La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
Las huellas del Espíritu Santo
· El libro de los Hechos de los Apóstoles narra la llegada del apóstol Pablo a la región de Éfeso. Allí se encuentra con un grupo de personas que parecen haber recibido el anuncio de la fe en Cristo. Todo ilusionado, Pablo les pregunta: «¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe?» Pero ellos contestaron: «Pero si nosotros no hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo» (Act 19, 1-2).
Posiblemente, también en nuestros días escucharíamos una respuesta similar de muchos bautizados, si les preguntásemos por el Espíritu Santo. Como decía santa Teresa de Jesús, el Espíritu Santo es el gran desconocido. A ello contribuye el hecho de que las personas tendemos a imaginarnos todo de un modo físico. Así, mientras nos resulta sencillo componernos en nuestro interior una imagen de Jesucristo o de Dios Padre, nos resulta complicado hacerlo respecto del Espíritu Santo. La imagen de la paloma como interlocutor de nuestras oraciones ciertamente no ayuda demasiado.
Sin embargo, para la fe cristiana la relación con el Espíritu Santo es de vital importancia, tanto que cada domingo, al rezar el Credo, decimos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». Dador de vida… El Espíritu Santo es esa agua viva que Jesús ofrecía a la mujer samaritana en el pozo de Sicar (Jn 4,5-42), agua capaz de saciar la sed del hombre y convertirse dentro de él en una fuente que salta hasta la vida eterna. Frente a los ídolos, que nos quitan la vida, el Espíritu Santo se nos presenta como el dador de vida eterna…
El Papa Juan Pablo II contaba una anécdota de su infancia muy a propósito de este tema. Cuando era monaguillo, decía él, no era muy asiduo y comprometido. Un día su padre le cogió por banda y le dijo: «Karol, no eres un buen monaguillo. No le rezas suficiente al Espíritu Santo. Debes rezarle más». Y le enseñó una oración. Para el joven Karol aquello fue una lección espiritual más fuerte y duradera que todas las que recibiría más tarde en sus años de estudio en el seminario. El consejo fue de lo más eficaz: Karol no sólo fue un buen monaguillo, sino un buen sacerdote, un buen Papa, un santo. Estoy convencido de que merece la pena ponerse en manos del Espíritu Santo. Él nos ayudará a crecer como personas: a aprender a ser hijos, para llegar a ser esposos y convertirnos en buenos padres; en definitiva, a ser santos.
· Pero ¿cómo podemos conocer mejor al Espíritu Santo? Pensad en lo siguiente: si uno entra en la cocina y descubre que no queda comida en la nevera, deduce fácilmente que su hermano o su compañero de piso se le ha adelantado y ha estado en ese mismo lugar unas horas antes; si uno observa que su hermano le deja las cosas sin rechistar y no se mete con él, deduce fácilmente que está enamorado.
En definitiva, hay realidades de las que deducimos su presencia a través de sus huellas. Algo así sucede con el Espíritu Santo. Puede que su persona no sea sencilla de imaginar, pero las huellas de su presencia en el seno de la Iglesia, en cambio, sí son fáciles de detectar: entre ellas, sus siete dones, a los que, al menos en parte, me gustaría dedicar un poco de tiempo.
- El pasaje bíblico por excelencia vinculado al Espíritu Santo es el acontecimiento de Pentecostés (Act 2,1-11), con el que nace de la Iglesia propiamente. En él se pone de manifiesto uno de los dones más significativos que el Espíritu Santo concede a los hombres: el don de fortaleza. Tras la ascensión del Señor, los apóstoles se encuentran algo aturdidos ante la nueva situación y misión que el mismo Jesús les ha encomendado: dar testimonio del Evangelio en el mundo entero y bautizar en el nombre de la Trinidad. Se encuentran todos reunidos en una casa, sin saber muy bien qué hacer.
De repente, un ruido fuerte resuena en toda la casa, y el Espíritu Santo, bajo la imagen de unas llamaradas de fuego, se hace presente en cada uno de ellos, inhabita en ellos. A partir de ese momento, los apóstoles, que estaban paralizados, se lanzan a hablar públicamente del Evangelio y a recorrer todos los rincones del mundo conocido.
El don de fortaleza del Espíritu Santo libera nuestro corazón de las incertidumbres y temores que todos nos afectan y paralizan en más de una ocasión: el temor al fracaso, a no encontrar trabajo, a encontrar alguien que me quiera, a quedarme sin pensiones, etc. El don de fortaleza nos ayuda a vencer nuestra tibieza y llevar adelante con esperanza la familia, el trabajo, la fe…
Esta es la finalidad, precisamente, del sacramento de la confirmación. No tiene nada que ver, como se suele decir, con una especie de acto de mayoría de edad en la fe. No se trata de confirmar nuestra fe, sino de ser confirmado en el Espíritu y recibir la fortaleza que será necesaria en la vida cristiana y en el apostolado del testimonio y de la acción, al que todos los cristianos están llamados. Testimonio que se expresa de un modo especialmente sensible en los mártires. ¿De dónde procede si no del Espíritu Santo esa fortaleza interior para dejarse arrebatar la propia vida?[1]
- Otra huella del Espíritu Santo es el don de sabiduría. Este don nos hace “sabios”, no en el sentido de saberlo todo o tener una respuesta para cada cosa (ser una especie de Wikipedia andante), sino en el sentido de que nos permite ver las diversas situaciones y realidades de la vida con los ojos de Dios: ojos de paz y misericordia.
El don de sabiduría del Espíritu Santo nos ayuda a discernir lo que es fruto del amor o del egoísmo; a actuar no sólo acertadamente, sino a hacerlo en el momento oportuno; nos ayuda a afrontar la educación de los hijos o las situaciones de dolor y conflicto con los demás. Es importante tener siempre presente que la vida se construye a través de relaciones y que estas están expuestas al roce y a la equivocación. De ahí la importancia de este don que nos hace ver con ojos de misericordia.
Permitidme una anécdota personal a este respecto. Una de las cosas que más grabada se me quedó tras la muerte de mi madre fue un comentario de mi padre sobre la capacidad de mi madre para darle la vuelta a los problemas, cuando había habido algún roce entre ellos, y traer así la paz antes de que llegara la noche. El Papa Francisco ha hablado muchas veces de tres palabras esenciales para la vida matrimonial: permiso, gracias, perdón. Dice el Papa: «Siempre hay en la vida matrimonial problemas o discusiones. Es habitual y sucede que el esposo o la esposa discutan, alcen la voz, se peleen. Y a veces vuelen los platos. Pero no se asusten cuando sucede esto. Les doy un consejo: nunca terminen el día sin hacer la paz»[2].
Por otro lado, es significativo el hecho de que el primer don de Jesús resucitado a la Iglesia fuese precisamente el del perdón (Jn 20,23). Para aprender a perdonar es necesario saberse perdonado. De ahí la importancia del sacramento de la confesión.
- Estrechamente relacionado con el don de sabiduría se encuentra el don de inteligencia, el cual nos permite escrutar con mirada profunda en el pensamiento de Dios y de su plan de salvación. Este don nos ayuda a entender mejor las enseñanzas de Jesús, la profundidad de la Palabra de Dios y las situaciones de la vida, tal y como les sucedió a los discípulos de Emaús (Lc 24,13-27): Ellos andaban tristes y afligidos tras la muerte de Jesús; pero, cuando el Señor les explica las Escrituras, sus mentes se abren y en sus corazones vuelve a encenderse la esperanza. Esto es lo que el Espíritu Santo realiza también con nosotros: guiarnos –como anunció el mismo Jesús– hasta la verdad plena (Jn 16,13).
- El cuarto y último don del que hablaré es el don de piedad. Éste nos ayuda a tomar mayor conciencia de nuestro vínculo de amistad profunda y filial con Dios. «Como sois hijos –escribe san Pablo en la carta a los Gálatas–, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre!» (Ga 4, 6).
Este don nos ayuda a cuidar con esmero la oración, el culto y la adoración, a sabernos hijos muy amados de Dios; y, al mismo tiempo abrirnos a los demás, volcando en ellos nuestro cariño y preocupación, porque quien descubre en Dios a un Padre descubre también en los demás a sus hermanos. Por eso este don nos ayuda a gozarnos con quien experimenta alegría, estar cerca de quien está solo o angustiado, corregir a quien está en el error, consolar a quien está afligido, acoger y socorrer a quien pasa necesidad.
Posiblemente los pasajes del evangelio que más nos llamen la atención sean aquellos que corresponden a un milagro o a alguna parábola con la que nos identificamos rápidamente. Sin embargo, merece la pena detenerse en aquellos pasajes en los que podemos ver cómo oraba Jesús. Entre ellos destaca el capítulo 17 del evangelio de Juan, conocido como la oración sacerdotal de Jesús. En ese texto se observa la confianza filial con la que Jesús se dirige al Padre y como en ese tú a tú somos introducidos admirablemente todos nosotros. La relación con el Padre se abre hacia nosotros: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero… He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra… Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos… Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti».
Así debemos orar nosotros: con la mirada en Dios, los pies en el suelo y un corazón grande donde quepa mucha gente. Acabo con una oración que encontré cuando era seminarista en el libro de peticiones que había a la entrada del oratorio de la Clínica de la Universidad de Navarra. Iba yo a escribir algo y no pude vencer la tentación de leer lo que habían escrito antes otras personas. El último que había escrito algo, por el tipo de letra y las faltas gramaticales que presentaba, debía ser un jovencito. Escribió lo siguiente: «Gracias Dios mío, porque ha salido bien la operación de mi hermano y que se recupere y haga una vida normal, que mis padres no sufran lo de él y vivan tranquilos y en paz. Dame tu luz Señor y tu amor para ponerme bien y poder ayudar a los demás, no quiero que pienses en ordenes mias sino suplicas que quiero que oigas y podre ser algo de ayuda para ti tambien en la tierra hacia los demas. Quiero tener mi salud en equilibrio y mis demas amistades que la tengan tambien. Un saludo y un abrazo pa ti. Padre del cielo gracias por oirme. Que Dios nos bendiga. Vicente. 20-1-2007».
¿No descubrís en este niño la huella del Espíritu Santo? Yo sí; y la descubro también en la fortaleza de los apóstoles tras Pentecostés, en la esperanza reavivada en los discípulos de Emaús, en la entrega de los mártires, en la santidad del Papa Juan Pablo II, en el perdón de mi madre y en el consejo del padre del Papa, que debe resonar en nuestro interior cada vez que nos demos cuenta de que no somos buenos hijos, esposos o padres: «No le rezas suficiente al Espíritu Santo. Debes rezarle más»; Él es el dador de vida.
Raúl Navarro Barceló
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[1] El martirio es un acto heroico de fortaleza, inspirado por el Espíritu Santo (cf. Lumen Gentium, 42).
[2] Francisco, Palabras improvisadas en Cracovia, 29-07-2016.