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Perdonados que saben perdonar 

·          Hace ya algunos años se puso de moda entre los grupos de amigos, con ocasión de alguna celebración especial como la navidad o el final de unos estudios, hacer lo que se llama el regalo del “amigo invisible”. Cada miembro del grupo debe hacer un regalo a alguien y recibir al mismo tiempo otro sin que nadie sepa de quien se trata. Si lo habéis hecho alguna vez, tendréis la experiencia de que en más de una ocasión, al abrir el regalo sorpresa, uno intuye rápidamente quién es en realidad el “amigo invisible”. En buena medida en el regalo que hacemos a alguien que queremos dejamos impresa una huella de nuestra identidad, de lo que hay en nuestro corazón. Y aquel que nos conoce bien es capaz de reconocernos.

 

            Pues bien, algo semejante acontece con en el gran regalo que Jesús ha hecho a la Iglesia del perdón de los pecados (como también el de la presencia de su cuerpo y de su sangre en el sacramento de la Eucaristía). En él se percibe con facilidad la huella de Dios. En una celebración del amigo invisible, cualquiera de nosotros sabría que ese regalo sólo puede tener un origen: el corazón locamente enamorado de Dios por todos y cada uno de los hombres y mujeres de este mundo; el corazón que derramó hasta la última gota de su sangre en la cruz.

 

 

·          Sí… en el sacramento del perdón reconocemos un don de Dios porque éste grita a todo pulmón dos palabras: «Te amo». ¿Cuál es el día en el que te das cuenta que una persona te ama verdaderamente: cuando estás en todo de acuerdo, cuando todo va de maravilla entre vosotros, cuando estás a la altura de la situación? No. Descubres que alguien te ama con sinceridad el día que esa persona se enfrenta con tu miseria y, sin embargo, entra en tu pecado y se ensucia las manos contigo. Si no has sido capaz de ensuciarte las manos con nadie, es que todavía no has amado a nadie con profundidad. Amar es saber dar o perder la vida por el otro, entrar en su miseria, preocuparte por él, tomar cuidado de él.

 

Siempre me acuerdo de una entrevista que leí hace tiempo en un periódico. Una poetisa polaca contaba allí que de joven se enamoró de ella un chico muy tímido. Tan tímido que en lugar de hablarle le escribía cartas. En una de ellas le decía: «Por ti cruzaré los mares, subiré la montaña más alta, atravesaré el desierto,…», etc. En fin, todas esas cosas que sólo un enamorado es capaz de decir. Sin embargo, para desolación de la amada, después de toda esa muestra de valentía y amor, el chico concluía la carta diciendo: «Mañana estaré bajo tu balcón, si no llueve». En ese mismo instante, la chica llegó a la conclusión inequívoca de que aquel joven no sería el hombre de su vida. El amor no tiene nada que ver con el sentimentalismo. El amor es un acto que puede implicar sentimientos, pero que va mucho más allá de ello.

 

El escocés Robert Louis Stevenson escribió una conocida novela titulada El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), en la que el protagonista descubre el modo de poder llevar una doble vida sin aparente riesgo alguno, transformándose en otra persona mediante la ingestión de una poción. Mientras que el Dr. Jekyll es un hombre agraciado y elegante, miembro distinguido de la sociedad y un gran filántropo; su otro yo, Mr. Hyde, es un hombre de aspecto desagradable, casi deforme, que se arroja en brazos de las más bajas pasiones sin el más mínimo remordimiento. El Dr. Jekyll, consciente de que Mr. Hide le está comiendo terreno poco a poco, dirige la siguiente petición a un amigo suyo (el abogado Utterson), que merece por sí sola la lectura de toda la novela: «Quiéreme cuando menos lo merezca, porque será cuando más lo necesite».

 

            Esta frase sólo se puede decir a alguien que te ama de verdad. La debería poder decir un hijo a su padre, un cónyuge al otro, un sacerdote a su obispo, una monja a su superiora…, pero desgraciadamente no nos encontramos capaces de decirla. Sin embargo, quien se ha encontrado con Cristo sabe que a Él si puede dirigirle esas palabras. ¿Qué nos dice Jesús desde la cruz? “Me puedes matar; puedes ser malvado conmigo… y aún así te amaré, porque será cuando más lo necesites”. Fijando la mirada en Cristo crucificado es donde uno aprende el auténtico significado del verbo amar: Amar es saber dar la vida por el otro, acogiéndolo en su fragilidad y miseria. Dios no se complace «en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta de su conducta y viva» (Ez 33,11). ¡Es una pasada! Cristo nos ama verdaderamente y de ese amor brota de un modo natural el perdón.

 

 

            De todos es conocido el pasaje evangélico de la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-11) que es conducida por los escribas y fariseos ante Jesús. Colocan a la reo en medio y comienza la acusación, el linchamiento verbal; Jesús se inclina y escribe con el dedo en el suelo. Mientras ellos quieren poner punto final a la vida de aquella mujer, él empieza a escribir una nueva historia para ella, una historia iluminada por el perdón y la esperanza.

 

Como los fiscales insistían en su verborrea, Jesús se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado que tiré la primera piedra». Silencio. Según la Ley de Israel, para lapidar a una mujer adúltera, eran necesarios al menos dos testigos. La primera piedra, la más grande, tenía que ser tirada por dos personas que fueran testigos oculares de los hechos (el pecado oscurece nuestra vista, nos crea tinieblas. Por eso el que lanzara la primera piedra debía ser un testigo ocular). Aquellos implacables jueces, «al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos». Una vez solos Jesús le dice: «“¿Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿ninguno te ha condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”». Venga de donde vengas, sea cual sea tu pasado, Cristo te da la posibilidad de recomenzar, de actualizar el GPS y redireccionar tu vida y encontrar la paz.

 

¡Cuántas veces me he encontrado en la confesión con personas que necesitan encontrarse con esta palabra de misericordia y de esperanza, que necesitan descubrir que son amadas también en su miseria y fragilidad, que siempre es parte de nuestra propia historia. Personas que no son capaces de perdonarse a sí mismas e incluso que dudan de que Dios pueda perdonarles. El regalo del sacramento del perdón nos recuerda que para cada uno de nosotros siempre hay un: «anda, y en adelante no peques más»; nos recuerda que «Dios siempre sabe encontrar en nuestro fracaso nuevos caminos para su amor. Dios no fracasa» (Benedicto XVI).

 

Me acuerdo que yo estaba en la plaza de san Pedro el día que el Papa Francisco dirigía el primer Ángelus tras su elección. Era precisamente un domingo en el que se leía el pasaje de la mujer adúltera. Su comentario finalizó con unas palabras que me causaron gran impresión: «Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca… El problema es que nosotros nos cansamos de pedir perdón… No nos cansemos nunca. Dios es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos» [1].

 

            En definitiva, cuando nos confrontamos con nuestro propio pecado caben dos posibilidades: o bien quedarse encerrado en la lógica destructiva del pecado e ir destrozándose uno mismo; o bien abrirse a la misericordia de Dios en la confesión, levantarse y recomenzar. Cuando nos confrontamos con el pecado ajeno caben dos posibilidades: o bien se puede subrayar el error de los demás o bien se puede aprender a caminar juntos y ayudarse.

 

 

·          Ambas circunstancias están estrechamente vinculadas: la misericordia con el prójimo está íntimamente relacionada con la experiencia personal de la misericordia de Dios en uno mismo. Ser consciente de ese amor de Dios que me acoge a mí en mi fragilidad y me levanta, me proporciona la capacidad de vivir mis relaciones con los demás desde la paz y la tranquilidad. Es más, sólo quien ha descubierto esta realidad puede vivir con autenticidad la filiación divina, porque el perdón es un elemento esencial de la vida cristiana. Si las crías de perro hacen guau y las de gato hacen miau, los hijos de Dios… perdonan. Saber perdonar debe ser algo connatural a la condición de cristiano. Si no lo vivimos así, es porque todavía no nos hemos encontrado en plenitud con la misericordia de Dios. Aquella que nos impulsa a vivir la misericordia con los demás.

 

Recuerdo que de un retiro dirigido fundamentalmente por laicos que hice me impresionó mucho la reacción de uno de mis compañeros asistentes: era una persona divorciada y con una historia en la que habían más de una herida sufrida y causada, como sucede siempre. Esta persona, al concluir el retiro, me dijo que había tomado la decisión de ponerse en contacto con todas las personas a las que creía que había hecho daño para pedirles perdón. Y no quedó en una bonita intención, sino que lo llevó a cabo. En verdad, este hombre se había encontrado con Dios.

 

            Vamos ahora a profundizar en esta actitud de perdón y acogida hacia la fragilidad del otro a través de un pasaje del libro del Génesis que tiene como protagonistas a Noé y sus hijos.

 

Noé es el único hombre sobre la faz de la tierra que fue considerado justo por Dios en el momento en el que éste, visto el desastre que había, se arrepintió de haber creado al ser humano. Dios avisará a Noé para que construya un arca en la que ponga a salvo del diluvio a su familia y a una pareja de cada especie animal.

 

Una vez pasado el episodio del diluvio, Noé lleva una vida normal dedicado a la agricultura. Pero un día acontece algo interesante. Dice así el pasaje del Génesis:

 

«Los hijos de Noé que salieron del arca eran Sem, Cam y Jafet. Cam es el padre de Canaán. Estos tres fueron los hijos de Noé, y a partir de ellos se pobló toda la tierra.

Noé era agricultor y fue el primero en plantar una viña. Bebió del vino, se emborrachó y quedó desnudo dentro de su tienda. Cam vio a su padre desnudo y salió a contárselo a sus dos hermanos.

Sem y Jafet tomaron el manto, se lo echaron ambos sobre sus hombros y, caminando de espaldas, taparon la desnudez de su padre; como tenían el rostro vuelto, no vieron desnudo a su padre» (Gn 9,18-23).

 

            Vamos paso a paso. Sabemos que Noé es un hombre especial, el único que ha encontrado gracia ante Dios en un momento crítico. Se podría decir que la situación de los hijos de Noé respecto a su padre es similar a la de aquellos que tienen como padre a alguien realmente importante y prestigioso; similar a la de aquellos que en cierta medida se sienten con la obligación de estar a la altura de su progenitor.

 

            Pero un día Noé, el hombre perfecto, se emborracha con el vino de su plantación y acaba tirado por tierra y desnudo. El hijo pequeño, Cam, entra en la tienda de Noé y encuentra a su padre borracho y desnudo. El padre perfecto, el escogido por Dios para salvarse del diluvio, resulta no ser tan perfecto. También él comete errores; también él es frágil.

 

            ¿Cómo reacciona el hijo pequeño ante esa situación? No tiene cuidado de su padre, sino que sale a buscar a sus hermanos para criticarlo entre risas; se toma su pequeña revancha. Todos vemos claramente que no es fácil afrontar la existencia de un padre desastroso, pero lo cierto es que tampoco lo es afrontar el hecho de tener un padre buenísimo y perfecto.

 

En cambio, ¿cómo actúan los otros dos hijos de Noé? Sem y Jafet entran en la tienda de su padre de espaldas, para no ver su desnudez en ningún momento, y le cubren con un manto. Un gesto con el que precisamente los hijos devienen padres: responsables, capaces de dar y darse., mientras que el primero se ha comportado como un niño enfadado.

 

 

·          La gran lección vital es aprender, precisamente, a dejar de ser hijos, personas dependientes, para pasar a ser padres, personas capaces de asumir el cuidado de otros. Eso sólo se consigue aprendiendo a amar, es decir, dando la vida por los otros, tomando cuidado de su fragilidad, perdonando.

 

En el sermón de la montaña, Jesús dirá a sus discípulos: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Jesús está parafraseando una palabra del AT que forma parte de la llamada Ley de la santidad del libro del Levítico en la que se habla del estilo de vida que debe llevar un hombre que obedece a Dios y quiere ser feliz. Dice así: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2). Jesús ha tomado la frase del AT y la ha llevado a un nuevo nivel desarrollo o evolución.

 

A veces la gente piensa que la santidad cristiana es ser una especie de extraterrestre perfecto que no tiene ninguna pulsión sexual, ningún deseo de riqueza o sombra de egoísmo. No es eso. Cristo nos enseña que ser cristiano no significa ser maravillosamente perfecto, sino ante todo saber perdonar, tener misericordia, conceder a los otros la posibilidad de equivocarse.

 

En una ocasión me llegó una chica que se casaba a los pocos días y estaba muy enfadada con su futuro marido por algo que había hecho y que los había tenido una semana sin hablar. Le costaba perdonarlo. Tuve que decirle que tenía que hacerlo no esa vez, sino que tendría que hacerlo otras muchas veces a lo largo de su vida. El amor conyugal, como cualquier otro tipo de relación, lleva eso consigo necesariamente.

 

Ahora bien, tú serás misericordioso en la medida en que has conocido en tu corazón la misericordia de Dios. Si el Dios que tú tienes en tu cabeza es un Dios-juez, tú serás un juez; si no ha sido perdonado, no sabrás perdonar. Tu relación con Dios decide la relación que tendrás con tu prójimo. Acerquémonos pues a la fuente del amor y del perdón de Dios para saber amar y perdonar a los demás. Así sea.

 

Raúl Navarro Barceló        

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[1] Francisco, Ángelus (17 de marzo de 2013)

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