La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
¿Por qué las mujeres no pueden ser sacerdotes?
· Según el Derecho de la Iglesia Católica «sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación» (CIC 1024; CEC 1577). Esta praxis es sin duda una de las razones que más suele esgrimirse por personas no creyentes contra la Iglesia Católica cuando se le acusa a ésta de ser una institución machista. Más aún cuando hoy día todas las Iglesias nacidas de la Reforma de Lutero y la Iglesia anglicana admiten a las mujeres como pastoras de sus comunidades e incluso como obispos.
Si tras siglos de marginación en muchos aspectos de la vida social, la mujer de hoy ha conseguido el reconocimiento mayoritario de la sociedad (al menos en occidente) como sujeto de la misma dignidad y derechos que el varón, parece lógico que también en el ámbito eclesial tenga lugar ese reconocimiento y se permita el acceso a la mujer al ministerio sacerdotal. Y ciertamente no es esta una reivindicación que sólo venga alentada por personas contrarias a la fe, sino que dentro de la misma Iglesia hay gente sincera y piadosa que comparte esta idea.
Lo cierto es que a primera vista, la lógica racional parece estar del lado de las personas que defienden este cambio en la praxis eclesial. Resulta justo hablar de igualdad de derechos del varón y de la mujer en la sociedad civil, en base a su condición inviolable de personas. Al mismo tiempo el Concilio Vaticano II recordó también la igualdad radical de todos los fieles en Cristo: igualdad en su común dignidad de hijos de Dios por la gracia del bautismo, igualdad en el sacerdocio común de todos los fieles, igualdad en la vocación universal a la santidad, igualdad también del deber fundamental de cooperar activamente en la salvación de las almas. Todos los fieles –varón o mujer– han sido igualmente regenerados por Cristo en el bautismo y hechos participes de su misión salvadora.
Por otro lado, la llegada de la mujer al orden sacerdotal podría paliar la falta de vocaciones. Nadie hoy día puede sostener una inadecuación de la mujer para desempeñar este papel por razones de falta de piedad, entusiasmo, conocimiento o cualquier otra cualidad. Luego, ¿qué otra cosa, salvo el prejuicio engendrado por la tradición, impide el acceso de la mujer al orden sacerdotal? Es cierto –dirán los defensores de esta tesis– que Cristo eligió sólo hombres dentro del grupo de los apóstoles. Pero –responden ellos– lo haría movido por los condicionamientos sociales de la época. La elección de varones sería simplemente un hecho histórico superable, apoyado además por el hecho de que a pesar de todo en la primitiva cristiandad se confirieron determinados ministerios a mujeres.
En definitiva, parece que el sentido común estaría a favor del cambio. Entonces «¿por qué las mujeres no pueden ser ordenadas sacerdotes en la Iglesia Católica?
· Intentemos entender las razones que llevan al Magisterio de la Iglesia a seguir manteniendo de manera firme la exclusividad del varón en el acceso al orden sacerdotal e incluso a haber hecho una declaración magisterial solemne al respecto.
— Antes de nada, conviene subrayar que, a pesar de todas las posibles actitudes machistas que efectivamente haya podido haber en el seno de la Iglesia a lo largo de los siglos y de las afirmaciones que en este sentido puedan haber sostenido diversos teólogos de la Iglesia, la exclusión de la mujer del orden sacerdotal no procede de un desprecio ontológico hacia la naturaleza de la mujer. El magisterio de la Iglesia nunca se ha pronunciado en este sentido.
Algunas personas usan la fe cristiana como una especia de chivo expiatorio sobre el que cargar el origen de todos los males actuales de la sociedad: desde las guerras entre naciones a la degradación del medio ambiente. Entre ese abanico de males, por supuesto, estaría también el machismo de la sociedad. Olvidan por completo el pensamiento que a propósito de la mujer defendían los grandes filósofos griegos, quienes no dudaron en sostener la inferioridad o defectuosidad de la naturaleza de la mujer respecto al varón en sus escritos[1]; o que todo judío varón decía tres veces al día: «Bendito seas tú, Señor, porque no me has hecho gentil, mujer o esclavo».
Bien puede decirse que la actitud y las palabras de Jesús hacia las mujeres, a las que incorporó incluso al grupo de discípulos que le seguían de cerca (Lc 8,1-3), irrumpen en ese contexto histórico y cultural como un planteamiento novedoso, puede decirse incluso que hasta revolucionario. Los mismos apóstoles mostraran asombro ante la escena de Jesús hablando a solas con la mujer samaritana en el pozo de Sicar (Jn 4,27).
Cada cristiano no deja de ser hijo de la época en la que ha nacido, de estar condicionado por la cultura y las tradiciones de la misma y de tener miserias personales. Por lo tanto, no es nada extraño, sino lo más normal del mundo que el pleno reconocimiento de la mujer, como tantas otras cosas que forman parte del mensaje vivo de Cristo, se abriera paso con dificultad también en el seno de la Iglesia y que el pensamiento erróneo respecto a la mujer de los grandes filósofos griegos (pero certero en tantas otras cosas), en especial de Platón y Aristóteles, influyera en las ideas de grandes teólogos cristianos.
Y aún así, con todos sus defectos, la Iglesia desarrollará desde sus inicios una profunda admiración hacia la figura de una mujer: María, la madre de Jesús, y no duda en proclamarla la criatura más excelsa de la creación; contara con las mujeres para ejercer diferentes ministerios en el seno de las comunidades cristianas; y afirmará, en caso de necesidad, la capacidad de cualquier laico, varón o mujer, de bautizar, guardando la forma y la intención de la Iglesia (cf. DZ 696). Difícilmente se admitirían estas cosas en caso de que la mujer fuese considerada de naturaleza inferior al varón.
Por otro lado, aunque ciertamente la mujer no ocupara puestos de responsabilidad jerárquica en la Iglesia, no puede negarse el hecho de que a lo largo de su historia siempre hubo mujeres a las que obispos, cardenales y Papas admiraban y escuchaban con admiración y respeto. Caso, por ejemplo, de santa Catalina de Siena, santa Teresa de Jesús o santa Brígida de Suecia.
— Sea como sea, lo que es evidente es que el desarrollo de la doctrina magisterial ha conducido a una cada vez más clara definición de la radical igualdad de la dignidad del varón y la mujer, creados a imagen de Dios.
Ahora bien –y creo que esto es algo clave en la cuestión del acceso de la mujer al orden sacerdotal– igualdad no significa “intercambiabilidad”. La igualdad radical entre varón y mujer no tiene nada que ver con el tipo de igualdad que implica que los iguales son intercambiables, como si fueran meras figuras geométricas o fichas. La sexualidad no es un accidente externo, histórico o cultural, sino una realidad intrínseca que afecta a todas las dimensiones del ser y del obrar humano: biológico, psíquico o espiritual. Buena prueba de ello es que nuestro lenguaje para referirse a la dualidad de sexos, en el caso del ser humano, más allá del par macho-hembra, haga uso del par “varón-mujer”. Los términos macho y hembra sólo significan las modalidades sexuales distintas, pero no abarcan la existencia de seres personales en ellas. Así pues, varón y mujer son iguales en dignidad y al mismo tiempo diversos, complementarios: la diferencia de ambos sexos se constituye y se proyecta en las personas como un espacio de interacción mutuamente enriquecedora.
El hecho decisivo respecto al orden sacerdotal es que la igualdad entre varón y mujer no es un argumento de peso en favor del sacerdocio de las mujeres, porque no se trata de intercambiar fichas. El orden sacerdotal es un don de Dios, un don inmerecido que no puede exigir ni el varón ni la mujer; no es un derecho de la persona. «Nadie se arrogue esa dignidad, si no es llamado por Dios, como Aarón» (Hb 5,4), advertirá el autor de la epístola a los hebreos.
El orden sagrado no está en la línea de los derechos de los fieles, no es un desarrollo normal del sacerdocio común de todos (entre el sacerdocio común y el ministerial hay una diferencia esencial, no sólo de grado). «El sacerdocio, en efecto, no es una conquista humana o un derecho individual, como piensan muchos actualmente, sino que es un don que Dios da a cuantos ha decidido «llamar», para «estar con él», en el «servicio a su Iglesia». Perder de vista esta dimensión vocacional equivaldría a confundir todo y hacer del sacerdote un funcionario y no un hombre que desarrolla un ministerio en el signo de la gratuidad plena»[2]. Esto no se opone a la igualdad fundamental de los fieles, ni divide a los cristianos en dos categorías: argumentar de otro modo conduciría a un clericalismo demagógico, que lleva a concebir el sacerdocio ministerial como un ascenso en el escalafón eclesiástico.
— Desde esta perspectiva el hecho histórico que fundamenta la doctrina de la Iglesia acerca del acceso único del varón al sacramento del orden es que Jesucristo llamó a los que quiso (Mc 3,13), y no puede pasarse por alto el hecho de que no eligió entre los doce apóstoles a ninguna mujer, cuando es evidente que podía haberlo hecho, ya que a su lado iban siempre algunas mujeres –algunas más fieles y enérgicas que los apóstoles, como se verá en el momento de la pasión–; y, por otro lado, no era rara la figura de las sacerdotisas o vestales en otras religiones de la época.
Los propulsores del sacerdocio femenino argumentan que Cristo eligió sólo hombres influido por los condicionamientos sociales de la época. Por consiguiente, la elección de varones sería simplemente un hecho histórico superable. Pero ese planteamiento no reconoce el hecho de que los Evangelio dan testimonio más que suficiente de la superioridad de Cristo sobre los condicionamientos externos. ¿Por qué Jesucristo no eligió a ninguna mujer? No lo sabemos.
Por otra parte es gratuito afirmar que la elección exclusiva de varones fue un hecho y no una manifestación de la voluntad expresa y perdurable de Jesús: la Revelación, como nos recuerda la Constitución Dei Verbum del Vaticano II, «se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras; y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas» (DV 2).
— Junto a la Escritura tenemos el testimonio de la Tradición de la Iglesia. Si Cristo no eligió a mujer alguna para desempeñar una función sacerdotal, tampoco lo hicieron los apóstoles al designar a sus sucesores, y así sucesivamente. Desde los primeros tiempos la Iglesia ha ordenado sólo varones por fidelidad a la voluntad fundacional de Jesucristo. Aquellas mujeres que aparecen como diaconisas en los primeros siglos de la Iglesia sólo realizaban oficios asistenciales, de preparación catequética, etc. No hay precedente alguno sobre el sacerdocio de la mujer.
— En ocasiones una concepción excesivamente humana de la Iglesia conduce a la idea de que ésta pudiera actuar rectificando su esencia constitutiva. Pero lo cierto es que la Iglesia no puede pretender hacerse creíble o aceptable a los hombres a base de dejar de ser lo que es, de ser fiel al depósito de fe recibido de Cristo y de los apóstoles, aunque con ello su proceder sea considerado por muchos un escándalo o una necedad (cf. 1Co 1, 23).
En este sentido hay que tener presente qué es un sacramento, porque al fin y al cabo, para la Iglesia Católica (no así para las Iglesias derivadas de la separación de Lutero) el orden sacerdotal es un sacramento. El Catecismo de la Iglesia lo define del siguiente modo: «Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia, por los cuales nos es dispensada la vida divina» (CEC 1131).
Si los sacramentos confieren la gracia, la vida divina, es fácil comprender que corresponde a Dios y no a los hombres determinar el modo en el que esto ha de tener lugar. Sólo Dios puede dotar a unos signos concretos de la capacidad de hacer realidad algo que está más allá de ellos: en este caso, transmitir la gracia.
La Iglesia recibe de Cristo este don que le ha sido confiado. Atención a esta última palabra. Porque, en tanto que se le confía, se le atribuye una función de guarda, pero no de autoridad de cambio. Por ello, la Iglesia no puede cambiar nada de lo que haga referencia a la esencia del signo sacramental; no tiene autoridad sobre la estructura íntima (materia y forma) de los sacramentos que a ella han sido confiados por Cristo[3]: no puede cambiar el agua como elemento a través del cual administrar el bautismo o el pan de trigo y el vino de vid para la eucaristía. Respecto al sacramento del orden, la cuestión es si el hecho de ser varón forma parte esencial del sacramento o más bien es un elemento accidental que la Iglesia podría cambiar. Por las razones expuestas anteriormente, siguiendo la Escritura y la Tradición, el Magisterio de la Iglesia ha propuesto de un modo unitario y permanente la exclusividad del acceso al orden sacerdotal para los varones.
— Movidos por el interés de esta cuestión y el razonable deseo de aquellas personas que proponían de buena voluntad el acceso de la mujer al orden sacerdotal, a lo largo del siglo XX los Papas crearon comisiones de estudio para profundizar del modo más serio posible en este tema desde los diversos puntos de vista: teológico, histórico, bíblico, etc. Finalmente llegaron a la conclusión de que no se sienten con la capacidad o facultad de cambiar esta realidad; de cambiar el comportamiento de Jesucristo, de los apóstoles y de sus sucesores.
Fue el Papa Juan Pablo II quien finalmente declaró de manera solemne que el sacerdocio está reservado únicamente al varón a través de la Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis. En ella se afirma lo siguiente: «Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (n. 4)[4].
El hecho de que la Iglesia actúe de este modo, explicaría su sucesor, el Papa Benedicto XVI, «es un acto de obediencia, una obediencia tal vez ardua en la situación actual. Pero justamente esto es importante, que la Iglesia muestre que no somos un régimen arbitrario. No podemos hacer lo que queremos, sino que hay una voluntad del Señor para nosotros a la que hemos de atenernos aun cuando, en esta cultura y en esta civilización, resulte arduo y difícil»[5].
· La exclusión de la mujer al acceso al orden sacerdotal no quita el deber de la Iglesia de buscar siempre nuevas formas de promover el papel de la mujer en el seno de la Iglesia, de modo que ésta se enriquezca con su sabiduría y visión de la realidad. Se han dado pasos en este sentido: se ha fortalecido, por ejemplo, el estudio de la teología entre las mujeres, su participación en las consultas y en la elaboración de las decisiones en los Consejos y Sínodos diocesanos y en los Concilios particulares, pero es un camino que con la ayuda del Espíritu Santo todavía la Iglesia tiene que recorrer.
Raúl Navarro Barceló
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[1] Pitágoras, por ejemplo, afirmaba: «Hay un principio bueno que ha creado el orden, la luz y el hombre, y un principio malo que ha creado el caos, las tinieblas y la mujer».
[2] R. Fisichella, La nueva evangelización, Santander 2012, p. 103.
[3] En la materia (la serie de acciones sensibles relativas al uso o bien de elementos materiales como el agua, aceite, pan, vino; o bien de otro género, como la imposición de las manos, la confesión de los pecados, etc.), según la común estimación de los hombres. En la forma (las palabras que se pronuncian), según si las palabras son o no aptas para manifestar el sentido de la acción. Para bautizar, por ejemplo, no sería válido usar estas palabras: «Yo te bautizo en nombre de Dios creador de todas las cosas, amigo de los hombres y espíritu que nos acompaña».
[4] Cf. Pablo VI, Inter Insigniores (1976). La solemnidad de esta declaración ha sido corroborada por la Congregación de la Doctrina de la Fe en fecha de 28 de octubre de 1995. El texto dice así (link):
«Pregunta: Si la doctrina que debe mantenerse de manera definitiva, según la cual la Iglesia no tiene facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres propuesta en la Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis, se ha de entender como perteneciente al depósito de la fe.
Respuesta: Sí.
Esta doctrina exige un asentimiento definitivo, puesto que, basada en la Palabra de Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde el principio, ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal (cf. Lumen gentium, 25,2). Por consiguiente, en las presentes circunstancias, el Sumo Pontífice, al ejercer su ministerio de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32), ha propuesto la misma doctrina con una declaración formal, afirmando explícitamente lo que siempre, en todas partes y por todos los fieles se debe mantener, en cuanto perteneciente al depósito de la fe.
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, durante la Audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto, ha aprobado la presente Respuesta, decidida en la Reunión ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación».
[5] Benedicto XVI, Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald, Barcelona 2010, p. 159.