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Escapar del victimismo y la tristeza

·          Por raro que pueda parecer, a las personas nos gustan las malas noticias; nos resulta atractiva la tristeza. Permitidme algunos ejemplos.

 

Todos habréis experimentado que la mayoría de la gente tiende a poner en duda las buenas noticias que les das; sospechan de su certeza. En cambio, creen a pies puntillas las malas: –Le ha tocado la lotería a Monolito. –¡Anda ya! ¿Estamos a 28 de diciembre? Si, en cambio, dices: –Ayer le entraron a robar a su casa a Manolito. –Cuenta. ¿Cómo ha sido? ¿A qué hora? ¿Ha habido víctimas?

 

Un sacerdote romano me contaba la siguiente anécdota. En cierta ocasión que el gobierno italiano había sacado un nuevo impuesto para los coches, él se había esperado hasta el último día. El problema es que la mayoría de los italianos habían hecho lo mismo y la cola era enorme. Mientras esperaba en la cola, de pronto, llegó un señor que dijo que cerca de allí había otra ventanilla en la que también se podía pagar y no había nadie. Pero la inmensa mayoría de la gente ignoró el aviso. Sólo tres personas, entre ellas el sacerdote, se dirigieron hacia el sitio indicado. Efectivamente, era verdad: allí había una preciosa ventanilla para ellos solos. Al acabar el sacerdote sintió la necesidad de regresar a la cola y dar el aviso. ¿Cuántos le siguieron? Sólo le creyó una persona: la madre de una catequista de la parroquia que le había reconocido.

 

Lo cierto es que preferimos las malas noticias; tenemos querencia por ellas. ¿Alguien cree que tendría éxito un telediario que fundamentalmente contara buenas noticias? Seguro que no. Es más, un director de telediarios contaba que cuando el share bajaba se introducen malas noticias para que suba.

 

En la Sagrada Escritura también encontramos testimonios interesantes de esta realidad. A la muchos de vosotros os sonará que Israel llegó a la tierra prometida después de 40 años de travesía por el desierto. Pero lo curioso es que en realidad, tras la huida de Egipto, tardaron muy poco tiempo en llegar a las proximidades de la tierra prometida. ¿Qué sucedió entonces? Yahvé dijo a Moisés: envía a algunos hombres, uno por cada tribu paterna, para que exploren la tierra de Canaán que yo os voy a dar. Así lo hace (Nm 13,25-14,10). Pasan los días y, finalmente, regresan los exploradores. Pero a la hora de narrar lo que han visto se ofrecerán dos versiones diferentes. Dos de ellos dirán que la tierra prometida es una tierra bellísima, muy fértil. El problema es que está ocupada por un pueblo poderoso, pero con la ayuda de Dios será suya. En cambio, el resto de los exploradores sostiene la versión de que los habitantes de aquellas tierras son como gigantes, muy fuertes, y que el terreno tampoco es para tanto. ¿A quién hicieron caso? A los segundos. Y eso a pesar de que Dios ya les había ayudado a salir victoriosos de Egipto. Después de ello, 40 años de dar vueltas en el desierto para acabar en el mismo sitio.

 

La tristeza y el victimismo atraen. Tanto es así, que un peligro real para las chicas buenas es enamorarse de hombres que se muestran heridos, que se presentan como víctimas y hablan de lo mucho que han sufrido en su vida, cuando en realidad su mayor problema es que son personas que no han madurado todavía. Permitidme un consejo: no establezcáis una relación de noviazgo con una persona así; ¿creéis que ese hombre os puede hacer feliz?, ¿creéis que podrá ser el padre adecuado para vuestros hijos? Una cosa es casarse para entregarse mutuamente la vida y otra muy distinta hacerlo para ser la madre de un niño de 30 años.

 

 

·          La realidad es que todas las personas presentamos, en mayor o menor medida, heridas en nuestra historia; heridas que hemos provocado con nuestras propias acciones o ilusiones incumplidas, heridas que otros han ocasionado en nosotros: porque nuestros padres se equivocan; nuestros amigos cometen errores; o porque hay gente que sencillamente nos ha hecho daño.

 

Cuando algo de ello sucede, corremos el riesgo de encerrarnos en nuestra tristeza y asumir el papel de víctima; quedarnos acurrucados en nuestro rincón esperando a que otros nos pase la mano por el hombro mientras nosotros echamos la culpa a nuestros padres o amigos de aquello que nos sucedió y que ha hecho que la película de nuestra vida no siga el guión que tendría que haber seguido. Y eso, aunque pueda no parecerlo, resulta atractivo.

 

No debes aferrarte a tu dolor; debes escapar del victimismo y la tristeza. ¿Cómo? Estableciendo una relación auténtica con Dios.

 

Puedes pasarte la vida recriminando a unos y a otros por lo que te haya sucedido; o puedes abrir las puertas de tu corazón, de esa historia de la que tú reniegas, a Dios que sale a tu encuentro. Él puede transformar todas las cosas; Él puede cambiar el modo de ver tu pasado y abrirte a la esperanza. Sólo Dios puede sacar de la muerte vida, de las tinieblas luz, del pecado gracia; transformar un acto de inmensa injusticia, como es su crucifixión, en el mayor acto de amor. Ponte en sus manos, ora, pregúntale y pídele que te ayude a entender aquello que te ha sucedido.

 

La vida de los santos pone de manifiesto que nosotros no somos la suma de nuestros traumas (que dirían algunos psicólogos). Los santos no son héroes, sino gente que ha sabido confiar en Dios más que en su pasado. Hay una frase de Oscar Wilde que conviene no olvidar nunca: «Todo santo tiene un pasado y todo pecador tiene un futuro». La gente de nuestro tiempo habla mucho de la libertad, pero no creen en ella; vive anclada en el victimismo. Espero que tú no lo hagas.

 

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·          Seguramente todos habréis visto en alguna ocasión un anuncio en el que se presenta a una persona antes y después de haber seguido una determinada dieta, ingerido un medicamento durante unas pocas semanas o adquirido un determinado producto. Antes de ello, era una persona insatisfecha y entristecida. Después, aquella persona rebosa vida, tiene una sonrisa de oreja a oreja y afronta la vida de un modo totalmente nuevo.

 

            Hay un pasaje del evangelio que a mí siempre me recuerda este contraste. Se trata del de los discípulos de Emaús. Dos amigos originarios de aquella aldea caminan cabizbajos y tristes de vuelta a su hogar, después de haber vivido con incredulidad y dolor la pasión de Cristo. Discutían entre ellos, faltos de esperanza. Tanto que ni siquiera son capaces de dar un mínimo de crédito a las buenas noticias que llegan de boca de algunas mujeres que han visto vacío el sepulcro de Cristo. «Cosas de mujeres», pensarían ellos.

 

Sin embargo, al final del relato, la escena es bien distinta. Los vemos regresando a toda prisa por el mismo camino en dirección hacia Jerusalén, llenos de alegría, deseosos de hablar con sus amigos y hacerles partícipes de una noticia que les ha devuelto la esperanza.

 

¿Qué ha pasado entre medias para que se haya producido un cambio tan radical en ellos? Sencillamente, un encuentro. Cristo resucitado ha salido a su encuentro y les ha devuelto a sus corazones el ardor de la fe y con ella la ilusión y la esperanza.

 

            En ocasiones, nuestra situación vital puede identificarse con la de la primera parte de este pasaje del evangelio. «Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel –dicen los dos discípulos de Emaús–, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió». “Nosotros esperábamos…, pero”, ¡qué expresión más nuestra!: Yo esperaba aprobar todos los exámenes, pero…; yo espera que ella o él fuera la mujer/ el hombre de mi vida, pero…; o esperaba encontrar trabajo rápidamente, pero…; esperamos, en definitiva, no encontrarnos con la cruz, pero ésta siempre aparece en algún momento de la vida.

 

Si afrontamos la cruz desde el victimismo y la tristeza, el lamento nos conduce a la desesperanza y ésta acabará por apagar la fe. La línea que caracteriza nuestro discurso será entonces la de culpabilizar a los demás: he suspendido, pero la culpa es del profesor; no encuentro trabajo, la culpa es de los políticos; me ha dejado el novio, la culpa es de los amigos… recriminaremos a unos y a otros su modo de actuar, mientras nosotros nos instalamos en la tibieza y la mediocridad.

 

            ¿Cómo salir de esa espiral negativa? Reavivando el fuego de la fe mediante el mejor conocimiento de las Escrituras, tal y como sucede con los dos discípulos de Emaús. ¡Qué importante es que diariamente dediquemos algo de tiempo a encontrarnos con Cristo a través de los Evangelios! Su palabra es siempre actual y se dirige a cada uno de nosotros de un modo único y nos ayuda cambiar el modo de ver nuestro pasado: desde la paz y no desde el enfrentamiento: con nuestros padres, profesores, compañeros de trabajo o amigos; y así abrirnos hacia el futuro con esperanza.

 

La palabra de Cristo nos impulsa a salir de nosotros mismos y estar atentos a las necesidades de los demás, a ofrecer alimento y cobijo a quienes se cruzan en nuestro camino. La entrega a los demás nos rescata del falso victimismo y nos devuelve a la realidad.

 

Es precisamente la caridad con el prójimo la que abre los ojos a los discípulos de Emaús para que puedan reconocer a Jesucristo resucitado en la fracción del pan. No es casualidad que durante la última cena Jesús lavase los pies a sus discípulos y les dijera: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis». Nosotros ahora nos postramos ante Jesucristo, para postrarnos luego ante nuestros hermanos y servirles como Él nos sirvió.

 

·          Acabo con una anécdota del gran músico navarro Pablo Sarasate. Una noche, al salir de uno de sus conciertos, Pablo Sarasate se encontró con un mendigo a la puerta del teatro que tocaba una sencilla melodía con un violín desafinado y deteriorado. Sarasate le entregó un donativo. El mendigo, reconociéndole, le ofreció el violín para que tocase algo. Sarasate lo acepta, lo afina y toca algo breve. La gente que se ha congregado alrededor de la escena lo ovaciona. El pobre llora. Sarasate piensa que es por el donativo, pero el pobre, como adivinando el pensamiento del músico, le dice: «no lloro por el dinero, sino porque usted con mi viejo violín en sus manos ha conseguido expresar notas maravillosas». Efectivamente, un viejo y destartalado violín en manos adecuadas puede dar lugar a una música maravillosa.

 

            Eso es lo que sucedió con aquellos pescadores, publicanos, mujeres y demás gente sencilla a los que Cristo resucitado envío a ser sus testigos en medio del mundo: con sus vidas algo desafinadas Dios hizo maravillas.

 

También hoy nosotros estamos llamados a ser testigos de la resurrección de Cristo y del Evangelio, desde nuestra debilidad, pero al mismo tiempo desde nuestra fortaleza en Cristo; siendo vasijas de barro, pero llevando en nuestras manos el tesoro de la gracia. Pongamos el violín de nuestra vida: algo desafinado por nuestros pecados o deteriorado por nuestras heridas en manos de Jesús. Seguro que entonces habrá un antes y un después en nuestra vida y lloraremos de emoción al contemplar lo que Dios es capaz de hacer a través de nosotros. Así sea.

 

Raúl Navarro Barceló    

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