La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
Un corazón ardiente y apostólico
· Siempre me ha impresionado el hecho de que el Papa Pío XI nombrara Patrona de las Misiones a santa Teresa de Lisieux (junto a san Francisco Javier). Una monja carmelita de clausura… patrona de las misiones. Parece sorprendente, pero, si uno lee su autobiografía (Diario de un alma), lo llega a entender perfectamente. «Ser tu esposa, Jesús; ser carmelita; ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme... –dice la santa–. Pero no es así... […] siento en mi interior otras vocaciones: siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir. […] Tengo vocación de apóstol... Quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre y plantar tu cruz gloriosa en suelo infiel. Pero Amado mío, una sola misión no sería suficiente para mí. Quisiera anunciar el Evangelio al mismo tiempo en las cinco partes del mundo, y hasta en las islas más remotas... Quisiera ser misionero no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguirlo siendo hasta la consumación de los siglos...».
Ojalá ardiese de este modo en nuestro corazón el afán por hacer realidad el mandato que Cristo nos encomendó a todos los cristianos: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). El Evangelio: la Buena Noticia de la salvación, la esperanza que transforma la vida del ser humano y la llena de sentido. Un ardor que el Papa Francisco quiere renovar en la Iglesia, para hacer de ella una «Iglesia en salida», que «sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos»; una Iglesia que «vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva» [1].
Resuenan aquí aquellas palabras del apóstol Pablo a los cristianos de la ciudad de Roma: «Todo el que invoca el nombre del Señor se salvará. Ahora bien, ¿cómo van a invocarlo si no creen en Él? ¿Cómo van a creer si no oyen hablar de Él? ¿Y cómo van a oír sin alguien que les predique?» (Rm 10,13-14).
Amigo mío, la consideración íntima de nuestra vocación cristiana debe avivar en cada uno de nosotros el deseo de dar a conocer la persona de Cristo a todos los hombres, comenzando por aquellos que la Providencia ha colocado a nuestro lado.
Andrés condujo a Cristo a su hermano Simón, Juan hizo lo propio con su hermano Santiago y Felipe con su amigo Natanael. Ellos, junto al resto de apóstoles y otros numerosos cristianos extendieron la llama de la fe en Cristo por toda la faz del Imperio Romano como si de un contagio se tratase, según palabras de asombro de dos conocidos escritores paganos del siglo II: Tácito y Plinio. La nueva fe —decían ellos— se propaga sin ruido, de oreja a oreja, al amparo del hogar o del lugar de trabajo: se transmite de esposa a marido, de esclavo a amo y de amo a esclavo, de zapatero remendón a cliente en la intimidad de la pequeña tienda, o de mercader a comerciante en el bullicio del puerto. Hay tantos apóstoles como fieles, y así, la predicación se extiende por casi todas partes merced a gentes corrientes [2].
Sí..., «el anuncio y la memoria de aquella resurrección sobre la que todo se basa no llega hasta nosotros [simplemente] a través de un libro inanimado, sino a través de una ininterrumpida cadena de personas» [3]. A aquellos primeros apóstoles siguieron otros muchos a lo largo de los siglos, configurándose así una auténtica cadena viva, formada por eslabones de todo tipo, atravesados y modulados todos ellos por la acción del Espíritu Santo: eslabones bañados en sangre como los de tantos mártires, forjados a base de lágrimas maternales como el del converso Agustín de Hipona, cargados de sabiduría como el de san Isidoro o santo Tomás, sencillos y humildes como el de san Francisco de Asís, reformadores como el de santa Teresa, acrisolados en un singular amor a María como el de Juan Pablo II o suaves como la caricia misericordiosa de la Madre Teresa de Calcuta.
A esta pléyade de estrellas se les podrían aplicar los conocidos versículos iniciales del salmo 18, que acompaña siempre al oficio de lectura de los apóstoles: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra» (Ps 18,2-3). ¡Cuántos eslabones débiles se han mantenido unidos a la cadena de la Iglesia gracias a estos más fuertes!
También nosotros —que hemos sido injertados en esa preciosa cadena viva por el bautismo— estamos llamados a ser heraldos de Dios, instrumentos de su salvación, eslabones fuertes en el que otros se sostengan. ¡Qué orgullo!, ¡qué responsabilidad! Porque si tú y yo callamos, el pregón no será escuchado.
El poeta francés Charles Péguy describió esta misión con las siguientes palabras: «Como los fieles se pasan de mano en mano el agua bendita, / Así nos debemos pasar los fieles de corazón en corazón la palabra de Dios. / Nos debemos pasar de mano en mano, de corazón en corazón la divina / Esperanza. No basta que hayamos sido creados, que hayamos nacido, que hayamos sido hechos fieles. / (…) (Depende de nosotros) Que Jesús no carezca de Iglesia. / De su Iglesia. / Hay que llegar hasta el fin: Que Dios no carezca de su creación. / Es decir depende de nosotros / Que la esperanza no mienta en el mundo.» [4]. ¡Qué hermosa misión! Afán de almas, apostolado.
· Pero no debemos olvidar que el apostolado es siempre una superabundancia de nuestra vida interior [5]. Efectivamente, la oración, la recepción de sacramentos y la penitencia alimentan la llama de la fe, la hacen crecer y buscar nuevos lugares donde prender. Hablaremos y seremos instrumento de la misericordia de Dios en la medida en que nosotros nos hayamos sentido acogidos por Dios; seremos fuente de esperanza en la medida que la luz de la fe ilumine nuestras debilidades; impulsaremos a otros hacia Cristo en la medida en que nosotros hayamos dejado entrar a Cristo en nuestro corazón.
Que certeras son estas palabras que el poeta Charles Péguy pone en boca de un padre en el diálogo con su hija: «Jesucristo, hija mía, no nos entregó palabras en conserva / Para guardar, / Sino que nos entregó palabras vivas / Para alimentar. / Ego sum via, veritas et vita, / Yo soy el camino, la verdad y la vida. / Las palabras de (la) vida, las palabras vivas no pueden conservarse sino vivas, / Alimentadas vivas, / Alimentadas, cargadas, caldeadas, cálidas en un corazón viviente» [6].
· ¿Cómo andan de caldeados tú corazón y el mío?; ¿guardamos en conserva nuestra fe o hierve queriendo salir hacia fuera?; ¿hasta que punto fiamos la eficacia de nuestro apostolado a nuestras técnicas y cualidades, en lugar de dejar actuar al Espíritu Santo?
El fruto de una vida interior ardiente, unida a Cristo y modulada por el Espíritu Santo, no puede ser otro que la caridad. Nadie nos puede resultar indiferente; por cada persona que Dios ponga en nuestro camino hemos de gastar la vida. Y debemos hacerlo con ánimo siempre esperanzado y con don de lenguas, sabiendo adecuarnos a las “entendederas” de las personas a las que nos dirigimos, hablando en términos comprensibles para ellos.
· No me gustaría acabar esta meditación sin hacer alusión a las dificultades y obstáculos que ciertamente existen en nuestro entorno y a las que dimanan de nuestras propias limitaciones y pecados. Pero no para echar un jarro de agua fría que apacigüe el ardor que espero haber despertado en tu corazón, sino para advertirte que por encima de todo en esta misión debemos confiar en Dios. Como nos enseña el libro del profeta Jonás, no pocas veces el obstáculo más importante a la hora del anuncio puede ser uno mismo con su falta de audacia o de perseverancia.
Monseñor Roncalli, futuro Papa Juan XXIII, cuando —cumplidos los sesenta y tres años de edad— recibió la inesperada noticia de su nombramiento como nuncio en París, comentó a sus amigos: «Otros debían ir a París antes que yo, pero... cuando los caballos no quieren caminar, es la hora de que troten los borricos».
Es hora de que también nosotros trotemos... con audacia, fervor y esperanza, para hacer realidad el mandato del Señor: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). Debemos trotar, porque hoy día, el único evangelio que leerán muchos de los hombres y mujeres de este mundo será el testimonio vivo de los cristianos.
El testimonio de un corazón ardiente tiene una fuerza enorme, porque, como decía Evagrio Póntico allá por el siglo IV, «a una teoría se puede responder con otra teoría, pero ¿quién podrá jamás refutar una vida?». Efectivamente, la vida de los santos, la de todos esos fuertes eslabones que prolongan la cadena viva de la Iglesia, siempre ha sido y será el mejor de los testimonios de la fe en Cristo. Y entre todos ellos, siempre brilla con especial fulgor ese eslabón blanco e inmaculado del que Dios ha querido colgar la cadena entera de su Iglesia: la Virgen María, auxilio de los cristianos, asiento de nuestra esperanza. Que ella nos ayude y nos fortalezca. Así sea.
Raúl Navarro Barceló
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[1] Francisco, Exh. Apost. Evangelii Gaudium, 24.
[2] Cf. A. G. Hamman, La vida de los primeros cristianos. Un apasionante viaje por nuestras raíces, Madrid 2006.
[3] V. Messori – A. Tornielli, Por qué creo. Una vida para dar razón de la fe, Madrid 2009, p. 300.
[4] C. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, Madrid 1991, pp. 85s.
[5] Cf. San Josemaría, Camino, n. 961.
[6] C. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, Madrid 1991, pp. 77s.