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Dios siempre nos escucha y sabe lo que nos conviene

·   Posiblemente te resultará familiar ese pasaje del evangelio en el que uno de los discípulos de Jesús, cuando éste ha acabado de rezar, se acerca a Él y le dice: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). A esa petición Jesús responde con la enseñanza del Padrenuestro (vv. 2-4). Pero después añade varias cosas. Entre ellas lo siguiente: «Yo os digo: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan» (Lc 11, 9-13; Mt 7, 7-11).

 

    Seguro que todos nosotros nos hemos dirigido muchas veces en la oración al Señor para pedirle algo bueno: para que sanara un familiar enfermo; para que se le solucionara un grave problema a un amigo; para que nos ayude a ser mejores a nosotros mismos; e incluso para que nuestro equipo de fútbol ganara un partido. Es cierto que algunas veces lo hemos hecho sin demasiado entusiasmo ni confianza (no sólo en el caso de algunos equipos); pero en otras ocasiones nos hemos dirigido a Dios con verdadera fe e insistencia, conscientes de que pedimos algo bueno e importante. Y qué ha pasado: ¿nos ha concedido el Señor lo que deseábamos o nos hemos quedado igual que estábamos? Posiblemente, tengamos la sensación de que algunas veces sí nos ha escuchado; pero otras más bien parece que se ha hecho el sordo. Entonces, ¿eso de «pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» es cierto o no?, ¿Jesús lo decía en serio o sólo era un modo de animarnos a rezar de vez en cuando?

 

    En principio la respuesta parece que debe ser la de que Jesús hablaba en serio, pero la realidad a veces no parece apoyar esa tesis. La respuesta teológica es clara, pero la vital, que al fin y al cabo es la que más nos interesa, no resulta tan sencilla. Entonces, ¿qué?

 

 

·    Muchas veces, en estos casos, para comprender a Dios, lo mejor es hacerse como niños. Por eso, me gustaría que leyeras con atención el siguiente cuento:

 

§   Había una vez, sobre un colina en un bosque, tres árboles. Con el murmullo de sus hojas, movidas por el viento, se contaban sus ilusiones y sus sueños.

 

- El primer árbol dijo: "Algún día yo espero ser un cofre, guardián de tesoros. Se me llenará de oro, plata y piedras preciosas. Estaré adornado con tallas complicadas y maravillosas, y todos apreciarán mi belleza".

- El segundo árbol contestó: "Llegará un día en que yo seré un navío poderoso. Llevaré a reyes y reinas a través de las aguas y navegaré hasta los confines del mundo. Todos se sentirán seguros a bordo, confiados en la resistencia de mi casco".

- Finalmente, el tercer árbol dijo: "Yo quiero crecer hasta ser el árbol más alto y recto del bosque. La gente me verá sobre la colina, admirando la altura de mis ramas, y pensarán en el cielo y en Dios, y en lo cerca que estoy de Él. Seré el árbol más ilustre del mundo, y la gente siempre se acordará de mí".

 

§ Después de años de rezar para que sus sueños se realizasen, un grupo de leñadores se acercó a los árboles.

 

- Cuando uno se fijó en el primer árbol, dijo: "Este parece un árbol de buena madera. Estoy seguro de que puedo venderlo a un carpintero". Y empezó a cortarlo. El árbol quedó contento, porque estaba seguro de que el carpintero haría con él un cofre para un tesoro.

- Ante el segundo árbol, otro leñador dijo: "Este es un árbol resistente y fuerte. Seguro que puedo venderlo a los astilleros". El segundo árbol lo oyó satisfecho, porque estaba seguro de que así empezaba su camino para convertirse en un navío poderoso.

- Cuando los leñadores se acercaron al tercer árbol, él se asustó, porque sabía que, si lo cortaban, todos sus sueños se quedarían en nada. Los leñadores vieron que su madera no presentaba ninguna cualidad especial, pero uno de ellos dijo: "Yo no necesito nada especial. Me llevará este árbol". Y lo cortó.

 

§   Cuando el primer árbol fue llevado al carpintero, las cosas no sucedieron como él pensaba. El carpintero no hizo con él un bonito cofre para un tesoro, sino un comedero de animales. Lo pusieron en un establo, y lo llenaron de heno. No era esto lo que él había soñado, y por lo que tanto había rezado. Con el segundo árbol se construyó una pequeña barca de pescadores. Todas sus ilusiones de ser un gran navío, portador de reyes, se acabaron. Al tercer árbol simplemente lo cortaron en tablones, y lo dejaron contra una pared.

 

§   Pasaron los años y los árboles ya habían olvidado sus sueños. Pero un día un hombre y una mujer llegaron al establo. Ella dio a luz, y colocaron al niño sobre el heno del pesebre que había sido hecho con la madera del primer árbol. El hombre, de nombre José, querría haber hecho una pequeña cuna para el niño Jesús, pero tuvo que contentarse con ese pesebre. El árbol, sin embargo, sintió que era parte de algo maravilloso, y que se le había concedido tener en su interior el mayor tesoro de todos los tiempos.

 

Años más tarde, varios hombres se subieron a la barca hecha con la madera del segundo árbol. Uno de ellos estaba cansado, y se durmió. Mientras cruzaban un lago, se levantó una tormenta fortísima y el árbol pensaba que no iba a resistir lo suficiente para salvar con vida a aquellos hombres. De pronto despertaron al que estaba dormido. Él se levantó, y dijo: "¡Cállate!", y la tormenta se apaciguó. Entonces el árbol se dio cuenta de que en la barca iba el Rey de reyes.

 

Finalmente, tiempo después, un viernes, se acercó alguien a coger los tablones que habían hecho con el tercer árbol. Unió dos en forma de cruz, y se los pusieron encima a un hombre ensangrentado, que los llevó por las calles de la gran ciudad mientras la gente lo insultaba. Cuando llegaron a una colina, aquel hombre fue clavado en el madero, y levantado en el aire para que muriese en lo alto, a la vista de todos. El árbol estaba triste, pero, cuando llegó el domingo el eco de su resurrección, comprendió que él se había acercado tanto a Dios como le era posible, porque Jesús, el Hijo de Dios, había sido crucificado en él. Ningún árbol ha sido nunca tan conocido y apreciado como el árbol de la Cruz.

 

    Esta es la historia de tres árboles llenos de ilusiones que se encomendaron a Dios con la esperanza de que este les concedería lo que pedían; de tres árboles que por un tiempo llegaron a pensar que Dios no les había escuchado; de tres árboles que al final comprendieron que Dios sí les había escuchado y que Él siempre da mucho más de lo que uno pueda imaginar, aunque el camino seguido no sea el que uno espera.

 

 

·   Querido amigo, cuando Jesús dice: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá», habla en serio, muy en serio. Dios es nuestro Padre y nos ama con amor de padre y de madre. Por ello, aun cuando nos parezca que Dios no nos hace caso y que todo nos sale al revés, debemos estar seguros de que Dios tiene un plan para nosotros. Si confiamos en Él, si vivimos unidos a Él por medio de la oración, la caridad y los sacramentos, la recompensa llega. Quizá muchas veces no coincida con lo que nosotros habíamos imaginado y quizá el camino no sea fácil, pero seguro que al final comprendemos que era lo mejor para nosotros.

 

    Debemos aprender que en realidad el objeto de la oración no es tanto hacer que Dios quiera lo que nosotros queremos como lograr que nosotros queramos lo que Dios desea para cada uno de nosotros, que es lo mejor. En su voluntad reside nuestra paz. Al hijo que pide pan —decía el evangelio— un padre no le da una piedra. «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos!». El sabe lo que nos conviene y cuándo nos conviene recibirlo.

 

    El cardenal Ratzinger en un artículo que escribió a propósito de la canonización de San Josemaría, hablando de la santidad, decía: «el adjetivo «heroico» ha sido con frecuencia mal interpretado. Virtud heroica no significa exactamente que uno hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara». El santo es aquel que busca a Cristo en la oración; que llama a la puerta de los sacramentos; aquel que pide a Dios con confianza que se hagan realidad los grandes ideales que posee; aquel que poniendo todos los medios a su disposición al mismo tiempo es consciente de que el mejor camino para conseguirlo es abandonarse en la voluntad de Dios, confiar en Él, en que Dios sabe más. Acordaos del cuento, de cómo se hacen realidad los sueños de cada uno de los árboles (ser cofre, barco de reyes, signo de Dios): de un modo inesperado, distinto, pero increíblemente grandioso.

 

    No nos es posible saber qué prepara Dios para nosotros; pero debemos tener la seguridad de que sus planes son siempre mucho más sublimes que los nuestros. Piensa en esa joven muchacha de Nazaret que vivía con el ideal de una vida entregada en cuerpo y alma a Dios. Cuántas veces no acudiría María en su oración a Dios pidiéndole que le ayudara en la entrega de su virginidad, y que ayudara también a José a comprender y compartir ese deseo. Ella nunca pudo imaginar que Dios, aceptando su entrega virginal, al mismo tiempo, haría de ella la Madre de Dios. El secreto de María: su entrega, su abandono y confianza en Dios: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu voluntad”. 

 

   Ese es el camino de la santidad. Y tú, ¿quieres ser santo? Un consejo: Sueña alto, pero camina humilde. Te invito a seguir el ejemplo de J. L. Martín Descalzo que decía: «Yo pido a Dios todos los días que me dé el corazón de un idealista (para que siempre arda en mí el deseo de ser más alto, más hondo, más ancho de lo que soy) y la cabeza de un humorista semiescéptico (para no enfurecerme ni avinagrarme cuando cada noche descubro lo poco que en ese crecimiento he conseguido)».

 

Raúl Navarro Barceló      

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