La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
Sobre el culto de veneración a la Virgen María
· En cierta ocasión tocaron a la puerta de la casa de mis padres un par de señoritas que eran testigos de Jehová. Sin mediar presentación, Biblia en mano, empezaron a hablarme de lo mal que está el mundo. Antes de que siguieran con la retahíla de frases bíblicas aprendidas de memoria, pero sin mucho sentido, y terminaran anunciándome el inminente fin del mundo —que, por cierto, ya han anunciado en varias ocasiones sin mucho éxito—, yo les advertí que era sacerdote.
Pensaba yo que esa era una manera educada de conseguir que se fueran, pero una de ellas lejos de desanimarse se interesó más y empezó a preguntarme cosas sobre la fe católica, que evidentemente ella desconocía por completo.
Del diálogo que se estableció en el umbral de la puerta de mi casa hay un momento que creo puede resultar interesante traer a colación: aquel en el que los católicos fuimos acusados de ser unos idólatras por adorar a los santos, especialmente a la Virgen María, a la que —decían— parecemos querer más que al mismo Dios.
- Lo primero que hice fue aclararles las cosas: «Para el carro –le dije–. Nosotros no adoramos a la Virgen ni a los santos, sino que los veneramos. Son cosas muy distintas».
La veneración por los santos y por la Virgen en especial es simplemente una muestra de amor, respeto y admiración hacia aquellos que están junto a Dios; y la Virgen lo está de un modo muy especial, porque ella es la Madre de Jesucristo.
Adorar, en cambio, sólo adoramos a Dios. Adorar a Dios es reconocer nuestra dependencia absoluta respecto a Él, alabándolo y exaltándolo por encima de todo lo creado, tal y como hace precisamente María en el canto del Magníficat (Lc 1,46-55): «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava… Su nombre es santo…» (cf. CEC 2097).
Ese es el espíritu que nos mueve a decir en las celebraciones eucarísticas: «Gloria a Dios en el cielo… Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias, Señor Dios, Rey celestial,… porque sólo tú eres Santo, sólo tú Señor…».
Una de las chicas creo que más o menos lo entendió, ya que me preguntó: «¿Por eso os arrodilláis ante esa cajita que hay en las iglesias?». Efectivamente. Los católicos nos arrodillamos ante Cristo presente en el sagrario, no ante una imagen de la Virgen. Frente a ella simplemente inclinamos respetuosamente la cabeza. Porque es Cristo a quien adoramos, no a la Virgen.
- Aclarados estos conceptos fundamentales, el siguiente paso era hacerles ver que el culto a la Virgen hunde sus raíces en la propia Biblia.
Cuando Isabel escucha el saludo de María y experimenta que el hijo que lleva en su seno salta de gozo, movida por el Espíritu Santo exclama: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno» (Lc 1, 42). Aquí se enraíza la devoción mariana. Una devoción que nace con el Evangelio y que ha hecho realidad aquellas palabras proféticas del himno con las que la misma Virgen María responde a su prima: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1, 48).
Así pues, la Iglesia, al venerar a María, no ha inventado nada “raro” o “ajeno” a la Escritura, sino que ha hecho vida lo que en ella está escrito. Veneramos a María no porque su naturaleza sea divina, sino por las maravillas que Dios hizo en ella.
Un pastor protestante convertido al catolicismo se lo explicaba así a su mujer, todavía no católica: «¿Has ido alguna vez a un museo donde un artista esté exponiendo sus obras? ¿Crees que se ofendería si te entretuvieses mirando la que él considerara su obra maestra? ¿Se resentiría porque te quedas contemplando su obra en lugar de contemplarle a él? ¿Acaso te diría: ¡Oye!, ¡es a mí a quien tienes que mirar!? No. Todo lo contrario. El artista no sólo no se sentiría ofendido, sino que se sentiría honrado por la atención que le estás prestando a su obra. Pues bien, María es la obra maestra de Dios, su obra por excelencia, de principio a fin»[1].
El Papa Benedicto XVI llegó incluso a decir: «nosotros no alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la "Santa" que se convirtió en su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios sólo se nos manifiesta en toda su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero espejo de su luz. Y precisamente viendo el rostro de María podemos ver mejor que de otras maneras la belleza de Dios, su bondad, su misericordia. En este rostro podemos percibir realmente la luz divina»[2].
María es como la luz de la luna. Ella brilla porque refleja la luz del sol; su resplandor no quita ni añade nada a la luz del sol, pero ¡qué hermoso es el reflejo de la luna!; ¡qué hermosa y atractiva es la Virgen María: Hija, Esposa y Madre de Dios! Invadida de Dios; llena de luz. Por todos los costados reflejo de Dios.
· No sé si estos argumentos llegaron a convencer a las dos chicas que llamaron ese día a la puerta de la casa de mis padres, pero espero al menos que sirvan a otras personas a entender y vivir mejor la devoción a María, Madre de Cristo y Madre nuestra.
Raúl Navarro Barceló
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[1] Cf. Scott y Kimberly Hahn, Roma, dulce hogar, Madrid, p. 161.
[2] Benedicto XVI, Homilía en el día de la Asunción (15-08-2005).