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Arte y Fe

Cátedra de san Pedro

  Esta monumental obra de un ya anciano Bernini ha quedado como uno de los paradgimas del arte barroco. Combina el bronce y el mármol con estuco, luz y cristal. Podría considerarse la culminación de todo el arte lleno de luz y movimiento de Bernini. 

 

  En el interior de esta gran pieza de bronce se guarda un antiguo sitial de madera llamado: La cátedra de Pedro, porque se pensaba que la había utilizado el apóstol, aunque en realidad es de época posterior.

 

  La cátedra es el lugar desde el cuál se imparte un magisterio y simboliza la misión de enseñar que tienen los obispos y especialmente el Papa. Las cuatro colosales figuras que sostienen la cátedra son: san Agustín, san Ambrosio, san Atanasio y san Juan Crisóstomo, los más eminentes doctores de la Iglesia antigua de occidente y de oriente respectivamente. Se quiere remarcar así que las enseñanzas de este magisterio papal se apoyan en siglos de tradición teológica.

 

  Pero la ayuda más importante con la que cuenta el sucesor de Pedro es la que proviene de lo alto: de una ventana de colores anaranjados en cuyo centro se encuentra el símbolo del Espíritu Santo, la paloma, rodeado de ángeles suspendidos que orientan hacia abajo las ondas luminosas, signo de la plenitud de los dones con los que el Espíritu Santo asiste al Papa y a la Iglesia. Esta vidriera recibe directamente luz natural desde un orificio del muro y es el punto focal de toda la basílica que se divisa desde la misma entrada a través del baldaquino.

 

  En esta composición artística se esconde una interpretación profunda de la esencia de la Iglesia que J. Ratzinger describía así: «Comencemos por la ventana, que con sus suaves colores tamizados recoge hacia dentro y, al mismo tiempo, abre hacia fuera y hacia arriba. Vincula la Iglesia con la creación en su conjunto; mediante la paloma del Espíritu Santo alude a Dios como la verdadera fuente de toda luz. Pero nos dice aún otra cosa: la Iglesia misma es, en esencia, una ventana, por decirlo así, lugar de contacto entre el misterio trascendente de Dios y nuestro mundo, transparencia del mundo al resplandor de su luz. La Iglesia no se representa a sí misma, no es un fin, sino una salida más allá de sí y más allá de nosotros mismos. Realiza su verdadera esencia en la medida en que se hace diáfana para aquel de quien procede y a quien conduce. A través de la ventana de su fe penetra Dios en este mundo y despierta en nosotros el anhelo de lo más grande. La Iglesia es un entrar y salir de Dios a nosotros, de nosotros a Dios. Su tarea es abrir a un mundo encerrado en sí mismo a lo que está más allá de él, darle la luz sin la que sería inhabitable».

 

 «La ventana del Espíritu Santo no se encuentra allí aislada; está rodeada de la desbordante plenitud de los ángeles, de un coro de alegría. Esto quiere decir que Dios nunca está solo. Tal cosa contradeciría su esencia. El amor es participación, comunión, alegría. Esta observación permite que aparezca otro pensamiento más: con la luz llega el sonido. Francamente, uno cree oír cantar a estos ángeles, pues no cabe imaginar este desbordamiento de alegría como algo silencioso, tampoco como cháchara ni como griterío, sino sólo como alabanza, en la que armonía y multiplicidad se unen. «Tú eres el Santo, que moras en las laudes de Israel», se dice en el salmo (22,4). La alabanza es, por decirlo así, la nube de la alegría a través de la cual viene Dios a este mundo y que en él le sirve de vehículo. El culto divino es, por tanto, penetración de la luz eterna y resonar del sonido de la alegría de Dios en nuestro mundo, y es a la vez nuestro acercamiento a tientas hasta el consolador resplandor de esta luz desde la hondura de nuestras preguntas y enredos, ascensión por la escala que de la fe conduce al amor, y con ello abre la mirada a la esperanza».

 

 

El texto sigue fundamentalmente el comentario de una audioguía de la ciudad de Roma

y el libro: J. Ratzinger, Imágenes de la esperanza. Itinerarios por el año litúrgico, Madrid 1998, pp. 29s. 33s.

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