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El no tan extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde

·   El escocés Robert Louis Stevenson (1850-1894) escribió una conocida novela titulada El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), en la que el protagonista descubre el modo de poder llevar una doble vida sin aparente riesgo alguno, transformándose en otra persona mediante la ingestión de una poción. Mientras que el Dr. Jekyll es un hombre agraciado y elegante, miembro distinguido de la sociedad y un gran filántropo; su otro yo, Mr. Hyde, es un hombre de aspecto desagradable, casi deforme, que se arroja en brazos de las más bajas pasiones sin el más mínimo remordimiento.

 

    Al principio el Dr. Jekyll queda fascinado por las aparentes ventajas que se derivan de esta situación. Pero poco a poco se le irá escapando de las manos el control de su vida hasta el punto de que la personalidad de Mr. Hyde acabe apoderándose definitivamente del doctor. La novela acaba con una interesante carta-confesión que el propio Dr. Jekyll, en un último momento de lucidez, dirige a un amigo suyo (el abogado Utterson) en la que se vislumbra el origen de todos los problemas. Dice así: «Desde muy joven… el peor de mis defectos fue la impaciencia y una cierta propensión a la diversión (y el libertinaje),… que era difícil conciliar con mi arrogante deseo de mostrarme en público con la cabeza muy alta y el rostro severo. De ahí que llegara casi a disimular mis emociones, a ocultar mis pequeños placeres y que, cuando alcancé una edad más madura, ya estuviera profundamente comprometido en una doble vida».

 

    Desde joven, el doctor había vivido encorsetado por los respetos humanos; tan preocupado por lo que los demás opinen de él que vive con miedo su propia vida. El miedo, la arrogancia y la soberbia le llevan a engañar a los otros, sin darse cuenta de que él está siendo el principal engañado.

 

 

·   También nosotros podemos caer en la tonta tentación de hacer de la vida un baile de máscaras, por no darnos cuenta de la sencilla realidad de que todos estamos hechos del mismo barro: todos somos pecadores. Sin embargo, la realidad es que el pecado, como el ladrón, busca inmediatamente la guarida o el escondite del silencio y nos empuja a ocultarnos bajo el traje de la mentira. Exactamente lo contrario de lo que le sucede al bien, que es difusivo, abierto a los demás por naturaleza.

 

Dado que somos seres sociales por naturaleza, el consentimiento del mal o del pecado suele conducirnos a vivir una doble vida. Ante la gente que nos conoce nos presentamos como el Dr. Jekyll (el chaval majo y buen colega, el trabajador/a diligente y ejemplar, la madre preocupada y atenta, etc.), mientras que, cuando estamos en otro ambiente o ante desconocidos, actuamos como Mr. Hyde (el chaval egoísta que sólo piensa en darse satisfacción a sí mismo; el trabajador que critica a todos sus compañeros; el marido o la esposa que buscan compensaciones al margen de su pareja).

 

    Alguno puede pensar que la novela es simplemente eso: una ficción literaria. Pero lo cierto es que la realidad siempre supera la ficción. Es difícil reflejar en palabras los desagradables efectos que en el hombre tiene la mentira.

 

La falta de sinceridad es terreno abonado para la duda, la sospecha sobre los demás y Dios mismo: ¿De verdad les interesa (a mis padres, amigos…) lo que a mí me suceda?, ¿es Dios tan bueno como dicen?, ¿es verdaderamente Padre?, ¿puedo fiarme de alguien? La duda, poco a poco, engendra desconfianza: perdemos la confianza en que el trato sincero con Dios y con los demás pueda hacernos realmente felices. Entonces buscamos compensar la falta de amor, arreglándonoslas por nuestra cuenta. De ahí nacen el egoísmo, la codicia, la envidia, el miedo, el conflicto, la violencia, etc [1]. Todo este cortejo realimenta la cadena: acrecienta la duda, con ello crece la desesperanza y se vuelve a buscar la compensación. Así sucesivamente.

 

Puede tratarse de un proceso más o menos largo, pero, si no se detiene, la personalidad de Mr. Hyde acaba apoderándose del Dr. Jekyll totalmente. Porque el ser humano, en lo más íntimo de su ser, no puede vivir indefinidamente una doble vida. De ahí el famoso adagio que dice: «O vives como piensas, o acabas pensando como vives».

 

 

·   ¿Qué se puede hacer?, ¿cómo romper ese ciclo pernicioso? Muy fácil, siendo sinceros con uno mismo, con los demás y con Dios. La virtud de la sinceridad: el esfuerzo por darse a conocer en las palabras y en las acciones, el querer que los demás sepan cómo somos, proporciona la tierra fértil sobre la que pueden crecer las mejores cualidades del carácter. Es llamativa la alabanza que Jesús hace del apóstol Natanael en el evangelio: «Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1, 47).

 

    Ahora bien, conviene no confundir la virtud de la sinceridad con falsas imágenes de ella.

 

- No es sincero el que actúa siempre siguiendo sus instintos, haciendo en cada momento lo que le brota de su interior. Por ejemplo, el que, encontrando a un amigo que ha perdido a su padre recientemente, le dice de buenas a primeras: «no lo siento lo más mínimo, porque tu padre era un pobre hombre y además un antipático», no es una persona sincera, aunque sienta lo que dice, sino un salvaje y un mal amigo [2]. El tipo que no tiene el más mínimo autodominio de sí, el que se deja llevar por el “ahora me apetece o no me apetece” esto o aquello, no ha crecido como persona. La capacidad de autodominio y templanza es precisamente algo característico de la madurez en el ser humano.

 

- Por otro lado, la virtud de la sinceridad tampoco tiene nada que ver con el exhibicionismo o strip-tease público de nuestra intimidad, como si nos enorgulleciésemos de nuestro Mr. Hyde, tal y como hoy día hacen algunos en los reality shows de las televisiones. Seamos realistas. El que así actúa no refleja una gran aceptación de sí mismo, sino un alto grado de inmadurez. Esa no es una persona sincera, sino primitiva, que ni siquiera sabe por qué debiera actuar o expresarse con discreción. La virtud de la veracidad distingue situaciones (personas y circunstancias) en las que no existe el deber de decir toda la verdad. Hay ocasiones en las que la prudencia recomienda guardar silencio sobre un asunto determinado con una persona concreta.

 

 

·   La virtud de la sinceridad (el esfuerzo por darse a conocer a los demás) tiene su fuente en la interioridad, en la relfexión sobre uno mismo y su modo de actuar. Ahora bien, ese conocimiento personal sólo es posible aprehenderlo en toda su profundidad en relación con Aquél que nos ha creado a su imagen y semejanza: Dios. La intimidad de la oración es un lugar privilegiado para el conocimiento de uno mismo.

 

    Al mismo tiempo, encontrar la ayuda de alguien experimentado y sensato en quién poder confiar y abrirle los escondites de Mr. Hyde será un gran don. Alguien que actuará con la delicadeza de quien con un movimiento resuelto descubre una herida, cuidando al mismo tiempo de no extender la infección.

 

Esa es la figura que tradicionalmente en la Iglesia ha recibido el nombre de director espiritual. El trato confiado con esa persona nos proporciona paz y nos llena de esperanza para perseverar, a pesar de nuestras caídas, en la lucha por adquirir las virtudes. Una lucha que tiene su máxima expresión en la apertura caritativa hacia Dios y hacia los demás. Una lucha en la que merece la pena participar. Que Dios te conceda la perseverancia constante en ella y te guie hacia el triunfo final. Así sea.

 

Raúl Navarro Barceló    

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[1] Cf. J. Philippe, La libertad interior, Madrid 2003, p. 127.

[2] Cf. J. B. Torelló, Psicología abierta, Madrid 2003, pp. 68s.

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