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El camino del amor se llama sacrificio

·   El escritor escocés Bruce Marshall (1899-1987), nacido y educado en el seno de una familia protestante puritana, contaba que de chaval «se le hacían insoportables las iglesias. La hora de los cultos era, para él, la mayor de las torturas: no podía hablar, no podía casi respirar; si se movía, su madre le pellizcaba; si, por casualidad, se le escapaba del bolsillo una canica y se ponía a correr hacia el presbiterio, ya sabía que en su casa estallaría la tormenta y le tendrían castigado quince días sin salir. Así hasta que un día tuvo que asistir a la primera comunión de un amiguito católico y acudió a una iglesia «papista». Y ocurrió que, en el momento más solemne de la misa, se le escapó del bolsillo, no una canica, sino una moneda, que, por el pasillo central, emprendió una carrera que todos los fieles e incluso el cura que celebraba siguieron con los ojos… hasta que fue a meterse por la rejilla de la calefacción. En este momento el cura que celebraba prorrumpió en una sonora carcajada que muchos corearon con sonrisas. Bruce no entendía nada. ¿Cómo es que allí nadie se había escandalizado? Y con esa lógica propia de los críos, se dijo a sí mismo: «Esta debe ser la Iglesia verdadera. Aquí se ríen» [1].

 

    Aunque no lo parezca, el tema de esta meditación es el sentido de la penitencia o mortificación. Pero he querido comenzar con esta anécdota para dejar claro desde el inicio un principio básico de la fe católica que ayudará a evitar posibles confusiones: el cristiano vive el espíritu de penitencia y de conversión no bajo el peso de la tristeza, sino con la alegría de quien, siendo consciente de su condición de persona pecadora, ha descubierto una verdad aún más importante: que Dios le ama; que ha muerto y resucitado por ella, para conducirla a la vida de la gracia. San Pablo expresaría esta verdad con una acertada imagen: llevamos un tesoro en vasijas de barro (2Co 4,7).

 

Algunos cristianos parecen haber olvidado la primera parte de esa expresión paulina y se convierte en personas pusilánimes, acomplejada por sentimientos de culpabilidad. Esta imagen distorsionada del creyente ha servido y sirve de argumento a no pocas personas para su increencia. Así, por ejemplo, con la agudeza que le era propia, Nietzsche afirmaba: «Más contento tendría yo que ver a los salvados para creer en un salvador». Lástima que él no hubiera tenido de pequeño la misma experiencia que el protagonista de la anécdota del inicio; posiblemente su vida hubiera sido muy diferente. 

 

Los cristianos no somos personas pusilánimes, sino personas enamoradas..., y como tales vivimos con el gozo propio de quien ha encontrado el amor. Pero no dibujamos corazoncitos para expresar ese amor, sino que nuestra señal tiene forma de cruz. Clavado libremente en ella, Cristo nos enseñó que «el camino del Amor —como escribió San Josemaría en Forja— se llama Sacrificio» (n. 768). Por mucho que le cueste entenderlo al mundo de hoy, el verdadero amor es el que sabe elevarse del sentimiento a la entrega, y de la entrega al sacrificio (sin que por ello se menosprecie el sentimiento).

 

   En el periódico leí una vez una entrevista que realizaban a una poetisa polaca. Ésta contaba que de joven se enamoró de ella un chico muy tímido; tanto que en lugar de hablarle le escribía cartas. En una de ellas, le decía: «Por ti cruzaré los mares, subiré la montaña más alta, atravesaré el desierto,…», etc. Pero, sorprendentemente, el enamorado concluía toda esa muestra de valentía y amor diciendo: «Mañana estaré bajo tu balcón, si no llueve». En el preciso instante en que leía esa frase, la joven se dio cuenta de que ese chico jamás sería el amor de su vida. 

 

Desgraciadamente, la cláusula final de esa carta forma parte de nuestras vidas en más ocasiones de las que quisiéramos: haré esto o aquello, si tengo tiempo; te iré a ver, si paso por allí; te perdono, si tú me pides primero perdón; etc. Curiosamente, en cambio, no pocas veces somos capaces de realizar notables sacrificios por cuestiones de interés personal, estética o simple vanidad. La realidad es que, si no somos capaces de sacrificarnos por alguien, no lo amamos verdaderamente. El espíritu de sacrificio brota del amor como una de sus consecuencias. Si no está presente a través de las pequeñas cosas del día a día, reconócelo, falta amor y sobre ego

 

Cuando leo el episodio evangélico de la viuda de condición humilde que deposita dos reales en el arca de las ofrendas del Templo (Mc 12, 41-44), siempre pienso que, si yo hubiera sido testigo de aquel suceso, posiblemente hubiera dicho en mi interior: «Pobre mujer, no debería haber echado nada en el cepillo. Bastante tiene ya». Sin embargo, las palabras de Jesucristo son bien distintas: Él alaba el acto por el que aquella mujer necesitada entrega no lo que le sobra (como hacen los ricos que se acercan a depositar su ofrenda), sino lo que le era necesario, «todo lo que tenía para vivir». Me doy cuenta de que ella sí sabía amar, mientras que yo...

 

 

·    Entrar en la dinámica de la vida divina por la fe en Cristo supone entrar en comunión con todos los hombres a través suya; supone entrar en la dinámica del amor redentor y universal de Cristo, de la entrega, en la que el grano de trigo tiene que morir para dar mucho fruto (Jn 12, 24). En este marco (y no en el del miedo o la culpabilidad) se inscribe el esfuerzo del cristiano por vivir en las cosas pequeñas y no tan pequeñas un espíritu de sacrificio, penitencia o mortificación (como se le quiera llamar): cogemos libremente la cruz para compartir con Cristo el suave yugo de la redención (Mt 11, 30).

 

    Ahora bien, a esta fuerza centrífuga, que nos impulsa a salir generosamente de nosotros mismos, se oponen otras de carácter contrario. Nos centraremos en dos: las seductoras luces del mundo y la actitud del “me apetece o no me apetece”.

 

— Respecto a la primera, las luces del mundo, resulta interesante la consideración que hacía la fundadora del primer movimiento feminista ruso, Tatiana Goricheva. Expulsada de Rusia por convertirse al cristianismo, se trasladó a vivir a Viena. Allí le preguntaron por las dificultades que la población rusa estaba viviendo. Ella habló de las largas colas ante las tiendas de comestibles, del apretujamiento en las oficinas, etc. Pero añadió que en Viena había encontrado también dificultades, de otro tipo, pero dificultades: «el exceso de cosas hermosas, de cosas que a una la arrastran, si no está lo bastante orientada hacia el cielo. Aquí la tierra te puede tragar para siempre» [2].

 

Efectivamente, en este mundo tecnológico saturado de productos parece que el ser humano sólo pueda alcanzar la alegría si se dan innumerables condiciones materiales. Paradójicamente, aunque la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, encuentra muy difícil engendrar verdadera alegría entre sus ciudadanos. Como decía Tatiana Goricheva, es necesario estar bien orientado; y para ello, es necesario vivir la virtud de la templanza y la actitud de desprendimiento.

 

Angelo Roncalli, el futuro Papa Juan XXIII, era un enamorado de la radio. Tanto que su afición —decía él— se volvió peligrosa. Porque por las noches se acostaba más tarde de lo debido, so pretexto de que debía estar informado de lo que sucedía por el mundo, y por las mañanas, le costaba levantarme. Cuando tomó conciencia de lo apegado que estaba al invento, ¿qué hizo? Regalarlo a un hospital [3]. Quizás también nosotros tengamos alguna afición que nos esté dominando y a la que convendría ponerle freno.

 

— Seguramente también todos nosotros tengamos un buen campo de lucha respecto a esa otra fuerza centrípeta que nos impele a actuar según el leitmotiv de “me apetece o no me apetece”. Si no luchamos, acabaremos siendo tristes peleles de nuestros propias apetencias y egoísmos. Uno no puede ser libre  darse a los demás sin un cierto dominio de sí mismo y eso exige un espíritu de penitencia o mortificación de los sentidos.​ 

 

Si las ventanas de una habitación están siempre abiertas de par en par, entra demasiada luz y, por efecto de la misma, llegan a perder su color los objetos y muebles que hay en ella. La habitación, además, se llena de polvo. Conviene, pues, tener las ventanas entornadas para que, entrando la luz necesaria, se puedan evitar esos inconvenientes. Del mismo modo, si los sentidos externos están demasiado abiertos, penetrarán por ellos toda clase de sensaciones que nos quitarán necesariamente la paz, cuando no nos inducirán positivamente a pecado. Por ello, tenemos necesidad de mortificar nuestros sentidos. Todos los santos han practicado y han dado gran importancia a la mortificación de los sentidos. Ninguno de nosotros es de mejor condición que ellos.

 

            El espíritu ascético tiene para el cristiano ese sentido de libertad; una libertad orientada hacia la entrega a los demás. Por ello cobran especial importancia también todo el ámbito de las mortificaciones que ayudan a hacer la vida más agradable a los demás: rendir el juicio, mostrar buen humor, tener orden, ser puntual, etc.

 

De un padre del desierto se cuenta que debía cruzar todos los días un arenal enorme para conseguir la leña que necesitaba para el fuego. Por fortuna había, justo en medio, una fuente que le servía para calmar su sed. Un día el monje pensó que debía ofrecer a Dios el sacrificio de no beber agua. Y así lo hizo. Esa noche el monje descubrió con gozo que, en el cielo, había aparecido una nueva estrella y se sintió feliz. Con el tiempo ese monje se hizo famoso y vino un discípulo para aprender de su sabiduría. Cuando llegó la hora de cruzar aquel desierto arenal y cargado el discípulo con la leña, divisaron a lo lejos la fuente con el agua cristalina. El monje no sabía qué hacer. Si bebía, aquella noche no se encendería «su» estrella. Y si él no lo hacía, el discípulo tampoco y no calmaría la sed. En el último momento bebió el monje y se sació el joven discípulo.

 

Por la noche, el monje, no se atrevía a mirar al cielo. Muy tímidamente, levantó los ojos y vio con asombro que esa noche había dos estrellas que brillaban intensamente. Aquel día, entendió el monje aquella frase de la Biblia que dice que Dios ama más la misericordia que todos los sacrificios. Entendió que Dios no ama el esfuerzo por el esfuerzo, sino que lo que mide es el amor con el que se hacen las cosas [4].

 

·   Aprovechemos este día para hacer examen de cómo estamos viviendo el espíritu de mortificación y penitencia. Acudamos a la Virgen María, para pedirle que nos ayude a fundamentar nuestra vida ascética en la alegría de la filiación divina y nos lleve a entusiasmarnos con nuestra misión de corredentores junto a Cristo de la humanidad.

 

Raúl Navarro Barceló    

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[1] J. L. Martín Descalzo, Razones, Salamanca 2001, p. 978.

[2] J. R. Ayllón, 10 ateos cambian de autobús, Madrid 2009, p. 69.

[3] Cf. J. L. Olaizola, Juan XXIII. Una vocación frustrada, Madrid, 2001, pp.135s.

[4] Cf. J. L. Martín Descalzo, Razones, Salamanca 2001, pp. 873s.    

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