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Recomenzar siempre movidos por la esperanza

·   En estas fechas de fin de año todo el mundo busca hacer un poco de examen sobre lo realizado a lo largo del año que queda atrás: las empresas hacen inventario de los productos que les quedan y un balance económico con el fin de tener una base sobre la que tomar decisiones; muchas personas revisan los propósitos que hicieron hace un año y vuelven a fijarse otros nuevos. 

 

    Del mismo modo esta meditación pretende servir de examen e impulso para el desarrollo de nuestra vida cristiana. Está dirigida especialmente a aquellas personas que al finalizar el año tengan en su interior una cierta sensación de desánimo por no haber progresado lo suficiente a pesar de haber luchado; a aquella que tiene la sensación de que nunca va a conseguir vencer la pereza a la hora de levantarse; a aquella que tiene la sensación de que no es lo suficientemente piadosa; a aquella que infructuosamente se esfuerza por corregir su carácter un poco áspero, etc.

 

    A todos, pero especialmente a los que tenemos alguna sensación de ese tipo, les pido que escuchen con atención este viejo cuento oriental: Hace mucho tiempo había un aguador que transportaba agua a lo largo de un estrecho camino sirviéndose de dos vasijas de barro, colgadas a los extremos de un palo que cargaba sobre sus hombros. Una de aquellas vasijas estaba en perfecto estado, mientras que la otra se encontraba algo agrietada. En consecuencia, cuando el aguador llegaba a su destino, la vasija defectuosa lo hacía siempre medio vacía. La pobre vasija estaba triste, porque no hacía bien el trabajo; mientras que la otra se ufanaba de cumplir a la perfección con el fin para el que había sido hecha: no derramaba ni una gota de agua.

 

Curiosamente, pasaban los años y el aguador no cambiaba nunca la vasija agrietada por otra nueva. Un día, ahogada por un sentimiento de culpabilidad muy grande, la vasija le dijo al aguador: Perdona, pero no te das cuenta de que yo no valgo para este trabajo. Te estoy haciendo perder mucha agua cada día. A lo cual el aguador simplemente le respondió que el próximo día se fijara en las hermosas flores que había a lo largo del camino.

 

Así lo hizo..., pero la contemplación de aquella hermosura no disminuyó su pena. Entonces, al final del trayecto el aguador le dijo: —Te has dado cuenta de que las flores sólo crecen a un lado del camino. Tú lado. —Sí, pero que tiene qué ver eso conmigo. —Mucho. Yo era perfectamente consciente de tus imperfecciones y decidí aprovecharlas. Para ello, compré semillas y las planté en la orilla del camino. Con el agua que tu viertes las riego cada día y así obtengo hermosas flores para el altar de mi madre.

 

 

·   Queridos amigos, posiblemente, nuestra vida tendrá siempre unas cuantas grietas, imperfecciones o defectos, a través de los cuales perderemos parte de la gracia que Dios nos da. Pero eso no debe llevarnos nunca a caer en la tentación de dejar de luchar y tirar la toalla. No, porque los cristianos tenemos la certera esperanza de que «Dios sabe encontrar en nuestros fracasos nuevos caminos para su amor».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Así nos lo enseña la primera página del Nuevo Testamento, la cual sintetiza toda la historia de la salvación a través de la genealogía de Jesús (Mt 1,1-17; cf. Lc 3, 23-38). «La genealogía —decía el Papa Benedicto XVI a los peregrinos austriacos en el santuario de Mariazell— con sus figuras luminosas y oscuras, con sus éxitos y sus fracasos, nos demuestra que Dios también escribe recto en los renglones torcidos de nuestra historia. Dios nos deja nuestra libertad y, sin embargo, sabe encontrar en nuestro fracaso nuevos caminos para su amor. Dios no fracasa» [1].

 

Precisamente, la celebración de la Navidad es la prueba más evidente de esta realidad, ya que en ella revivimos el misterio mediante el que Dios responde al fracaso humano del pecado original nada más y nada menos que con la encarnación de su Hijo unigénito, el Emmanuel, Dios con nosotros. Misterio que dentro de unos meses, en la Vigilia pascual (la madre de todas las celebraciones eucarísticas), recordaremos atreviéndonos a decir: «¡Oh feliz culpa que mereció tan gran redentor!». Magnífico giro de 180º.

 

    Ese saber encontrar Dios en nuestros fracasos nuevos caminos para su amor nos llena de esperanza. Una esperanza que no consiste en una simple convicción subjetiva en que las cosas sucederán conforme Jesús nos lo ha anunciado (yo creo eso y ya está; sin efecto real alguno sobre mí). No es una simple convicción vacía de contenido como la de aquel caballero D. Quijote que espera encontrar un día a su amada Dulcinea, de la cual en realidad no conoce nada; sino que es una esperanza objetiva, real ya aquí y ahora, porque aquí y ahora participamos, como “en germen”, de la vida divina [2] que se nos transmite a través de los sacramentos, la oración y la caridad. Dios se ha hecho hombre para hacer de los hombres hijos de Dios no en la vida futura, sino ya en esta.

 

Nuestra esperanza es como la que poseen los niños pequeños en la víspera de Reyes. Estos se encuentran impacientes, pero su impaciencia no procede de la duda sobre si vendrá sobre ellos la alegría o la tristeza por tener o no un regalo, sino que procede de no saber el modo en el que se expresará el amor de los reyes magos por cada uno de ellos. Los niños no han visto aún sus regalos, pero sienten la mano que les acaricia ya antes de entregárselos. ¡Así es la verdadera esperanza cristiana!

 

 

·   Dios no fracasa, hermanos, y nosotros tampoco si sabemos vivir con esperanza. La encarnación de Jesús es una garantía de la fidelidad de Dios, que no nos abandona y cambia por otra vasija mejor; y es una invitación a orientar siempre de nuevo nuestra vida hacia Él, a no apartar nuestra mirada de la suya misericordiosa, a dejarnos llenar del agua de su gracia, a pesar de nuestras grietas. Este año también, y el que viene, hasta que Dios quiera y nos llame definitivamente a su presencia.

 

No fracasaremos, si sabemos volver —como el hijo pródigo— al hogar de nuestro Padre y con humildad pedimos perdón. Fracasaremos, en cambio, si miramos —como el hijo mayor de la parábola— con vanidad nuestra vida, creyendo que no tiene grieta alguna. Dios prefiere un corazón de carne, contrito y humillado, que un corazón de piedra, engreído y orgulloso. No olvidemos que «la esperanza en sentido cristiano es siempre esperanza para los demás» [3]. Dios no nos salva de manera aislada, como si fuéramos individuos que nada tuviéramos que ver unos con otros. No es así, sino que todos formamos parte de un mismo Cuerpo, de una misma familia, y tenemos en nuestras manos no sólo nuestra salvación, sino también la de los demás.

 

 

·   Amigos, no os confundáis. Esta meditación no es una invitación a la mediocridad o al conformismo, sino todo lo contrario. Es una llamada a la santidad,… pero desde la esperanza. La santidad no es resultado de un denodado y árido esfuerzo indivuidual por alcanzar a Dios, sino el fruto de una ascesis basada en la gratitud a Dios (eucaristía, significa precisamente acción de gracias) y la humildad de la obediencia para dejarse modelar por las manos de Dios. Manos que se prolongan en el Magisterio de la Iglesia. El primero de los caminos correspondería al de una herejía cristiana que se conoce con el nombre de pelagianismo; el segundo es sencillamente el camino de nuestra fe católica.

 

    Si os preguntara cuál es la virtud teologal que consideráis más importante, estoy seguro de que prácticamente todos diríais que la caridad, quizá alguno que la fe, pero posiblemente ninguno contestaría: la esperanza. En un orden puramente teológico la respuesta sería, efectivamente, la caridad. Pero en el orden de la acción la más importante de las virtudes es la esperanza.

 

La esperanza es el motor de nuestra vida tanto en lo más mundano como en lo más espiritual. Uno compra lotería porque espera que le toque el gordo; uno compra un crecepelos porque "ingenuamente" espera que sea efectivo; uno se casa con la novia porque espera que sea la mujer de su vida; y uno se esfuerza por vivir conforme a la voluntad de Dios porque espera conseguir la salvación.

 

El poeta francés Charles Péguy tiene un poema en el que describe las virtudes teologales como tres hermanas que caminan alegremente cogidas de la mano por la calle. Dos son mayores y una, la del medio, es una niña. Todos piensan que las dos mayores, la Fe y la Caridad, son las que llevan a la pequeña. Pero, sucede exactamente lo opuesto: «Los ciegos no ven, al contrario. / Que ella en medio arrastra a sus hermanas mayores. / Y que sin ella no serían nada. / Sino dos mujeres ya de edad. / Dos mujeres de cierta edad. / Ajadas por la vida. / Ella, esa pequeña, arrastra todo. / Porque la Fe no ve sino lo que es. / Y ella ve lo que será. / La Caridad no ama sino lo que es. / Y ella ama lo que será.» Si la esperanza se para, amigos, todo se detiene [4].

 

    La esperanza cristiana nada tiene que ver con la resignación: esa aceptación pasiva y llorosa de nuestros defectos y del mal que nos rodea (yo soy así, no cambiaré nunca; no puedo lograrlo. Que mal está el mundo; esto no tiene solución; etc.). La esperanza no actúa a modo de droga que nos atonte y nos deje inactivos. Todo lo contrario. La esperanza es la fe en que Dios me ama y esa confianza me impulsa a vivir una lucha positiva; es ese punto de apoyo que un antiguo filósofo griego pedía para mover el mundo. «La resignación pasiva es un suicidio diario. La aceptación cristiana [de la realidad, que tiene su origen en la esperanza] es el esfuerzo diario por levantarse tras un tropezón» [5], una y mil veces: siempre.

 

·   Al concluir este rato de oración nos dirigimos a la Virgen María, a quien la liturgia de la Iglesia conmemora el primer día del año bajo el excelso título de Madre de Dios. Que mejor manera de concluir este rato de oración que recordando el final de nuestro cuento. En él veíamos como el agua que se vertía por las grietas de la vasija regaba las flores que tenían por destino el altar de la madre del aguador. Cuando nos desanimemos, cuando la desesperanza empiece a cubrirnos con su triste velo, dirijamos nuestra mirada a la Virgen María y estoy seguro de que ella nos recordará que «Dios sabe encontrar en nuestros fracasos nuevos caminos para su amor». Así sea.

 

Raúl Navarro Barceló    

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[1] Benedicto XVI, Homilía de la misa celebrada en el santuario de Mariazell (8-9-2007).

[2] Cf. Benedicto XVI, Enc. Spe salvis, n. 7.

[3] Benedicto XVI, Enc. Spe salvis, n. 34.

[4] C. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, Madrid 1991, pp. 21s.

[5] J. L. Martín Descalzo, Razones, Salamanca 2001, p. 671.

 

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