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Del amor conyugal.

Una realidad preciosa que exige sacrificio.

·          El actor inglés Sir Alec Guinness, ganador de un Oscar de la Academia del Cine (El puente sobre el río Kwai) y conocido por el papel de maestro Obi-Wan Kenobi en La Guerra de las Galaxias, cuenta que durante su proceso de conversión a la Iglesia Católica, decidió en un momento concreto retirarse unos días en un monasterio trapense para meditar. Durante su estancia allí uno de los monjes tenía el encargo de hablar con él siempre que lo quisiera. Un día el monje,  con cierto tono de curiosidad, le preguntó al actor qué pensaba él que era lo más difícil en la vida de un monje. El actor respondió inmediatamente: «Los otros monjes». El monje, un poco sorprendido al inicio, acabó por lanzarle una mirada burlona al actor mientras asentía con la cabeza.

 

                Lo cierto es que la convivencia entre personas que comparten mucho tiempo, sean las que sean, siempre es complicada. El matrimonio no es una excepción. Todos sabemos y tenemos experiencia de que la realidad concreta de la vida matrimonial no es algo sencillo. Aceptar a lo largo de los años los defectos y manías del otro, sacrificar gustos personales, comprender y aceptar un punto de vista diferente, y a veces incluso opuesto, u ofrecer y aceptar el perdón no es algo sencillo. El matrimonio es eso y mucho más... es sentimiento, voluntad e inteligencia; es pasión y templanza; es saber dar y saber recibir; saber escuchar (atención los esposos), callar y hablar en el momento adecuado, etc. Amar, en definitiva, no es algo sencillo.

 

Es más, no ser consciente de la dificultad que entraña cualquier relación y caer en la idealización del matrimonio pensando que existe el príncipe azul o la princesa prometida (o el obispo santísimo o el párroco perfecto) sería un grave error y el medio más rápido para pegarse el tortazo de la desilusión en poco tiempo, por haber sido previamente un iluso. Porque sencillamente, no existen ni el príncipe azul ni la princesa prometida.

 

Hace tiempo leí en un periódico una entrevista a una poetisa polaca en la que contaba que una vez se enamoró de ella un chico muy tímido. Tan tímido que en lugar de hablarle le escribía cartas. En una de ellas le decía: «Por ti cruzaré los mares, subiré la montaña más alta, atravesaré el desierto,…», etc. En fin, todas esas cosas que sólo un enamorado es capaz de decir. Sin embargo, para desolación de la amada, después de toda esa muestra de valentía y amor, el chico concluía la carta diciendo: «Mañana estaré bajo tu balcón, si no llueve». En ese mismo instante, la chica llegó a la conclusión inequívoca de que aquel joven no sería el hombre de su vida. ¿Por qué? Sencillamente, porque, a pesar de sus hermosas palabras e intenciones, la realidad era que aquel chico no era capaz de sacrificarse por ella. Desgraciadamente, hoy día hay muchas personas que podrían identificarse con este joven. La realidad es que el amor tiene más dosis de esfuerzo y sacrificio que de película de color de rosa y sentimentalismo.

 

            Y aún así… el amor conyugal está llamado a ser una realidad preciosa y junto a la fe el mayor de los tesoros que unos esposos llevan entre sus manos: la mutua entrega de la vida que un día se ofrecieron. Un tesoro que merece la pena cuidar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

·          Uno de los grandes problemas de nuestro tiempo quizás sea el excesivo bombardeo de casos negativos al que nos estamos acostumbrando: la televisión nos presenta continuamente separaciones de famosos y famosillos y en nuestras familias posiblemente todos tengamos situaciones similares. Precisamente por ello se hace necesario, hoy más que nunca, volver a proponer la belleza del amor conyugal como verdadera fuente de gozo, como el mejor de los tesoros.

 

          Para la fe cristiana hay un pasaje primordial para la comprensión de nuestro propio ser y de la realidad del matrimonio: la creación del ser humano. En el libro del Génesis se dice que el hombre y la mujer están llamados a formar una sola carne (Gn 2,24). El matrimonio no es –como dicen algunos jóvenes hoy día– un papelito o un simple pacto entre personas; es la entrega mutua y total de dos personas que se comprometen. Casarse significa precisamente pasar de la primera persona del singular, «yo», a la primera persona del plural, «nosotros», sin dejar de ser uno mismo. Algo similar a cuando recibimos a Cristo en la comunión: nos unimos a él sin dejar de ser nosotros mismos y Cristo ser Cristo.

 

Cuando me invitan a celebrar una boda, suelo decirles a los novios que no se casan para ser felices (momento en el que miran sorprendidos), sino para hacerse felices el uno al otro. Son cosas muy distintas. Dónde no hay entrega generosa, la unión será sólo superficial y fácilmente resquebrajable.

 

Aquellas personas casadas que al hablar de su vida durante un largo tiempo sólo utilizan el pronombre «yo» y apenas mencionan a su esposa o esposo no han llegado a ser verdaderamente «cónyuges», es decir, personas que por amor comparten un mismo yugo. Es como si un sacerdote no hablara de Dios. Nos parecería que ahí hay algo que falla.

 

Las comparaciones siempre son odiosas. Pero, aprovechando la etimología de la palabra, imaginaos dos bueyes que, estando bajo el mismo yugo, no coordinasen sus movimientos, sino que cada uno actuara por cuenta propia, acelerando o parándose, andando a la derecha o a la izquierda. Acabarían cansados, extenuados. Eso es precisamente lo que les sucede a muchas parejas: acaban cansándose. Pero no tanto el uno del otro, sino cansados por no encontrar un ritmo de vida en común; cansados no porque se vean todos los días, sino porque cada uno va a su aire, a su bola.

 

·        Para que un matrimonio sea fuente de gozo para los cónyuges es necesario que estos se miren con misericordia, acepten las tonterías y manías del otro (que crecen con el tiempo), se pidan perdón y renueven con sinceridad el deseo de cuidar del tesoro que cada uno de ellos lleva en sus manos como en vasijas de barro. Es necesario que sus corazones latan a un mismo ritmo y caminen en la misma dirección.

 

 

Raúl Navarro Barceló     

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