La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
La caridad concreta
· De las tres virtudes teologales, quicio de nuestra vida cristiana, la esperanza viene a ser como el motor que la impulsa, la fuente de luz frente al siempre amenazante oscuro velo del desánimo. Ahora bien, —como muy acertadamente recordaba el Papa Benedicto XVI— «la esperanza en sentido cristiano es siempre esperanza para los demás»[1]. Dios no nos salva de manera aislada, como si fuéramos individuos que nada tuviéramos que ver unos con otros. No es así, sino que todos nosotros formamos parte de un mismo Cuerpo, de una misma familia, y tenemos entre manos no sólo nuestra salvación, sino también la de los demás.
Este carácter comunitario es esencial a la fe cristiana y, sin embargo, no es raro que muchas veces domine en nosotros una visión excesivamente individualista de la fe: el bien que hago repercute en aumento de gracia para mí; si peco, me alejo de Dios; aunque siempre puedo acudir con humildad a la confesión y volver a recuperar mi estado de gracia. Es posible que a veces vivamos la fe haciendo nuestro en cierto modo el lema de Juan Palomo: «Yo me lo guiso y yo me lo como». Podemos actuar como soldados ingenuos, culpablemente ingenuos, que atraviesan los campos de batalla de la vida con una rosa en la mano, sin mirar a izquierda y derecha[2].
Pero no es esa la enseñanza ni de Cristo ni de la Iglesia. Como hermosamente decía el gran pensador danés Sören Kierkegaard, «el amor de Dios y el amor al prójimo son dos hojas de una puerta que sólo pueden abrirse y cerrarse juntas». Mi oración, mis sacrificios, mis buenas o malas acciones redundan en el bien o el mal de los otros, de todo el Cuerpo místico de Cristo. Es algo semejante a lo que sucede a nivel humano con las mujeres embarazas: así como la fortaleza o debilidad de la madre redunda al mismo tiempo en la del hijo, también nuestra santidad o pecaminosidad redunda en la salud espiritual de nuestros hermanos en Cristo. Esta realidad la teología la ha puesto de relieve a través de la expresión “comunión de los santos” (santos es el término que los primeros cristianos se dieron a sí mismos, conscientes del don de la misma vida divina que habían recibido del Dios tres veces santo).
· Un testimonio especialmente significativo y hermoso de esta realidad de la comunión de los santos es el de la joven Teresita de Lisieux, a quien la Iglesia nombró copatrona de las misiones a pesar de ser una monja de clausura. Lo hizo porque en el corazón de esta joven carmelita anidaba un profundo amor por la Iglesia y por cada uno de sus miembros, especialmente por los sacerdotes en misiones. Un amor —y esto es tremendamente importante— que se fraguó en el fuego del cariño sincero a cada una de las hermanas que tenía a su lado en el convento.
Digo que esto último es importante porque con frecuencia corremos el riesgo de preocuparnos más por aquellos que están lejos de nosotros que por los que tenemos a nuestro lado. Con ironía, pero con una gran dosis de razón, el escritor británico Chesterton decía que la filantropía es el amor que crece proporcionalmente con el cuadrado de la distancia. Es decir, que el amor a los demás es mucho más fácil de cuidar cuanto más lejos se está del otro. No era esa la clase de amor que anidaba en el corazón de la santa de Lisieux. Ella, al meditar la escena de la última cena y el mandamiento del amor, escribe: «comprendí lo imperfecto que era mi amor a mis hermanas y vi que no las amaba como las ama Dios. Sí, ahora comprendo que la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades, en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos practicar. Pero, sobre todo, comprendí que la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón»[3].
Estas palabras son un eco del célebre himno del amor de san Pablo que nace también de la contemplación de la Eucaristía: «El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no es presumido ni orgulloso; no es grosero ni egoísta, no se irrita; no toma en cuenta el mal; ( … ) Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (1Cor 13,4-7).
· Para esta forma de amar la lengua griega usa la palabra ágape, término que nosotros hemos traducido como caridad. El término caridad, ágape, expresa una realidad sobre el amor muy distinta de la concepción platónica sobre el amor que se tenía en la época de Pablo y se sigue teniendo en la nuestra: el eros. «Se trata del amor emocional. Si alguien o algo te gusta, por ejemplo, por su apariencia bonita y estética, o porque se trata de alguien simpático, o porque es para ti algo placentero; si te sientes a gusto con alguien o con algo, o te complace poseer algo, estás sintiendo los efectos del eros platónico, es decir, de algo que sale de tus sentimientos naturales. Amas algo que te produce placer, algo que te hace sentir bien. [Pero] Ese amor es egocéntrico, porque siempre se trata de ti, de que tú sientas algo agradable»[4]. La caridad cristiana va un paso más allá del sentimiento e invita al amante a salir de sí mismo para encontrarse con el amado aún cuando este no fuese emocionalmente considerado digno de ser amado.
Indudablemente esta no es una tarea fácil: el roce diario, los equívocos, las faltas de correspondencia, etc. provocan heridas y susceptibilidades. ¿Cómo puede uno sobrellevar todas esas dificultades que inevitablemente surgen y vivir esa generosidad en el amor?, ¿cuál es el secreto para vivir la caridad?
Quizás nos pueda ofrecer algo de luz «la vieja historia de un monasterio en el que la piedad había decaído. No es que los monjes fueran malos, pero sí que en la casa había una especie de gran aburrimiento, que los monjes no parecían felices: nadie quería ni estimaba a nadie y eso se notaba en la vida diaria como una espesa capa de mediocridad. Tanto, que un día el padre prior fue a visitar a un famoso abad con fama de santo, quien, después de oírle y reflexionar, le dijo: «La causa hermano, es muy clara. En vuestro monasterio habéis cometido todos un gran pecado: Resulta que entre vosotros vive el Mesías camuflado, disfrazado y ninguno de vosotros se ha dado cuenta». El buen prior regresó preocupadísimo al monasterio porque, por un lado, no podía dudar de la sabiduría de aquel santo abad, pero, por otro, no lograba imaginar quién de entre sus compañeros podía ser ese Mesías disfrazado. ¿Acaso el maestro de coro? Imposible. Era un hombre bueno, pero era vanidoso, creído. ¿Sería el maestro de novicios? No, no. Era también un buen monje, pero era duro, irascible. Imposible que fuera el Mesías. ¿Y el hermano portero? ¿Y el cocinero? Repasó, uno por uno, la lista de sus monjes y a todos les encontraba lleno de defectos. Claro que —se dijo a sí mismo— si el Mesías estaba disfrazado, podía estar disfrazado detrás de algunos defectos aparentes, pero ser, por dentro, el Mesías. Al llegar a su convento, comunicó a los monjes el diagnóstico del santo abad y todos sus compañeros se pusieron a pensar quien de ellos podía ser el Mesías disfrazado, y todos, más o menos, llegaron a las mismas conclusiones que su prior. Pero, por si acaso, comenzaron a tratar todos mejor a sus compañeros, a todos, no sea que fueran a ofender al Mesías. Y comenzaron a ver que tenían más virtudes de las que ellos sospechaban. Y, poco a poco, el convento fue llenándose de amor, porque cada uno trataba a su vecino como si su vecino fuese Dios mismo. Y todos empezaron a ser verdaderamente felices amando y sintiéndose amados»[5]. Ese es el secreto, hermanas, ver en el otro, al que la providencia divina ha puesto a mi lado, al mismo Cristo.
«Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Tú y yo, como cristianos, estamos llamados a hacer presente a nuestro alrededor el amor de Cristo a través del nuestro; a transmitir la preocupación y el afecto de Dios por cada uno de los hombres y mujeres a través de nuestro sincero afecto.
En cierta ocasión un amigo me contaba orgulloso una anécdota de su madre. Habían asistido a la misa de la catedral y al acabar se cruzaron con el obispo, al que habían tratado alguna vez. Ella, que sabía que el obispo estaba algo enfermo, le dijo: «Señor obispo, le encomiendo». Hasta aquí todo normal. Pero lo realmente interesante fue la contestación del obispo: «De ti me lo creo». Esa mujer realmente amaba a los demás con el amor de Cristo y eso se nota. Cuantas veces no habremos dicho nosotros: “te encomiendo” o “rezaré por ti” y, luego, tururú que te vi. Nada de nada. Ojalá que de nosotros también los demás pudieran decir: «De ti me lo creo».
Seremos buenos cristianos si realmente, como Cristo, la gente nos importa: si rezamos por ellos, si les escuchamos, si les llevamos a los sacramentos, si los visitamos, si somos diligentes en nuestro trabajo, si somos capaces de sacrificar parte de nuestro tiempo libre para atender al otro, etc.; en definitiva, si les amamos no sólo de palabra, sino de obra.
Este es un buen test del que debemos examinarnos de vez en cuando de la mano de la Virgen María. ¡Cómo se preocupaba ella de los demás! En las bodas de Caná podemos ver que ella no actúa como una simple invitada más, sino que le importa el bien de los novios. Os imagináis lo que hubiera supuesto para esa joven pareja de recién casados el haberse quedado sin vino en medio de su fiesta. La gente del pueblo les hubiera estado criticando durante años y años. María lo sabe y actúa con amor de madre, intercediendo ante aquél que lo puede todo.
Pidámosle a la Virgen María que nos ayude a estar atentos a las necesidades de aquellos que nos rodean, a vivir la caridad concreta. Así sea.
Raúl Navarro Barceló
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[1] Benedicto XVI, Enc. Spe salvis, n. 34.
[2] Cf. Benedicto XVI, Enc. Spe salvis, n. 13; H. de Lubac, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Madrid 1988, p. 15.
[3] Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma, Ms C Fol 11vº.
[4] T. Dajczer, Meditaciones sobre la fe, Madrid 52006, p. 247.
[5] J. L. Martín Descalzo, Razones, Salamanca 2001, pp. 914s.