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Feliz el hijo que es el padre de sus padres

antes de sus muertes

El siguiente texto está sacado de Internet y está atribuido a Fabricio Carpinejar. He realizado algunas modificaciones para incluir tanto al padre como la madre.

 ·           Hay un momento de ruptura en la historia vital de las familias, aquel en el que las edades se acumulan y se superponen y el orden natural ya no tiene sentido: cuando el hijo o hija se convierte en el padre o madre de sus padres.

 

Es cuando uno de ellos se hace mayor y comienza a trotar como si estuviera dentro de la niebla. Lento, impreciso. Es cuando aquellos que te tomaron con fuerza de la mano cuando eras pequeño ya no quieren estar solos. Es cuando aquellos que una vez fueron firmes e insuperables se debilitan y toman aliento por dos veces antes de levantarse de su lugar. Es cuando aquellos que en otro tiempo habían mandado y ordenado hoy sólo suspiran, sólo gimen y buscan dónde está la puerta y la ventana –todo corredor ahora está lejos–. Es cuando aquellos que antes estaban siempre dispuestos y trabajadores ahora fracasan en ponerse su propia ropa y no recuerdan sus medicamentos.

 

 

·           Y nosotros, como hijos, no haremos otra cosa sino que aceptar que somos responsables de esa vida. Aquella vida que nos engendró depende de nuestra vida para morir en paz. Todo hijo es el padre de la muerte de su padres. Tal vez la vejez del padre y de la madre es curiosamente el último embarazo. Nuestra última enseñanza. Una oportunidad para devolver los cuidados y el amor que nos han dado por décadas.

 

Y así como adaptamos nuestra casa para cuidar de nuestros bebés, bloqueando tomas de luz y poniendo corralitos, ahora vamos a cambiar la distribución de los muebles para nuestros padres. La primera transformación ocurre en el cuarto de baño. Seremos los padres de nuestros padres los que ahora pondremos una barra en la regadera. La barra es emblemática; es simbólica. La barra supone inaugurar el “destemplamiento de las aguas”, porque la ducha, simple y refrescante, ahora es una tempestad para los viejos pies de nuestros protectores. No podemos dejarlos ningún momento.

 

La casa de quien cuida de sus padres tendrá abrazaderas por las paredes. Y nuestros brazos se extenderán en forma de barandillas. Envejecer es caminar sosteniéndose de los objetos; envejecer es incluso subir escaleras sin escalones. Seremos extraños en nuestra propia casa. Observaremos cada detalle con miedo y desconocimiento, con duda y preocupación. Seremos arquitectos, diseñadores e ingenieros frustrados. ¿Cómo no previmos que nuestros padres se enfermarían y necesitarían de nosotros? Nos lamentaremos de los sofás, las estatuas y la escalera de caracol. Lamentaremos todos los obstáculos y la alfombra.

 

            Feliz el hijo que es el padre de su padre antes de su muerte, y pobre del hijo que aparece sólo en el funeral y no se despide un poco cada día .

 

Mi amigo Joseph Klein acompañó a su padre hasta sus últimos minutos. En el hospital, la enfermera hacía la maniobra para moverlo de la cama a la camilla, tratando de cambiar las sábanas cuando Joe gritó desde su asiento: –Deja que te ayude. Joe Reunió fuerzas y tomó por primera vez a su padre en su regazo. Colocó la cara de su padre contra su pecho. Acomodó en sus hombros a su padre consumido por el cáncer: pequeño, arrugado, frágil, tembloroso. Se quedó abrazándolo por un buen tiempo, el tiempo equivalente a su infancia, el tiempo equivalente a su adolescencia, un buen tiempo, un tiempo interminable. Meciendo a su padre de un lado al otro. Acariciando a su padre. Calmando él a su padre. Y decía en voz baja: –¡Estoy aquí, estoy aquí, papá!

 

Lo que un padre o una madre quieren oír al final de su vida es que su hijo está ahí para él o ella.

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