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Breve explicación de la celebración eucarística

·          Ofrecemos este texto con el fin de dar a conocer mejor la estructura y el sentido de la celebración eucarística, de modo que podamos saborear mejor este regalo divino que es fuente y cumbre de la vida cristiana (SC 10). 

Ritos iniciales. 

- Conviene subrayar, en primer lugar, que el altar es el centro de la acción de gracias eucarística. De hecho, en las iglesias más grandes esa centralidad viene subrayada con un baldaquino. El altar representa la presencia de Cristo en medio de nosotros, bajo dos aspectos de un mismo misterio: por un lado, como víctima ofrecida en el ara de la cruz para nuestra salvación y, por otro, como alimento que se nos da en este banquete (CEC 1383).

La importancia de este elemento simbólico viene recalcada por el beso que el sacerdote realiza al comienzo y al final de la celebración como signo de veneración y respeto.

- A continuación, el sacerdote realiza la señal de la cruz y saluda a la asamblea diciendo: «El Señor esté con vosotros» u otra frase similar. De este modo se nos recuerda la presencia de Dios en medio de nosotros y, por ende, que lo que estamos celebrando no es simplemente un acto nuestro, sino una auténtica acción de Dios. Nos reunimos aquí no por iniciativa propia, sino porque hemos sido convocados por Dios (es lo que significa la palabra griega ekklesía: convocados). La Iglesia es el pueblo de Dios llamado a vivir unido a Cristo por el Espíritu.

- Somos convocados para vivir unidos a Cristo, pero –como somos conscientes de que no pocas veces con nuestras acciones y actitudes nos separamos de él– a continuación, sacerdote y pueblo reconocemos nuestros pecados.

Lo hacemos siguiendo el ejemplo del buen ladrón, Dimas, que, teniendo ante sí a Cristo sufriente en la cruz, realizó un perfecto acto de arrepentimiento sabiendo reconocer tanto la inocencia de Cristo como su responsabilidad personal en el mal cometido: «Nosotros, en verdad, estamos justamente condenados, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo» (Lc 23, 40s). Al inicio de la celebración imitamos la actitud humilde del buen ladrón mediante la proclamación del Yo confieso y de la triple invocación a la misericordia divina: Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad; Señor, ten piedad.

- Pero el ejemplo de Dimas va más allá, ya que su arrepentimiento fue acompañado de un profundo acto de fe en Jesús. Junto a él, Dimas tenía a un hombre maltrecho y escarnecido, sin embargo, creyó en Él y en su poder. Tanto que se atrevió a pedirle lo siguiente: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42)[1].

También nosotros, tras reconocer nuestros pecados, confesamos nuestra fe en Dios y lo alabamos mediante la proclamación del himno del Gloria: «Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias, Señor». 

- Finalmente, concluimos estos ritos iniciales mediante la oración colecta. Como su nombre indica, a través de esta oración el sacerdote recoge o colecta las intenciones particulares de todos los que participan de la celebración: por la enfermedad de un familiar o amigo, por la entrevista de trabajo del hijo, por la conversión a la fe de un conocido, por un difunto, etc.; y las dirige a Dios Padre en la comunión del Espíritu Santo. 

·          De este modo nos preparamos para recibir el pan de la palabra y el pan de vida; como Dimas, con humildad y con la esperanza de estar un día con Cristo en su reino. Así sea.

Liturgia de la palabra.

Esta sección se desarrolla fundamentalmente en el ambón, una palabra muy gráfica de origen griego que significa: «lugar al que se sube».

Podemos decir que Cristo, antes de hacerse alimento para el cuerpo en el altar, se hace palabra para el alma. Él habla al corazón del pueblo convocado (ekklesía) a través de las Sagradas Escrituras, de una palabra que ciertamente es antigua, pero también actual, porque Dios siempre tiene algo que decirnos y porque este momento de nuestra vida es único para cada uno de nosotros, diferente a los anteriores en los que hemos escuchado esos mismos pasajes.

La presencia de Cristo en la palabra proclamada se expresa de un doble modo. El primero es similar al reconocimiento que se hace de su presencia en el altar al inicio y final de la celebración: mediante un beso del sacerdote al leccionario al finalizar la lectura del evangelio. El segundo rito lo realiza la asamblea entera mediante el canto del aleluya (alabad al Señor). De pie, «la asamblea de los fieles acoge y saluda al Señor, quien le hablará en el Evangelio» (IGMR 62). Una palabra que precisamente se acoge diciendo: «Gloria a ti, Señor»; y a la que se asiente respondiendo: «Gloria a ti, Señor Jesús». 

Cuando Cristo habla no lo hace tanto para transmitir una idea, como sobre todo para llevarnos a la comunión con el Padre, para ayudarnos a sintonizar nuestra vida con su voluntad, para liberarnos de la esclavitud de los falsos ídolos y poder vivir en la libertad de los hijos de Dios. No se trata de recordar por enésima vez lo que dice, por ejemplo, la parábola del hijo pródigo, sino de que, ayudados por la explicación que pueda dar el sacerdote en la homilía, reflexionar a lo largo del día o de la semana sobre qué dice esa palabra de mí o qué me está diciendo a mí en este momento de mi existencia.

·          Tras escuchar la palabra de Dios, toda la asamblea se pone en pie y proclama el Credo. Es nuestra manera de decir: «Sí, creemos en la Palabra que hemos escuchado y ponemos nuestra confianza en Dios» para intentar hacerla vida. Decimos “sí” con palabras que tienen su origen más remoto en los ritos bautismales de los primeros siglos; palabras que se pronuncian siempre iguales en todas las épocas y en todos los lugares como signo de comunión entre todos los católicos. 

·          Una expresión importante de esa comunión es precisamente la oración universal u oración de los fieles, con la que concluye esta sección de la liturgia de la palabra. Del ejemplo de las cartas apostólicas del NT nace esta oración eclesial que es manifestación del sacerdocio común de todos los fieles y la preocupación por la salvación de todoslos hombres. 

La oración de los fieles nos une a Dios y nos abre más a los hermanos. Nos ayuda, en definitiva, a adquirir los mismos sentimientos de Jesús. Aunque él sea el único mediador entre Dios y los hombres, ha querido contar con nosotros como cooperadores suyos en la redención de la humanidad. La comunidad eclesial, poniendo en acto su fe en la comunión de los santos y en su vocación universal como pueblo sacerdotal, se presenta como la gran intercesora y abogada de todos los hombres en el poder del Espíritu Santo: desde el Papa hasta quienes no conocen a Jesús, desde el que carece materialmente de los más necesario hasta del que lo tiene todo, pero está lejos de Dios. Participar en la eucaristía debe agrandarnos el corazón. Como decía Benedicto XVI, «no puedo tener a Cristo [recibirlo en comunión] sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán» (DC 14).

 

Liturgia eucarística.

La liturgia eucarística comienza con la ofrenda de las especies del pan y del vino bajo las que el misterio pascual de Jesús se hará presente y concluye con una alabanza trinitaria (doxología) con la que reconocemos el inmenso poder de Dios: Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. 

Dado el escaso tiempo del que disponemos, no voy a hacer una explicación de cada una de las partes de la liturgia eucarística, sino a explicar la idea fundamental que la sostiene. 

·          Como cristianos sabemos que entre los acontecimientos de la historia hay uno que sobresale entre todos: lamuerte y resurrección de Jesús. Este acontecimiento –señaló el Papa san Juan Pablo II– «es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes»[2]: la Eucaristía.

Esto es muy importante: la eucaristía no es simplemente el recuerdo de un acontecimiento pasado e irrecuperable, como pueda suceder con la celebración de un aniversario de cumpleaños o de boda. En la santa misa acontece algo único y espectacular: Gracias a la acción del Espíritu Santo, aquí se actualiza el misterio pascual de Cristo, el “sí quiero” irrenunciable de Dios a los hombres, para que nosotros podamos participar de él como si hubiéramos estado presentes en el Gólgota o en el Cenáculo y, así, responder a Dios también con nuestro “sí quiero”.

·          Fue Jesús mismo quien en la Última Cena nos introdujo en este misterio de un modo incruento y sacramental. En el momento de la consagración del pan y del vino escuchamos sus mismas palabras: «Esto es mi cuerpo entregado por vosotros; este es el cáliz de mi sangre… derramada por vosotros».

No es que nosotros seamos los culpables de su muerte, sino que la eucaristía es una acción de Dios en favor nuestro. Hace casi dos mil años fuimos los beneficiarios de su entrega en la cruz y lo seguimos siendo hoy mismo; a la vez que recibimos este don como prenda o anticipo de la transformación global que acontecerá al final de los tiempos.

Justo después de la consagración, el sacerdote dice: «Este es el misterio de la fe»; es decir, “aquí está contenido todo el plan de salvación del género humano”. A lo que el pueblo responde evocando lo esencial de ese plan, junto con el deseo de que un día llegue por fin a su plenitud en la Parusía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!».

·          Siguiendo el ejemplo de Jesús, este gran misterio se celebra bajo la forma de banquete, para poner de manifiesto la fraternidad y la alegría que debe reinar siempre entre los cristianos.

Un banquete en el que se recibe al mismo tiempo una misión, porque Dios entrega sus dones para que seancompartidos con los demás. Por ello, sobre el pan y el vino cada uno de nosotros está llamado a poner su vida, su trabajo, sus luchas y proyectos, para que en el encuentro con Cristo sacramentado Él santifique esa realidad, la multiplique y la haga fructificar en bien de la familia, los amigos, los compañeros de trabajo… de toda la Iglesia. 

Ojalá participemos en la santa misa cada vez con mayor intensidad y conciencia del don que recibimos, para que podamos dar mucho fruto a nuestro alrededor.

 

Rito de la comunión y ritos finales.

La celebración eucarística es el medio instituido por Cristo para participar en el acontecimiento más decisivo de la historia de la humanidad: su muerte y resurrección. Cada vez que participamos en ella, Cristo nos plantea también a nosotros una elección: «¿Estás dispuesto a seguirme, a unirte a mí, a abrazar lo que yo he abrazado desde la cruz?». 

 

Mediante los gestos y las palabras de los ritos finales de la celebración nosotros respondemos afirmativamente a esa trascendental pregunta, tal y como lo hizo el apóstol Pedro.

–          Con la oración del Padrenuestro y el gesto de la paz afirmamos que nuestro corazón y nuestros brazos están abiertos como los de Cristo a las necesidades de los hermanos y al perdón, conscientes de que en Cristo han sido derribadas las barreras que nos dividen y somos parte de una misma familia, la de los hijos de Dios. «No puedo tener a Cristo sólo para mí –decía el Papa Benedicto XVI–; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán»[3]: mi hermano, mi cónyuge, mi compañero de trabajo, mi vecino, etc. Nuestra unión con Cristo sólo será fructífera si recibimos a Cristo como miembros de una comunidad fraterna y no como personas aisladas.

–          El gesto de la fracción del pan tiene gran fuerza simbólica. Del mismo modo que el pan debe partirse para que todos puedan compartirlo, el cuerpo de Jesús tuvo que ser quebrantado en la cruz para que todo el mundo fuera alimentado con la vida de Dios y formásemos un solo cuerpo.

Unidos a Cristo, nosotros también queremos ser ese cuerpo partido por la vida del mundo. Es una llamada a la misión.

–          La posterior invocación al Cordero de Dios nos traslada al libro de Éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto, donde el pueblo judío comió el cordero pascual, que nosotros sabemos que era imagen de Cristo redentor. El sacrificio se convierte en banquete, el altar en la mesa de la fiesta.

«Dichosos los invitados a la cena del Señor», proclama el sacerdote. Esta expresión nos traslada ahora al libro de Apocalipsis, en el que se describe la gran fiesta que Dios ha preparado al final de los tiempos: la fiesta de bodas entre el Cordero y la Iglesia. Los fieles responden haciendo suyas las palabras del centurión romano cuya fe es alabada por Jesús: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme» (Mt 8, 8; Lc 7, 6).

–          La sinceridad de todos estos gestos y palabras nos preparan adecuadamente para el momento de la comunión.Nos acercamos en procesión, manifestando así que somos un pueblo en marcha, que camina y avanza al encuentro futuro con su Señor. El sacerdote levanta la forma y nos dice: «El cuerpo de Cristo»; y respondemos: «Amén; así es». Como Pedro al final del discurso del pan de vida, también nosotros afirmamos que «sólo tú, Señor, tienes palabras de vida eterna”.

–          Hacemos un pequeño salto y nos situamos en el final de la celebración. Así como Cristo, antes de ascender a los cielos, envía a sus discípulos diciendo: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15); ahora también el mismo Cristo, por medio del sacerdote, mediante la expresión «Podéis ir en paz», envía a todos los fieles, para que vuelvan a su vida ordinaria, y en ella anuncien la Buena Noticia con su palabra y sus obras.

En los antiguos templos cristianos se hizo habitual representar sobre la fachada de la entrada el Juicio final como invitación a la responsabilidad en su retorno a lo cotidiano. Aquella imagen les recordaba que debían hacer vida en sus vidas lo que acababan de vivir dentro de la iglesia: ser testigos de la alegría y la esperanza que nace del encuentro con Cristo vivo y resucitado.

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[1] Cf. R. Cantalamessa, “Esto es mi cuerpo”. La Eucaristía a la luz del “Adoro te devote” y del “Ave Verum”, Burgos 2005, pp. 59-77.

[2] Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 11.

[3] Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 14.

 

 

Raúl Navarro Barceló      

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