice que ha visitado.

 

Era funcionario de una ciudad pequeña, ahora no soy nada, un jubilado por el cáncer que, como usted, espera la muerte: en mi caso con  miedo. Entre los dos hay grandes diferencias: usted es “religioso y apolítico”, yo “político y arreligioso”; usted habla de la muerte sin tristeza, yo con miedo; usted dice que ha pasado por la vida haciendo el bien que ha podido, yo he intentando pasar la vida olvidando que se puede hacer el bien; usted cree en el cielo, a mí, ahora, me gustaría creer, antes consideraba que no era cuestión mía.

 

¿Por qué le escribo esta carta? Una hermana mía, monja, que vive en Pamplona, me mandó el Diario y pude leer su “mensaje a los que se mueren”. Después de leerlo, pensando en su cáncer y en el mío (en esto nos parecemos), me entró un deseo grande de ir también a un cielo, en el que no creo.

 

Me he confesado. Hacía 20 años que no lo hacía. La última vez después de la visita al doctor Eduardo Ortiz. Entre las medicinas que me recetó estaba el que me confesara. Como enfermo y miedoso lo hice; pero me puse bueno y me olvidé de todo. Hace una semana, después de darle vueltas a su mensaje, llamé al cura. Me ha dicho que estoy perdonado. Yo le he dicho que me he arrepentido para siempre, posiblemente porque no volveré a estar bueno. ¿Qué me pasa que ya no puedo escribir a mano y muy mal a máquina?... También le he dicho que no tengo fe, ni creo en el cielo. Y el cura me dice que tenga paciencia y que rece a un sacerdote que está en el cielo, y que fue muy amigo del doctor Eduardo Ortiz.

 

Usted tiene 73, yo 37. La edad no importa: a los dos nos queda poco para ir al otro mundo; a usted se lo han dicho con claridad y caridad, y a mí de modo confuso y sin caridad. Le escribo esta carta porque me parece que con ella hago “el primer bien de mi vida a un amigo”. Si yo recibiese de un enfermo esta carta, me alegraría al saber que realmente a alguien “he hecho bien”; seguramente porque yo no soy como usted, soy vanidoso.

 

Doctor, si el cielo existe y usted va al cielo, no deje que yo no vaya, aunque aún entonces no crea. Gracias doctor por su mensaje.

 

 

            Antes de presentarte el segundo testimonio, volvamos un momento al pasaje de la resurrección de Lázaro. Algunos padres de la Iglesia, como san Ambrosio o san Agustín, identificaban alegóricamente la escena de la resurrección de Lázaro con la historia de todo pecador convertido[2]. Creo que es una interpretación sugerente que te puede ayudar a mirar con ojos nuevos ese texto mientras lo meditas.

 

- Lázaro, que llevaba ya varios días en el sepulcro y olía mal, representa al pecador habitual, que tiene sobre sí la losa de la mala costumbre y la vida alejada de Dios.

 

- El llanto de Cristo por su amigo Lázaro es el llanto por los pecadores. Su oración, atendida siempre por el Padre, es signo de la oración de la Iglesia entera por el pecador.

 

- Cristo, cuya voz traspasa los corazones, «gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, sal fuera!», llamando al pecador a la conversión. Nosotros escuchamos esa voz a través de la Escritura y de la Iglesia entera.

 

- «Quitad la piedra» (la costumbre del pecado), dice Cristo. Esta es precisamente la tarea de todos los fieles mediante la corrección fraterna. Una tarea ardua y difícil, pero hay en la que hay que poner empeño por el bien de los pecadores.

 

- Lázaro, una vez resucitado, sale de la cueva atado con las vendas. Simboliza el hecho de que el pecador ha dejado de pecar, pero todavía es necesario que ore y haga penitencia por lo que hizo.

 

- Finalmente, las palabras de Cristo: «desatadle y dejarle ir», están en este texto referidas a los ministros de la Iglesia, por medio de los cuales se imponen las manos a los penitentes. Pero para Agustín también los santos fieles (los miembros vivos de la Iglesia, que no están en pecado) participan del poder de las llaves mediante la oración y la mortificación, porque en el bautismo somos incorporados a Cristo. Dios suscita la conversión y es la Iglesia entera la que desata, aunque, efectivamente, sea el sacerdote o el obispo el que imponga las manos y dé la absolución al pecador. Seguro que la oración de la hermana monja del chico de la carta ayudó mucho a conseguir avivar los rescoldos de fe que había en su interior y que éste decidiera ir a confesarse.

 

 

—        Permíteme ahora que te refiera la homilía del funeral de mi madre. No pretendo ponerla como ejemplo de santidad ni nada por el estilo, pero sí creo que el modo en el que ella afrontó la muerte fue ejemplar y sólo entonces, desgraciadamente un poco tarde como suele suceder, entendí la grandeza con la que mi madre había vivido su vida, el regalo que Dios me había dado.

 

       «No existe la esposa perfecta, ni la madre perfecta, ni la abuela perfecta y, lo que me parece mucho más difícil todavía, la suegra perfecta. Tampoco la amiga o la vecina perfecta. No existen. Pero sí hay esposas, madres, abuelas, suegras, amigas o vecinas que con su vida ayudan a los otros a ser mejores. Ese creo que es en buena medida el caso de mi madre.

 

       Si yo tuviera que resumir su vida en un breve epitafio, diría lo siguiente: «Una mujer sencilla que pasó por esta vida intentando hacer el bien». En cambio, si el autor de la inscripción fuera mi padre, —con su característica visión pragmática de la vida— posiblemente hubiera dicho: «Ella fue el mejor negocio de mi vida». Creo que todos estaríamos de acuerdo: 54 años de matrimonio, 7 hijos y 15 nietos dan buen testimonio de ello.

 

       Nuestra madre no era una intelectual, pero poseía una profunda sabiduría para tratar a todas las personas. Nuestra madre nunca participó en grandes actividades, pero su sonrisa lo iluminaba todo. Nuestra madre no destacaba por nada en especial, sin embargo, su persona despertaba admiración. Nuestra madre no siempre tenía los pies en el suelo, pero eso le permitía pensar más en los demás y a veces volar hasta hacer de sus nietos más pequeños niños superdotados o de sus hijos casi unos sufridos santos. En definitiva, nuestra madre no era una persona extraordinaria, sino alguien capaz de hacer de lo ordinario algo extraordinario. Y eso es mucho decir.

 

       Quizá más que nunca, nosotros, su familia, hemos podido ser testigo de ello estos últimos días en el acontecimiento de su muerte. Con su característica sencillez y su profunda sabiduría ha transformado el doloroso trance de la muerte en una bonita sonrisa a la Vida —con mayúscula—, en un testimonio iluminador de amor, paz y fe. Hasta el punto de despertar en todos nosotros la más profunda admiración y decir al unísono: «yo quiero morir así».

 

[En los últimos días en el hospital no salió de ella ni una lágrima, ni un lamento, ni un mal gesto en medio de un cáncer galopante. Preocupándose de los demás, dando palabras de aliento y cariño a todos y cada uno de sus siete hijos y de los nietos mayores. Invitándonos a ver ese trance como una fiesta. Yo tuve la oportunidad de celebrar entre lágrimas la misa la mañana antes de su muerte en la habitación del hospital. Ella la vivió con una serenidad y un cariño inmensos. «Ha sido fenomenal», dijo al acabar. Y después pidió el teléfono para despedirse de sus cuñadas y otras personas.][3]

 

       Pero, querida familia, amigos todos, la realidad es que ese fin no se improvisa. Ella murió como vivió. Recuerdo un antiguo relato sobre Abrahán, el padre en la fe de todos los creyentes, en el que se dice que, al acercarse la hora de su muerte, éste le reprochó al Señor: «¿Has visto alguna vez a un amigo desear la muerte del amigo?». A lo cual Dios le respondió: «¿Has visto tú alguna vez a un amante rechazar el encuentro con el amado?». Entonces, Abrahán simplemente dijo: «Señor, ¡tómame!».

 

Esa es precisamente la lección que nuestra madre había aprendido hace mucho tiempo. Si ella había vivido toda su vida deseando el encuentro con el Señor, ¿cómo reprocharle nada al amado, a Dios, en el momento en que éste le llamaba a su encuentro?

 

       Ayer, algunas bellísimas personas me decían: «Ay Raúl. ¡Cuánto habrás ayudado a tu madre en estos momentos! Gracias a tus buenos consejos habrá afrontado la muerte con esa serenidad».

 

       Que no. Que en la muerte y en la vida mi madre ha recibido de mí, su hijo sacerdote, mucho menos de lo que ella me dio; que yo no he sido su maestro espiritual, sino su aprendiz. Incluso mi sonrisa es heredada de ella.

 

Me pregunto por qué nos cuesta tanto valorar en su justa medida a las personas sencillas, cuando es a ellas precisamente a las que Cristo se revela (Mt 11, 25). Lo escuchábamos en la proclamación del evangelio (el mismo que ella escuchó en la última misa en la que participó y que celebramos en la habitación del hospital): «el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos». ¿Cuándo lo entenderemos?

 

Cuando lo hagamos, quizás entonces, habrá entre nosotros más esposas, madres, abuelas, suegras, amigas o vecinas que —como ella— con su vida ayuden a los otros a ser mejores.

 

Gracias mamá por haber hecho de tu esposo, hijos y nietos mejores personas de lo que sin ti jamás hubiéramos sido.

 

 

·           Con mi madre aprendí que la muerte asusta al que la espera como un salto en el vacío, a quien no se atreve a mirar en su propia conciencia porque sabe que encontrará en ella desorden y pecado. Pero cuando la conciencia está limpia y parece que el Paraíso está allí, a la mano, entonces la muerte no da miedo. Más aún, se siente una gran paz y alegría porque, suceda lo que suceda, sabemos que estamos en buenas manos: en las manos de Dios.

 

              Yo firmaría por morir con la misma serenidad y sencillez con la que murió mi madre, sin miedo, confiado, y animando a los que todavía se quedan en este mundo; teniendo la conciencia clara de que, sin haber sido perfecto, con mi vida he ayudado a los otros a ser mejores. Le pido a san José, patrono de la buena muerte, que nos conceda ese don a mí y ti. Así sea.

 

 

           P.D. Alguien recomendaba el siguiente ejercicio: imaginarse asistiendo uno mismo a su propio funeral. En el acto religioso hay cuatro personas que toman la palabra. El primero, un miembro de tu familia con el que te llevas bien; el segundo, un familiar con el no te llevas tan bien; el tercero, un amigo; el cuarto, un compañero de trabajo. ¿Qué te gustaría que dijeran de ti?; ¿por que cosas te recodarían?; ¿cómo te gustaría haber influido en sus vidas?

 

Raúl Navarro Barceló         

   

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[1] Benedicto XVI, Enc. Spe Salvis, n. 1.

[2] Cf. Ambrosio, De Paenitentia, 2.7.63

[3] Este encorchetado es una aclaración para entender mejor el texto.

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