La alegría de la fe
© by Raúl Navarro Barceló
Cuando se confunden las cosas
y al sexo se le llama amor
En una de las novelas del escritor ruso León Tolstoi (1828-1910), Sonata a Kreutzer, su protagonista, Poznichev, refiere los acontecimientos que le llevaron al asesinato de su esposa. En su análisis, el esposo asesino menciona que la causa fundamental de la muerte de su amada fue el amor carnal y desenfrenado que acostumbra a regir las relaciones sexuales. La humanidad ha entronizado la carne y llama «amor» a lo que es simplemente puro atractivo sexual; en consecuencia, el verdadero amor de pareja ha quedado herido de muerte.
Tomando pie de esta novela, el escritor y sacerdote español José Luis Martín Descalzo (1930-1991) redactaba el siguiente artículo, poniendo de relieve el daño que la sexualización del amor acarrea en las relaciones de pareja, pero corrigiendo a Tolstoi en su solución [J. L. Martín Descalzo, Razones, Salamanca 2001, pp. 737-740].
· Dos seres que se han elegido para amarse se odian. ¿Por qué? ¿Qué veneno ha emponzoñado su amor? Un mundo que les ha enseñado que el deseo lo es todo, que todo debe subordinarse a él, que el vicio es lo normal entre los hombres.
Viejo ya, Poznichev, el asesino, contará la historia que le condujo a la sangre. Había sido educado para «vivir como un vicioso, es decir, como todo el mundo». Se había entregado al vicio «decentemente, juiciosamente». Tener con una mujer relaciones físicas sin tener relaciones morales, sin verdadero amor, era algo que sus camaradas veían «como un mérito, una valentía». Para la sociedad, aquellas caídas eran «la cosa más legítima y la más saludable de las funciones, la más natural y hasta la más inocente de las diversiones de un muchacho joven». Por eso se había dedicado a «este vicio, como había empezado a beber o a fumar». No se había dado cuenta de que «ser libertino es un estado físico parecido al de morfinómano o al de borracho», porque el hombre «que ha conocido varias mujeres para sólo su placer, ya no es un hombre normal, sino un libertino, alguien que siempre verá a la mujer como un objeto».
Para Tolstoi todo conspira en el mundo para conseguir esa sexualización del amor: las comidas excesivas, la ociosidad de los jóvenes, los vestidos de las mujeres, la obsesión de los padres por casarlas. Todo ello forma la impura máscara de «el amor».
Por eso el protagonista de la historia el día que se casa con una muchacha –que en la novela no existe como persona, sino como puro objeto deseado, hasta el punto de no tener siquiera nombre–, aunque crea casarse con ella precisamente porque es pura e ingenua, lo que en definitiva buscará no es otra cosa que su carne, sin que nada verdaderamente espiritual les una. «El amor –contará años más tarde– tiene reputación de ser una cosa espiritual y no sensual. Por tanto, siendo el amor espiritual y sus relaciones espirituales, estas relaciones deberían traducirse en palabras, en pláticas, en conversaciones. No hubo nada de eso. Cuando nos encontrábamos solos pasábamos grandes apuros para encontrar de qué hablar». Así que llenaron su noviazgo de cosas materiales: de la preparación de la casa, la cama, los vestidos, la ropa interior, todo cuanto, en definitiva, les preparaba para el gran desencanto.
Éste, en la novela de Tolstoi, llega enseguida en «la famosa luna de miel», pues ya la primera noche lo único que «experimentan es mortificación, vergüenza, repugnancia, piedad y sobre todo aburrimiento, un aburrimiento mortal».
E inmediatamente comenzarán las riñas. «La llamo riña, aunque no lo fue, pues era sencillamente la revelación del abismo que existía entre nosotros. El amor se había extinguido una vez que la sensualidad había sido satisfecha y habíamos quedado el uno frente al otro, con nuestros verdaderos sentimientos, es decir, dos egoístas, dos extraños, deseosos de obtener el uno del otro la mayor cantidad posible de placer».
Luego vendría la larga y lenta crecida del odio progresivo. Y ya sólo sería necesaria la chispa de los celos para conducir al estallido y a la muerte. Sólo después de cometido el crimen dirá el protagonista: «Después contemplé su rostro golpeado y amoratado, y por primera vez, olvidando mi persona, mis derechos, mi orgullo, vi en ella una criatura humana».
Ésta es la clave de la historia. Poznichev y su mujer han convivido una serie de años, pero «no se han visto», no se han visto como seres humanos. Se han tapado el uno al otro con su carne, con su orgullo, con sus supuestos «derechos» personales.
· La novela de Tolstoi es, desde luego, una caricatura del amor. Pero, desgraciadamente, confusiones como ésta son demasiado frecuentes. Y parece que tiendan a crecer en nuestro mundo, que hasta llama «hacer el amor» al simple acto físico realizado sin amor alguno, tal vez entre desconocidos.
Y lo grave es que la corrupción no puede ser denunciada sin que alguien te acuse de «falso moralismo», de manga estrecha. Nunca como hoy se encontró normal el «comercio» carnal. Se invita a los muchachos a experimentarlo casi como una garantía de que su amor será verdadero más tarde. Probar el «amor» —dicen— es como comer un helado, algo que no deja huellas. Sin descubrirles que el amor es algo demasiado importante como para que puedan desviarse sus primeros pasos.
· Pero hay que decir en seguida que si el análisis de Tolstoi es certerísimo, ya no lo es tanto su diagnóstico. Para él la única solución para salvar el amor es liberarle de la carne, entrar en la pura abstinencia. Y esto se presenta y reboza con frases evangélicas mal entendidas.
Mas para el cristiano el mal no está en la carne, sino en la carne sin amor. Para el cristiano el sexo no es «una servidumbre animal, sucia y horrorosa», sino uno de los caminos para el encuentro total de dos seres, alma y cuerpo. Puede haber una infinita belleza y pureza en el encuentro de dos seres cuando lo que se encuentra es la totalidad del alma y cuerpo, como mutua donación, desde el muto respeto, en el mutuo reconocimiento como seres humanos [lo cuál sólo acontece cuando esa entrega total ha tenido lugar a través del matrimonio]. El peligro no es la carne —tan creada por Dios como el alma—; el peligro está en el desorden de la realidad, en la carne, que tapa y devora al alma; el riesgo está en la pasión, que se traga a la inteligencia y a la voluntad y que termina por hacer verdadera la afirmación de Saint-Exupéry: «La pasión acerca los cuerpos y aísla las almas».
La solución no está en un odio puritano al cuerpo, sino en el verse como personas, en buscar en el amado no el placer para mí, sino la perfección y la verdad para ambos. Ese amor conduce a la verdadera compañía. El simple placer engendra siempre soledad. Y acaso odio y muerte.
J. L. Martín Descalzo