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Lucha contra la tibieza y multiplica tus talentos

·           En el Antiguo Testamento encontramos numerosos episodios de vocación o llamada por parte de Dios; algunos muy famosos, como el caso de Abrahán, el profeta Isaías o el rey David, pero hay otros menos conocidos, aunque no por ello menos interesantes. Entre estos últimos se encuentra el del joven Gedeón (Ju 6,11-24a), uno de los jueces del pueblo de Israel. Un episodio con el que podemos identificarnos en distintos momentos de nuestra vida.

 

            Gedeón era un joven judío de una familia sencilla: la menor del clan de Manasés (v. 15). Mientras trabaja en su quehacer cotidiano, desgranando el trigo, anda quejándose de la mala situación en la que se encuentra su pueblo. En esas aparece un ángel enviado por Dios que le dice que el Señor está con él: «Perdón (estás de broma) —responde Gedeón—, si el Señor está con nosotros, ¿por qué nos ha venido encima todo esto? ¿Dónde han quedado aquellos prodigios que nos contaban nuestros padres: “De Egipto nos sacó el Señor”? La verdad es que ahora el Señor nos ha desamparado y nos ha entregado a los madianitas».

 

Es la misma queja que sale de tantas bocas de personas creyentes cuando en su vida se cruza el sufrimiento o la desgracia; la queja de tantas personas que ante el sufrimiento de los inocentes no pueden creer en la existencia de un Dios bueno que no haga nada por evitar ese dolor: ¿Dónde está Dios?

 

            La respuesta del ángel deja al joven Gedeón a cuadros: «Vete y con tus propias fuerzas salva a Israel de los madianitas. Yo te envío». La respuesta de Dios al sufrimiento y el dolor de este mundo somos nosotros mismos, cada uno de nosotros tiene en sus manos la fuerza para hacer de este mundo un mundo mejor. Nosotros somos la manos del Dios bueno que quiere lo mejor para la humanidad.

 

            Ante aquella inesperada llamada divina, Gedeón responde: «Perdón (estás de broma), ¿cómo puedo yo librar a Israel? Precisamente mi familia es la menor de Manasés y yo soy el más pequeño en la casa de mi padre». Queremos que Dios u otros solucionen el mundo, pero sin que nosotros pongamos nada de nuestra parte. La excusa perfecta: somos muy poca cosa; no tenemos capacidad para arreglar nada.

 

            El Señor dice a Gedeón: tranquilo ya sé que eres débil, pero «yo estaré contigo, y derrotarás a los madianitas como a un solo hombre». Si Dios está con nosotros, nuestra excusa empieza a debilitarse. Buscamos entonces un subterfugio para intentar salir del aprieto: «Dame una señal de que eres tú quien habla conmigo».

 

            En el caso de Gedeón la prueba no será especialmente espectacular: el hecho de consumir las ofrendas de carne y pan ázimo con un simple toque del cayado. Pero suficiente para que Gedeón tuviera certeza de que verdaderamente estaba siendo llamado por Dios a dejar de quejarse y actuar en medio de la historia.

 

            Yo creo que todos nosotros a lo largo de nuestra vida tenemos signos, quizás no muy espectaculares, pero reales de la presencia de Dios a nuestro lado y de su llamada a hacer algo grande por el pueblo de Dios. Pero no pocas veces preferimos seguir quejándonos de lo mal que está el mundo, quedarnos asentados en nuestro metro cuadrado, mientras pedimos a Dios que haga algo para arreglar la situación desastrosa que nos rodea, pero eso sí, sin contar con nosotros, sin que tengamos que arriesgar nada por ello.

 

·           Este es el peligro constante de la tibieza que envuelve nuestra vida, la vida de los que queremos cosas buenas, pero no tenemos tan claro que merezca la pena darlo todo en la batalla de la vida. El famoso autor del poema épico La Divina Comedia, Dante Alighieri (1265-1321), representa el infierno como un cono o embudo invertido, compuesto por nueve estancias circulares —ordenadas según la gravedad de los pecados cometidos en vida—. Pues bien, esas estancias están precedidas de un vestíbulo, a modo de pórtico de entrada al siniestro lugar. Resulta interesante el cartel que describe la causa de la presencia de personas allí: Aquí se hallan «los que vivieron sin merecer desprecio ni alabanzas... La misericordia y la justicia desdeñan su recuerdo». Es decir, ni en el Cielo ni en el Infierno parecen ser aceptados. El mismo poeta Virgilio, que guía a Dante en su descenso le dice: «No hablemos de ellos, sino mira y pasa» (Infierno, 3, 51).

 

Una imagen terrible de lo que es la tibieza… quizás sólo superada por la famosa cita bíblica de la carta a la Iglesia de Laodicea del libro del Apocalipsis (Ap 3,14-17).

 

       «Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz, el principio de la creación de Dios. Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Y así, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca. Porque dices: ‘Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad’, y no sabes que eres un desdichado y miserable, pobre, ciego y desnudo».

 

            Uf… posiblemente esta sea la expresión más dura de la Escritura, si tenemos presente que lo que se vomita es aquello que no se puede soportar dentro y que en la Biblia Dios crea las cosas a través de la palabra que sale de su boca; y por tanto, cada uno de nosotros hemos venido a la existencia cuando Dios ha pronunciado nuestro nombre.

 

·           Hemos sido creados para vivir una vida grande, para vivir como hijos de Dios y a nosotros se nos ha encomendado de un modo especial la misión de hacer crecer su Reino, de expandir el fuego del amor que Cristo ha traído al mundo. Os invito a leer biográficamente y con pausa en algún momento del día la parábola de los talentos (Mt 25,14-30), conscientes de que todos los aquí presentes nos identificamos con el siervo a quien el amo entregó la máxima cantidad: cinco talentos. Teniendo en cuenta que el talento era una unidad contable que equivalía a 34 kilos de plata, caeréis en la cuenta de que Dios nos ha entregado un considerable capital. No para esconderlo bajo tierra, sino para negociar con él y multiplicarlo. «Que tu vida no sea una vida estéril, decía san Josemaría al inicio de Camino. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón» (Camino, 1).

 

            En la parábola uno de los siervos actúa malgastando perezosa y negligentemente su vida; enterrando los talentos, los dones recibidos. Ese siervo escuchará de labios del amo: «Siervo negligente y holgazán, sabías que cosecho donde no siembro y recojo donde no esparzo; por eso debías haber puesto mi dinero en el banco para que al volver yo pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. En cuanto al siervo inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (vv. 26-30).

 

            Al diablo le es imposible hacer atractivo el infierno; por eso hace atractivo el camino que conduce a él... Y no sólo resulta atractivo el afán de poder o el dinero… también la comodidad y la pereza que conducen a una vida de tibieza o conformismo resultan más atractivas de lo que pueda parecer… y conforme nos hacemos mayores más todavía. Para las personas entregadas a Dios quizás este sea uno de los grandes peligros: “para qué hacer nada, si la gente no responde”; “para que sentarme a confesar, si la gente eso ya no lo entiende”; “para qué intentar corregir a esa persona, si ya sabemos que no tiene solución”; etc. Si nos dejamos dominar por estas actitudes estaremos enterrando los talentos que Dios nos ha dado.

 

Debemos estar siempre vigilantes para no caer en los brazos sutiles de la tibieza. El escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez, en el primer capítulo de su novela Cañas y Barro (1902), narra la leyenda de la serpiente Sancha. Dice así: Un pastorcillo, que vivía como un salvaje en soledad, tenía por única amiga una serpiente pequeña llamada Sancha. La serpiente acudía a los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, la ofrecía un cuenco de leche. Unas veces el muchacho se fabricaba un caramillo y lo hacía sonar a los pies del reptil; otras veces, se entretenía deshaciendo los anillos de Sancha. La serpiente lo seguía y se enroscaba en sus piernas y le llegaba hasta el cuello.

 

La serpiente crecía y el pastor era ya un hombre, cuando se fue como soldado a las guerras de Italia. Transcurrieron ocho o diez años, hasta que volvió. El pastor volvió deseoso a la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses y jugaba con la serpiente. Una vez allí la llamó insistentemente: –¡Sancha!¡Sancha! Al cabo de un tiempo, vio que entre los juncos brillaron dos ojos a la altura de los suyos. Era Sancha, pero enorme, soberbia, levantándose a la altura de un hombre.

 

–¡Sancha! –gritó el soldado, retrocediendo a impulsos del miedo– ¡Cómo has crecido…! E intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro, pareció reconocerle y se enroscó en torno da él y lo asfixió. Así murió el pastor, víctima de un abrazo de su antigua amiga. Podríamos decir que la tibieza es abrazar las cosas que nos alejan de Dios. Al principio parece algo inofensivo, pero acaba haciéndose grande y nos asfixia.

 

            En su obra La confesión frecuente el padre Baur explica con exactitud la actitud del tibio: «Tibio es quien desea ser santo sin que le cueste trabajo y renunciamiento; quien trata de conquistar las virtudes sin mortificación, que quiere hacer muchas cosas, menos hacerse violencia para conquistar el reino de los cielos. Tibieza hay cuando nos sentimos inclinados a abandonar sin motivo importante nuestras prácticas de piedad: oración, meditación, lectura, visitas al Santísimo Sacramento. Tibieza hay cuando las prácticas que realizamos las hacemos con negligencia, a medias, con distracción y superficialidad habituales. Signo de tibieza es el despreciar las llamadas «pequeñeces» y dejar pasar sin aprovecharlas las diarias oportunidades que se nos presentan para el bien, sobre todo cuando hacemos las paces con los pecados veniales pensando que es suficiente evitar los pecados graves.

 

            No por causa de faltas aisladas merece uno el reproche de ser tibio. La tibieza es más bien un estado que se caracteriza por no tomar en serio, de un modo más o menos consciente, los pecados veniales, un estado sin celo por parte de la voluntad. No es tibieza el sentirse y hallarse en estado de sequedad, de desconsuelos y de repugnancia de sentimientos contra lo religioso y lo divino [a muchísimos santos le ha pasado estar así durante largas temporadas], porque a pesar de todos estos estados puede subsistir el celo de la voluntad, el querer sincero. Tampoco es la tibieza el incurrir con frecuencia en pecados veniales, con tal que se arrepienta uno seriamente de ellos y los combata. Tibieza es el estado de una falta de celo consciente y querida, una especie de negligencia duradera o de vida de piedad a medias fundada en ciertas ideas erróneas: que no debe ser uno minucioso, que Dios es demasiado grande para ser tan exigente en las cosas pequeñas, que otros también lo practicas así y excusas semejantes»[1]. La tibieza es un estado que resulta de intentar casar dos actitudes incompatibles: la dejadez y la entrega a Cristo; el amor a uno mismo y el amor a Dios y al prójimo.

 

            Un buen remedio para prevenir la tibieza nos lo ofrece Antoine de Saint Exúpery en su obra El principito. Su protagonista, el príncipe de un pequeño planeta, explica la existencia en su planeta de hierbas buenas y malas que aparecen de improviso. «Si se trata de una planta mala, se la debe arrancar inmediatamente, en cuanto se la reconoce como tal. Precisamente en el planeta del principito, había semillas terribles. Eran las de los famosos baobabs. (…) Si un baobab no es arrancado a tiempo, ya no es posible luego. Invade y perfora con sus raíces todo el planeta, pudiendo así producirse un estallido.

 

"Es cuestión de disciplina", decía el principito. (…) Hay que arrancar con regularidad a los baobabs apenas son distinguidos entre los rosales, a los que se parecen mucho cuando son muy jóvenes. El trabajo es fácil, pero muy aburrido". (…) En algunas cosas, no es un inconveniente importante dejar el trabajo para otro momento. Pero si se trata de los baobabs, siempre es una catástrofe» (Cáp. 5).

 

            No nos dejemos engañar por el diablo de la tibieza; estemos atentos a los primeros síntomas de tibieza para no dejar crecer los baobabs y negociemos con los talentos que Dios nos ha dado; «que cada cual –dice el apóstol Pedro– ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1Pe 4, 10). Dios está dispuesto a multiplicar los panes y los peces, pero exige de nosotros algo más que cuatro migajas de pan y unas pocas espinas de pescado. Al mismo tiempo se trata también de ayudar a las personas que están a nuestro alrededor a multiplicar sus talentos. El mundo nos necesita a todos rindiendo al 100%.

 

Raúl Navarro Barceló    

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[1] B. Baur, La confesión frecuente, Barcelona 1967, p. 103.    

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