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La alegría de la fe

1.         El escritor de origen escocés Bruce Marshall contaba la siguiente anécdota de su infancia. Educado en el seno de una familia protestante puritana, de niño «la hora de los cultos (en la iglesia) era, para él, la mayor de las torturas: no podía hablar, no podía casi respirar; si se movía, su madre le pellizcaba; si, por casualidad, se le escapaba del bolsillo una canica y se ponía a correr hacia el presbiterio, ya sabía que en su casa estallaría la tormenta y le tendrían castigado quince días sin salir. Así hasta que un día tuvo que asistir a la primera comunión de un amiguito católico y acudió a una iglesia «papista». Y ocurrió que, en el momento más solemne de la misa, se le escapó del bolsillo, no una canica, sino una moneda, que, por el pasillo central, emprendió una carrera que todos los fieles e incluso el cura que celebraba siguieron con los ojos… hasta que fue a meterse por la rejilla de la calefacción. En este momento el cura que celebraba prorrumpió en una sonora carcajada que muchos corearon con sonrisas. Bruce no entendía nada. ¿Cómo es que allí nadie se había escandalizado? Y con esa lógica propia de los críos, se dijo a sí mismo: «Esta debe ser la Iglesia verdadera. Aquí se ríen»[1].

A lo largo de los próximos minutos voy a hablar precisamente de la alegría. No voy a hacerlo desde la perspectiva de la alegría como emoción o sentimiento, sino como un estado de ánimo enraizado en la feque configura nuestro ser, más allá de las experiencias buenas o malas que podamos experimentar en un cierto momento de nuestra vida. 

            Conviene aclarar desde el inicio qué es la alegría. Para ello acudiremos a uno de los más importantes filósofos de la historia, el griego Aristóteles. Él la definía así: «La alegría es el estado de ánimo que sigue a la conciencia de poseer un bien»[2]. Es por tanto el fruto permanente en lo más íntimo de nuestro ser que sigue al descubrimiento de una realidad positiva que nos afecta personalmente.

En este tiempo cercano a la Navidad es fácil entender esto bajo la imagen del próximo sorteo de lotería de Navidad. La alegría es el estado en el que se encontrarán los afortunados que descubran la noticia de que el número de su décimo coincide con el del premio gordo del 22 de diciembre. 

¿Qué debería generar en nosotros la Buena Noticia del Evangelio, el anuncio de que Dios se ha hecho hombre en Jesús de Nazaret para hacer de los hombres hijos de Dios a través de su entrega en el misterio pascual de su muerte y resurrección? ¿No deberíamos los cristianos estar permanentemente alegres, ya que poseemos el mayor bien de todos: a Dios mismo como Padre, Camino, Verdad y Vida (Jn 4,6)? ¿No deberíamos los cristianos vivir el encuentro con Cristo en cada celebración eucarística como un momento de auténtica felicidad? 

A propósito de ello, se cuenta que en cierta ocasión alguien criticó al gran compositor austriaco Joseph Haydn (1732-1809) por escribir música demasiado alegre para las celebraciones eucarísticas. A lo cual este contestó: «No puedo evitar que mi corazón salte de alegría al pensar en Dios». Haydn fue un devoto católico que comenzaba el manuscrito de sus composiciones con la frase «In nomine Domini» (en nombre de Dios) y lo finalizaba con «Laus Deo» (gloria a Dios). Una gloria que él entendía no podía darse sino desde la alegría.

¿Qué tipo de música sale de nuestro corazón al pensar en Dios?; ¿qué reflejamos con nuestras palabras y comportamiento durante la celebración eucarística?; ¿qué sensaciones transmitimos a los demás en el día a día?; ¿nuestro rostro invita a la paz o es adusto y severo?; ¿qué consejo ofrecemos a la persona que sufre dificultades o cómo las afrontamos nosotros?

2.         A este respecto es significativa la elección que hace la liturgia de la Iglesia para subrayar la alegría ante la proximidad de la navidad el tercer domingo de adviento: un texto del apóstol Pablo a los cristianos de Filipo que él escribe mientras sufre cautiverio: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4, 4).

 

¿Cómo puede el apóstol hablar de la alegría mientras se encuentra sometido a una situación de sufrimiento? ¿De dónde saca la serenidad para hablar así? La respuesta nos la recordaba el Papa Francisco en la bula de proclamación del Jubileo del año de la Misericordia: La fuente de la alegría, de la serenidad y de la paz es la misericordia de Dios Padre (MV 2); una misericordia que ha cobrado rostro en la persona de Jesucristo (MV 1). 

            Cuenta el escritor inglés G. K. Chesterton que un día de frío y niebla (algo bastante habitual en Inglaterra) viajaba en un autobús con bastantes pasajeros. Todos iban sombríos, callados y aburridos. En una parada del camino subió una madre joven llevando en sus brazos un precioso niño. La madre era tan simpática, el niño tan gracioso y la comunicación entre ambos tan alegre, que rápidamente la alegría se fue contagiando por todo el autobús; unos sonreían al mirarlos y otros hacían muecas. Al poco rato todos los pasajeros hablaban y reían, el ambiente dentro del autobús se había transformado.

Aquella escena le hizo pensar a Chesterton que en el autobús triste y oscuro de la historia de la humanidad un 25 de diciembre, de manos de su preciosa madre, subió un niño que lo cambió todo. Ciertamente, aquella noche un haz de esperanza se abrió camino para siempre entre las sombras de la vida: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló» (Is 9, 1). Desde entonces todo hombre que fija su mirada en Jesús y lo contempla con sencillez empieza a descubrir un horizonte nuevo que le hace salir de su ensimismamiento o egoísmo; y todo aquel que le sonríe y “juega” con Él comienza a participar de la alegría de una gracia especial: la de descubrirse a sí mismo como niño en los brazos de Dios Padre, hijo de Dios.

 

Ese descubrimiento aconteció en la vida de san Josemaría de un modo especial un 16 de octubre de 1931. Aquel día, después de haber celebrado la misa, haber comprado el periódico y tomado el tranvía de regreso a casa, san Josemaría experimentó en la intimidad de su corazón algo similar a lo que Chesterton intuyó con su pensamiento en el interior del autobús. Así describe el mismo san Josemaría “la oración más subida” que nunca tuvo: «Sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía [...]. Probablemente hice aquella oración en voz alta. Y anduve por las calles de Madrid, quizá una hora, quizá dos, no lo puedo decir, el tiempo se pasó sin sentirlo. Me debieron tomar por loco. Estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad, que quedó encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse nunca». En este querer de Dios de que seamos hijos suyos es precisamente donde se encuentra la fuente de la alegría cristiana. 

3.         Ahora bien, la auténtica alegría, como todo bien, es difusiva; pertenece a su esencia el ser compartida y comunicada a otros

            El anuncio de lotería de navidad de este año 2018 me parece muy ilustrativo. Narra la historia de Juan, un hombre poco social y arisco, que queda atrapado en el tiempo y se despierta cada día en el 22 de diciembre, el día del Sorteo Extraordinario de Navidad. 

La reacción inicial será la de aprovechar esta circunstancia para hacerse progresivamente con el mayor número posible de décimos, a costa de otras personas del barrio. La sensación de alegría que experimenta al inicio se va difuminando conforme se repite el bucle temporal y no puede salir de él. 

Llega un momento en el que opta no sólo por no hacerse con más décimos de lotería, sino que además comparte el suyo con la chica que cada día se sienta a su lado en la barra del bar a tomar un café y a la que hasta ese día no había escuchado. El abrazo y la alegría de aquella mujer, al comprobar que han ganado el sorteo, cambian la perspectiva de Juan y recuperar la alegría perdida. Al levantarse al día siguiente, se dará cuenta de que es 23 de diciembre. El video acaba con el siguiente slogan: El mayor premio es compartirlo

            El apostolado, decía san Josemaría, es sobreabundancia de vida interior. Yo me atrevería a decir que es sobreabundancia de alegría espiritual. 

Para los cristianos, la alegría no es sólo es el fruto del descubrimiento de la Buena Noticia, del Evangelio, sino también la condición necesaria de toda la vida espiritual. Porque, en realidad, una esperanza en el más allá sin alegría es desprecio y no elevación de las realidades temporales; la laboriosidad sin alegría, codicia; la castidad sin alegría, represión en lugar de entrega amorosa; amor sin alegría, afán posesivo y no don de uno mismo al otro[3]; sacerdocio sin alegría, fariseísmo que carga pesados fardos sobre los hombros de los demás. 

Con gran agudeza san Francisco de Sales decía que «no hay santos tristes», ya que estos serían, «tristes santos». Pidamos a la Virgen María que, como madre de Jesús, es causa de nuestra alegría, nos ayude a tomar conciencia del bien que nos ha sido dado en Cristo y nos convirtamos en apóstoles santos y alegres. Así sea.

 

Raúl Navarro Barceló             

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[1] J. L. Martín Descalzo, Razones, Salamanca 2001, p. 978

[2] Aristóteles, Ética a Nicómaco.

[3] Cf. J. Baptista Torelló, Psicología abierta, Madrid 2003, p. 16.

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